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Las catorce del revolucionario e inmortal 14
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Las catorce del revolucionario e inmortal 14

Su legado es y será cómo usó el esférico para alcanzar el máximo objetivo, ganar y a ser posible disfrutando

Foto: Johan Cruyff, en la imagen en un partido con la selección de Holanda, hizo suyo el número 14. (Cordon Press)
Johan Cruyff, en la imagen en un partido con la selección de Holanda, hizo suyo el número 14. (Cordon Press)

Desde que el fútbol se inventó hace más de cien años como diversión, el balón ha sido inmortal. Los jugadores buenos lo usaron para driblar, engañar al contrario, desplazarlo con verticalidad, en busca de pases imposibles, para ubicarlo en la red y alcanzar la máxima expresión del gol. Los menos duchos, para quitárselo de encima, para que no los avergonzase un bote pronto, un mal control. Los entrenadores ganadores lo pintaron en su pizarra para dominar el juego y los más temerosos para alejarlo lo más posible de su portería en busca de un error del contrario. Hoy esa circunferencia se parará en el partido entre Holanda y Francia, en el minuto 14, en señal de respeto a Johan Cruyff, al hombre que con ese dorsal a la espalda y más tarde desde el banquillo ha sido el que más influencia ha tenido en este deporte universal en los últimos 50 años.

Primero con sus arrancadas, sus zancadas, sus recortes en seco y con una técnica trabajada en las calles de Ámsterdam. Fue de los aventajados en usar las dos piernas con la misma destreza, el primero en ganar tres Balones de Oro consecutivos, en hacer de un equipo desconocido -el Ajax- tres veces seguidas campeón de la Copa de Europa, con un fútbol ofensivo que enamoró a todos, exhibición que le llevó a convertirse en el fichaje estrella del Barça. Club al que le permitió ganar una liga quince años después de la que Suárez, Ramallates y un verterano Kubala le arrebataron a Di Stefano en 1960. Fue el décimo campeonato nacional de la regularidad, recordado por el famoso 0-5 en el Santiago Bernabéu.

Después tuvieron que pasar once años para que llegase con un técnico inglés -Terry Venables- y un jugador alemán -Schuster- la undécima liga culé, afición cansada de ver como el eterno rival se las apuntaba a pares mientras cada año el presidente José Luis Núñez se gastaba ingentes cantidades de dinero en fichar a los mejores del mundo (Simonsen, Maradona, Quini, Alexanco, Hughes, etc...), ponía y quitaba entrenadores de distinto pelo (Menotti, Udo Lattek, Luis Aragonés...) y gusto por la pelota. Un club perdedor, pesimista, con un palmarés pobre, nada acorde a su ingente masa social en toda España.

Todo eso lo cambió Cruyff, que tras su periplo americano (Cosmos, Washington Diplomatics) para hacer caja, volvió a Europa a dar sus últimas lecciones. Hizo campeón otra vez al Ajax, que lo despidió por viejo, a lo que El Flaco respondió yéndose al eterno rival, al Feyenord, con el que se retiró como auténtico líder tras levantar dos ligas más para vengarse de los de Amsterdam. Genio y figura.

Pero lo que permanecerá tan inmortal como el balón fue su forma de entender el juego cuando colgó las botas y se hizo entrenador, primero en su club de origen de los Países Bajos y después en el Barça. Aunque Núñez tuvo la tentación de echarlo en las dos primeras temporadas, una Recopa contra la Sampdoria y una Copa del Rey frente al Madrid de la Quinta del Buitre en Mestalla le salvaron del implacable juez del fútbol: los resultados

Su legado es y será cómo usó el esférico para alcanzar el máximo objetivo, ganar y a ser posible disfrutando. Porque cuando le propusieron ir al enésimo rescate del Barça, lo que le pidió al constructor fue plenos poderes para fichar jugadores, para firmarles contratos cortos para que ninguno se acomodara, para establecer escalas salariales para incentivarles a alcanzar el máximo nivel. Y exigió, sobre todo, que su estilo, su estrategia ofensiva, su osado e insólito 3-4-3, se aplicase a todos las alineaciones del club, desde las categorías inferiores de la cantera al equipo de Primera División. Hizo un molde y lo repartió a los entrenadores de la Masia para que lo pusieran en práctica sin temor, para que buscasen un 4 como vértice, un 8 como pasador un 7 y un 11 pegados a la banda para ensanchar el verde, siempre jugando a 50 metros de su portería, es decir, en campo contrario, con la presión alta.

Pero lo que permanecerá tan inmortal como el balón fue su forma de entender el juego cuando colgó las botas y se hizo entrenador

De esa matriz salieron Guardiola, su hijo natural, y Amor, a los que después imitaron los Xavi e Iniesta, y acompañaron Puyol, Piqué y Busquets. Los que, desde la posición y el toque, llevaron al Barca y a España a sus mayores éxitos, a un reconocimiento mundial por la forma de lograrlo, a que hoy el entrenador del Levante, el colista de la liga, juegue al ataque, como lo hace el Rayo Vallecano, Las Palmas, el Celta o el Villarreal. Todos en busca de la fórmula magistral que perfeccionó Pep. Su verdadera revolución, desde la posición en rombo y el toque, fue quitar defensas y poner delanteros que abrieran espacios para que los interiores llegasen al área. La mayoría pensará que su obra culmen fue el 5-0 al Madrid con Koeman, Laudraup, Romario, Guardiola, Bakero y compañía. Pero quizás su sello lo dejó ya en las postrimerías de su octavo año en el banquillo cuando le endosó un 0-5 al Betis con un equipo plagado de chavales del filial como De la Peña, Roger, Velamazán y Roger, un partido del que se borraron varias de las estrellas.

Desde que Cruyff ganó su primera Liga para los azulgrana en 1991, el club culé ha levantado 14 entorchados domésticos (damos por bueno el actual salvo catástrofe). Siempre el 14. El doble de los que ha obtenido el Madrid, más que los que han conseguido juntos los blancos, el Atleti, el Valencia y el Deportivo de La Coruña (12 en total), los otros equipos que durante estos últimos 26 años han tocado la cima; y más que las once ligas que el propio Barcelona había logrado en sus 90 previos años de historia.

Su mérito ha sido convertir a una entidad victimista, que miraba con envidia al gran rival de la capital, que siempre encontraba alguna excusa para justificar sus continuos fracasos, en un modelo ganador -cinco Champions en el último cuarto de siglo, más que ningún otro equipo de Europa-, aplaudido en los mejores estadios del mundo, incluido el sabio Bernabéu, el único escenario donde hasta el propio Johan se arrugó varias veces como entrenador (sólo ganó una vez, con un gol primaveral de Amor, que a la postre le serviría para ganar la Liga en 1994, la del penalti de Djukic).

Su mejor herencia, amén de haber iluminado las vitrinas, es ver cómo Xavi Simons, un niño de 13 años, juega en las categorías inferiores del Barça a lo mismo a lo que lo hacía Guardiola cuando era recogepelotas. Es ver cómo el chaval, también de origen holandés, ordena como Xavi, da salida a la pelota como Busquets y la toca como Tiago para que el inmortal siga haciéndonos disfrutar de este hermoso deporte con indiferencia del color de la camiseta.

Desde que el fútbol se inventó hace más de cien años como diversión, el balón ha sido inmortal. Los jugadores buenos lo usaron para driblar, engañar al contrario, desplazarlo con verticalidad, en busca de pases imposibles, para ubicarlo en la red y alcanzar la máxima expresión del gol. Los menos duchos, para quitárselo de encima, para que no los avergonzase un bote pronto, un mal control. Los entrenadores ganadores lo pintaron en su pizarra para dominar el juego y los más temerosos para alejarlo lo más posible de su portería en busca de un error del contrario. Hoy esa circunferencia se parará en el partido entre Holanda y Francia, en el minuto 14, en señal de respeto a Johan Cruyff, al hombre que con ese dorsal a la espalda y más tarde desde el banquillo ha sido el que más influencia ha tenido en este deporte universal en los últimos 50 años.

Johan Cruyff
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