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Tributo por el adiós de Gregg Popovich, el entrenador más monumental del siglo y el hombre que lo podía todo
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LA PERSONALIDAD INIGUALABLE DE UNA LEYENDA

Tributo por el adiós de Gregg Popovich, el entrenador más monumental del siglo y el hombre que lo podía todo

La repentina despedida de Popovich como entrenador jefe en la NBA por un problema de salud deja un vacío imposible de llenar, un legado incomparable y una personalidad digna de ser celebrada para siempre por el aficionado

Foto: Gregg Popovich, como entrenador de los Spurs. (Getty Images/Chris Coduto)
Gregg Popovich, como entrenador de los Spurs. (Getty Images/Chris Coduto)

Invierno en Toronto, noche gélida de helarse hasta las venas. Técnico y asistentes salían del restaurante, partido y estómago llenos. A mitad de trayecto, de charla animada y avenida desierta, la visión de un homeless ovillado en el suelo, aterido de frío y miseria, debió de retorcerle la cena, el viejo se detuvo, rascó del bolsillo el dinero que llevaba encima, lo metió en su abrigo antes de quitárselo, cubrir al indigente y quedarse en camisa. Reanudaron el paso camino del hotel, ahora en silencio, rebasados una vez más por la autoridad moral del druida, de aquel hombre al que todos seguían sin saberlo.

Hubo un tiempo, ahora medieval, en que irrumpió en la NBA un tipo esquinado de rostro seco y lunar, técnico duro, severo, rácano y hostil. Parecía un molde crecido del cadete al que llegan turno y fusta, cadete formado en academia militar, promocionado a capitán de la Fuerza Aérea que renunció por una escuela de tercera división: Pomona-Pitzer, una de las cinco del consorcio de Claremont, en la California izquierdista y librepensadora. Es decir, en un rápido puño del tiempo Popovich bailaría entre los dos polos del espectro, igual que Phil Jackson pasó de la aldea en Montana al Nueva York lisérgico de los setenta. Este tipo de viajes tan radicales suele dar, si media la inteligencia, lo más importante: apertura, elasticidad mental, perspectiva. Casos que coinciden en la singularidad.

Popovich venía de la Indiana profunda, industrial e inmigrada, hijo de padre serbio y madre croata. De hacer elegir bien al mozo, para caer a un lado u otro, entre anónima vida obrera y la que finalmente ha tenido. Al joven Popovich lo define su ingreso en la Fuerza Aérea, trece años en los que caben muchas cosas. Del saludo ritual, militar y patriótico a tenientes y generales que lo hacían sollozar de noche bajo las sábanas, a oficial de inteligencia y personaje de Le Carré, infiltrado en base extranjera, Turquía, frontera siria, radarista y detector de la amenaza soviética, alertas por misil, experto en armas, fluido en lengua rusa, profesor de historia, y en los ratos libres, jugador y encargado del equipo de la Aviación. Alejado de Vietnam, su Guerra Fría fue de itinerancia caliente, giras por una Europa que lo enamoró, entre el buen gusto y desmentir que el baloncesto era solo cosa americana. Apenas se conoce que el joven Popovich estuvo cerca de integrar el equipo olímpico de Múnich, frustración que llevaría muy dentro el resto de su vida, motivo de empatizar con los descartes, jugadores asimilados y fauna de stock. Porque Popovich, base fuerte y cerebral, quería ser jugador, pero el destino le tenía deparada otra gracia, otro cargo, el de entrenador, a la postre uno de los mejores de todos los tiempos.

Foto: Preámbulo de la sentencia a Molinas en el juicio de apelación. (NYSC Archives)

Apadrinado por Larry Brown, con quien amistó durante los trials olímpicos, hasta llevárselo consigo a Kansas y poco después a San Antonio Spurs, fue Don Nelson quien lo desgajó ya del todo a su paso por los Warriors, como un combate de mentes audaces. “Se supone que tenía que aprender de mí y fui yo quien aprendió de él”, aclaraba Nelson, a quien todavía hoy envía cajas del mejor vino a su isla refugio. Cosas como organizar un campus para sacar a los jóvenes de la calle. De empezar a las diez de la noche, terminar de madrugada, y volver a estar listo a primera hora cada mañana, como le habían enseñado.

Así hasta que el general Robert A. McDermott, retirado de la Fuerza Aérea en 1968, íntimo del nuevo dueño de la franquicia texana, Red McCombs, y con buena memoria de aquel joven brillante, le entregó en 1994 la gestión del equipo de San Antonio, mercado pequeño, espuela de la ABA, extrarradio sin luces ni gloria.

Hubo un tiempo, ahora medieval, en que Gregg Popovich, rostro seco y lunar, técnico severo y rácano, parecía arrancado del intestino de los años noventa, como hecho para proseguir algún régimen siniestro, cosa que agravaba el despido de su entrenador, Bob Hill, para sucederle él mismo en el cargo. David Robinson lesionado, sesenta derrotas y un número uno del draft, Tim Duncan, abrirían en adelante una de las etapas más brillantes en la historia de la NBA, traducida en la dinastía más larga de siempre, cinco títulos extendidos en quince años (1999, 2003, 2005, 2007, 2014) y una especie de legado bíblico al juego del baloncesto.

placeholder Popovich y Duncan, dos iconos de la NBA. (Getty Images/Brian Bahr)
Popovich y Duncan, dos iconos de la NBA. (Getty Images/Brian Bahr)

No pocos coinciden en calificar a Popovich como el mejor entrenador que haya conocido el deporte. “Hay entrenadores muy buenos en un estilo –resumía Antonio Daniels–, él lo fue en todos”. A lo que añadir, en palabras del analista Danny Chau, “entender como nadie el mosaico humano que encierran las dinámicas de equipo”. Se hace muy difícil desmentir ambas razones, una evolución incesante que adaptaba el baloncesto a sus recursos y no al revés, salvo cuando el juego vivía su propia inercia histórica, donde también se demostró el mejor. Así Popovich, en un asombroso giro de guion, iba a pasar del maquinismo de los últimos noventa a soltar lastre, liberar el juego y darle una dimensión completa, como quien bombea la circulación de un organismo. Popovich acaudilló la política de bloques de acero para terminar entregado al baloncesto más humanista del siglo XXI, espejo de su personalidad final, que fue inoculando por cada rincón de la NBA hasta hacerla suya. Y ambas versiones, como en los artistas camaleónicos, son ciertas: tanto vimos a Bruce Bowen patear rivales como a Boris Diaw al piano.

A lo largo de tres décadas solo hubo una constante, su alergia enfermiza al star-system, uno de los pilares de la industria del espectáculo en el país más estrellista de todos. Lo recoge bien una enojosa llamada a Adam Silver cuando este dirigía NBAE, el escaparate de la liga al mundo.

–Con el debido respeto, ¿se puede saber qué coño hacéis?

Popovich rechazaba la promoción a los Spurs porque llevaba a primer plano a un jugador, y no al equipo entero.

–No nos jodáis con eso.

La otra constante lleva el nombre de Tim Duncan, presente en toda su gloria, el heraldo, una metáfora del páter hasta hacerlo su primogénito y dotarlo de hermanos. Principalmente dos: el francés Tony Parker y el argentino Manu Ginóbili. Y solo esto ya explica de raíz la otra constante de Popovich. No importa que los extranjeros fueran cayendo a cuentagotas desde poco más de una década atrás. Popovich fue un pionero. Acogió en su casa a Zarko Paspalj, y si en mitad de la noche lo despertaba el olor a tabaco, serían sus costumbres. Creía tanto en el baloncesto extranjero como recelaba del nacional, una decadencia abierta por lo que más odiaba: el individualismo. Convencido de que el baloncesto internacional preservaba lo más valioso, iría articulando cada plantilla en una mezcla sucesiva de talento y disciplina, entrenabilidad, inteligencia y extranjería. El vestuario de los Spurs parecía sacado de una asamblea de Naciones Unidas, y de hecho, ya fuera en el gimnasio o un restaurante, Popovich sumergía a todos en su asambleísmo.

Sometía al equipo a debates abiertos sobre cualquier problemática, nacional o mundial. El viejo adoptaba el modo socrático: ¿Por qué?, disparaba de improviso. Una primera respuesta y otra vez: ¿Por qué? Para así forzarles a la reflexión, a enfrentarse al núcleo de cualquier afirmación, o llevar la perspectiva a sus últimas consecuencias. Cuando supo que un joven asistente de 24 años ocupaba las noches a la caza de una futura esposa, le dio un consejo: “Por mí perfecto, pero antes deberías hablar con cuatro matrimonios: uno que lleve dos años casado, otro entre siete y diez, otro entre quince y veinte, y un último que lleve más de veinticinco. Y luego ya decides si quieres casarte o no”.

Si caía un veterano al equipo, gente que lo hubiera visto todo, DeMar DeRozan o Pau Gasol, nada de lo que hacían guardaba precedente, como un antídoto al aburrimiento. Popovich podía cambiar una sesión de vídeo porque sí. Le bastaba ver la estampa de los jugadores esperando ser machacados con errores, y entonces, elegía la parábola. Un documental de National Geographic sobre pingüinos podía servir. “¿Veis lo que hacen? Esto es trabajo en equipo”. Otro día, una pieza de indígenas para conmover a Patty Mills, otro, una charla de Tommie Smith por el Black Power, o suplantar entrenamientos por visitas al Museo del Holocausto, el de Derechos Civiles o lo que tuviera a mano. “Era un brillantísimo motivador cultural”, afirmaba Steve Kerr. Y en su afán de ampliar gustos/conocimiento, se le podía ir un poco la mano: “Si quieres jugar hoy –advirtió a Keldon Johnson al verlo aprensivo a las ostras–, mejor será que las pruebes, hablo en serio”.

Precisamente el actual técnico de los Warriors recuerda el tiempo en que era imposible distinguir al entrenador del padre (que él había perdido). En su segundo año en el equipo, Popovich apartó a Kerr de la rotación, y Kerr hizo por sentarse en el suelo a modo de protesta. “¿Sabes lo peor de todo esto? –le dijo una noche entre pasillos– Que tú no eres así”. Y como en verdad no lo era jamás volvió a hacerlo, regresó a la formación y se endilgó un segundo anillo en San Antonio.

placeholder Kerr y Popovich, en un All Star. (Reuters/Ezra Shaw)
Kerr y Popovich, en un All Star. (Reuters/Ezra Shaw)

Contra los panegíricos de buena fe de estos días, hay que insistir: Popovich nunca fue el mismo. Moldeado en la arcilla del tiempo, herido por reveses políticos y un patriotismo mal entendido, admirado en los viajes, la curiosidad, la docencia en decenas de países a centenares de entrenadores y una vasta inmersión cultural, hay en su personalidad una apasionante evolución de igual calibre cuántico a la vivida por mitos como Red Auerbach o Phil Jackson. Aun cuando sentíamos al Popovich militar, y nos llegaban los martirios que infligía a Ginóbili o Parker en los entrenamientos, el hombre ya sabía que las cosas se estaban haciendo mejor en el resto del mundo. El desastre del USA Team para abrir el siglo tuvo un solucionador en Jerry Colangelo. El directivo le tomó el pulso y hablaron, la charla no fue bien, no conectaron por dentro.

Colangelo lo quería, pero ese roce invisible inhibió su elección en favor de Coach K. Popovich lo llevó fatal, como una segunda negativa, y Colangelo, molesto, abriría la agenda con su nombre hasta llegar el día de hacerlo sucesor. Años después, en la cita olímpica de Tokio, Popovich tuvo un acceso de emoción con los suyos. Porque llegó a dudar del oro, porque recordaba su aspiración medio siglo atrás, y porque sintió la viva ayuda de sus pupilos. A mitad de torneo, una conversación de más de una hora con Durant como portavoz del grupo: “Coach, tenemos que cambiar en defensa (más switching)”. El viejo aceptó, como se acepta la razón. Esa es la mayor diferencia con Pat Riley –a mi manera o a la calle–, y la actitud que coronaba todo eso que los años fueron fortaleciendo.

En su fiebre demócrata y democrática llegaba a someter a votación cualquier cosa: días libres, permitir una ausencia, qué vino pedir o devolver a pista a quien ya había sentado, como si tenía que hacerlo en los tiempos muertos.

Foto: El ex entrenador de los Golden State Warriors, Don Nelson, saluda a Stephen Jackson, en 2019. (Getty Images)

Nunca dejó de imponer su autoridad, y a nadie gustaba verlo de mala uva. “Vamos a ver, cabrones, ¿vais a jugar o qué?”. Y ese podía ser todo su discurso al descanso rematado con un portazo. Que por encima de toda ciencia y pizarra están siempre las ganas, la voluntad de hacer eso que la fortuna te ha puesto en las manos. Haz lo que tengas que hacer pero hazlo bien, hazlo con pasión. Y no te preocupes por el aplauso o la condena, van a llegar igual”. Engarza bien con su otra máxima, expuesta por su padrino Larry Brown: “Entrenar es decir la verdad”.

Todos sus jugadores coinciden en que su entrada al vestuario, su sola presencia, desprendía una sensación natural de orden, la calma esotérica del chamán al que entregarse una y otra vez.

El entrenador más forrado de victorias en el curso de la NBA sufrió obviamente derrotas, algunas muy duras, de esas que complican el sueño a los jugadores. Ahí salía el hermano mayor, el que podía llamar a tu puerta a medianoche, con dos copas de vino, te estoy oyendo dar vueltas, charlemos un rato. La misma noche del triple de Ray Allen (2013), el milagro que impidió rematar otro anillo, Popovich llevó a todos a cenar. La mesa era un cuadro de caras largas y miradas perdidas. “Escuchad –abrió como acostumbraba–, ganamos juntos, perdemos juntos, ahora comamos”. Y así la cosa se fue animando, hasta que en pleno calor de la cita, el viejo fue pasando por la mesa, uno a uno por cada jugador, como los novios en las bodas, cómo estás, bah, olvídalo, eso no importa, brinda conmigo, y cosas así. Solo tuvieron que pasar unos meses, el verano vacacional y necesario, para que Popovich cambiara la cena por el vídeo, 28 segundos de fuego que vieron y revisaron hasta el dolor físico. “Por esta mierda perdimos”.

Acto seguido, desde el primer balón al aire, aquel grupo desplegaría el mejor baloncesto jamás visto, referido para la posteridad como The Beautiful Game, su obra maestra, el baloncesto como un fluido y abrazo de diez manos “A complete clinic at the highest level of basketball that exists on the planet” (Matthew Tynan). Para entonces, en forma de quinto anillo, el maestro había completado el recorrido más abierto de todos: de la prosa dura a la síntesis poética, que eso fue aquel juego voladizo que impedía al balón tocar el suelo.

En realidad, Popovich llegó a hacer de la pista lo mismo que de la mesa en sus cenas comunión. Sus discípulos no pueden contar las veces que el viejo, luego de escuchar sus penas, remataba: “Muy bien, si eso es lo peor que puede pasarte en la vida, eres muy afortunado”. Quería rodearse de tipos inteligentes y llenos de humor, si es que cabe distinguir. El encuentro casual en un aeropuerto con Becky Hammon, la charla en el vuelo posterior, acabó abriendo a la mujer un asiento en su volante. Soñó con ella como sucesora, valía igual que Messina, Budenholzer, Udoka o Kerr. Valía igual que su hijo Duncan, distraído para estas cosas del mando. Y una noche pudimos ver a Becky dirigir el equipo. “Toma, cógelo tú”. Popovich se acababa de autoexpulsar, como tantas veces haría. Cuando se expulsaba a placer, más allá de la bronca a los árbitros, siempre había un mensaje: espabilar al equipo, dar el mando a un asistente, o condicionar el siguiente partido.

Su poder de convicción pudo no tener igual. Lo supo bien el genial Ginóbili, que no entendía por qué el técnico pretendía pasarlo al banquillo. Mientras el argentino solo veía una pérdida de estatus, Popovich convertirlo durante años en el mejor reserva del mundo, como un titular encubierto. Así hasta que Ginóbili lo entendió, lo agradeció y hasta le permitió prolongar su carrera.

placeholder Ginobili recibe órdenes de Popovich. (Getty Images/Frederick Breedon)
Ginobili recibe órdenes de Popovich. (Getty Images/Frederick Breedon)

Popovich nunca quiso bromas con sus recursos. Y tampoco perdonó el daño causado al equipo por la lesión de rodilla de Duncan al término de la temporada del año 2000. En su soberbia estratégica, Phil Jackson había puesto un asterisco al título del año anterior, y Popovich, herido en su honor, sufrió aquel revés durante demasiado tiempo. En adelante mediría mejor el desgaste, pero no su hartazgo de una competición que explotaba sin límite los riesgos del factor humano. En 2012 fue objeto de la mayor multa registrada para un técnico, un cuarto de millón de dólares por dar plantón a la pantalla nacional y sentar en Miami a Duncan, Ginóbili, Parker y Green. Era una protesta a un cuarto partido en cinco noches de gira. No pretendía más que proteger su casa, pero con ello nacería el load management y una gestión más razonable del calendario.

Popovich también cargó contra el triplismo. Creía que toda esa balística robaba al baloncesto la mitad del camino, mucho argumento a la película. Terminó pasando por el aro porque la matemática se había impuesto. La ironía es que quien primero abrió la fórmula, el triple valor sencillo de las esquinas, había sido él. Y si le daba la gana, podía alzar los pulgares como cuando decidió hackear a Shaq a los cinco segundos de partido.

Durante sus entrevistas a pie de pista salía a flor de piel toda su retranca. En infinidad de ellas el reportero devolvía un silencio decimal, a veces incómodo, cosa de no entender sus punzadas de acidez. En el fondo, el motivo siempre fue el mismo: Popovich estimaba absurdo tener que interrumpir su trabajo para chupar pantalla. Y solo con los años, la cosa endulzó en un formato único, como un divertido sketch que la TV tragaba a gusto.

El sentido del humor fue siempre un valor innegociable en la evaluación de los jugadores. Si no sabían reírse de sí mismos era que no había autocrítica, o sea inteligencia, y “eso para él era una alarma roja”, aclaró Mike Budenholzer. Por eso pueden contarse con los dedos de una mano mutilada las excepciones, casos difíciles de encajar, Stephen Jackson o Kawhi Leonard, a quien no tuvo reparo en defender de los abucheos ante 18 mil personas. De ellos también aprendió el Popovich tardío, de manera que si asomaba un traspaso pasaba a sentarse primero con el jugador. “Estamos valorando esto, sé que quieres otro rol y aquí no lo hay, vales más que la jodida reconstrucción en la que estamos”, así fue dicho a DeJounte Murray.

El árbol de Popovich, eso que se conoce como Coaching Tree, figura desde hace años como una cadena trófica aparte, un mundo fundado por Moisés. A primeros de mayo, por su adiós, Ben Rohrbach completaba su genealogía en un máximo de tres grados hasta cubrir el total de técnicos de la NBA. Resultaba más sencillo descubrir las pocas ramas extrañas, no más de cinco, que el bosque entero de su obra.

Hubo un momento, aún reciente, en que Popovich parecía interminable. Ciento setenta cambios de entrenador salvo uno. El patriarca simbolizaba el sagrado valor de la continuidad en un mundo que ha dejado de durar, como un foco de resistencia, un único refugio de la verdad. Pero con el adiós de Erin, su esposa y compañera desde la academia, su corazón abrió un vacío imposible de llenar. El viejo redobló desde entonces todo lo que hiciera de su trabajo una sesión diaria de camaradería, como quien huye de la soledad. La familia Spurs había perdido a sus hijos mayores, y Popovich solicitado al Hall of Fame que retrasara su ingreso hasta verlos allí a todos juntos: David Robinson, Tim Duncan, Manu Ginóbili y Tony Parker.

Pero la casa seguía en pie.

Por eso, que un día cayera del cielo el joven francés Victor Wembanyama rejuveneció a Popovich, motivo de un último contrato que lo haría llegar en activo a los ochenta años. Lejano siempre al pensamiento mágico, la ancianidad llega a percibir excepciones. Cuando uno observa a Wemby comprueba su pertenencia a Duncan”, acertaba un columnista, “la misma secuencia espiritual”, como un guiño final del destino. Y el viejo, renovado por dentro, se puso manos a la obra.

Foto: Patrick Beverley durante un entrenamiento. (Cortesía NBA)

El último Popovich, imposible de fechar, ha sido un hombre menos político que beatífico. Se tardan décadas en aprender que entre cambiar el mundo y mejorar el entorno, es más realista esto último. Que más vale el hombre que moldea su ambiente que el que idealiza lo que no se puede tocar. Enterado de las dificultades que sufría un joven trainer recién contratado para llegar a su segundo trabajo, Pop le compró un Pathfinder. Amenazó con despedir a un asistente si no se ausentaba de un partido porque sus hijos lloraban en el aeropuerto (durante el duro proceso de la separación). Como viese a algún colega de profesión en el restaurante, aun rodeado de su staff, Popovich lo pagaba todo, cosa de su bolsillo. Y al final de cada partido, por interminables charlas con ellos, ser advertido como un chiquillo de que perdían el vuelo.

Prefería que estas cosas quedaran en privado. Fueron siempre otros, entre agradecidos y admirados, quienes las filtraban. Esto hizo Mike Monroe (San Antonio Express-News) con un pequeño suceso que pudo quedar entre dos personas, que tenía algo de folletín de otro tiempo, y que fue real. Afganistán, ráfagas de artillería, noche de perros en el frente. A tres metros bajo la trinchera, el sargento Mike Gonzales temblaba. Tomó un papel y pasó a escribir con letra nerviosa una carta, que lo mismo el hombre veía cercano el final, una cosa salida de las entrañas y el miedo. Cuando semanas después su destinatario pudo leerla, ahora quien temblaba era él. “Llámeme de inmediato a su regreso, sargento. Mi secretaria ya tiene el aviso”.

Popovich nunca cejó en su compromiso social ni en grandes alocuciones al micrófono, pero su impacto hacía cumbre en el entorno diario, el que tocar con las manos. “Atiende y recompensa todo lo pequeño, no temas elegir el camino menos probado, ama y confía en tu gente, apriétala para sacar lo mejor, y valora siempre diferentes perspectivas”. De ese impacto real daría cuenta Tim Duncan en uno de los momentos más emocionantes que haya vivido el auditorio de Springfield.

Venga, ya veo qué rival tenemos, decidme, cómo preparamos esto.

Así espoleaba a su cuerpo técnico en víspera de partido durante treinta años. Hasta un fatídico sábado, dos de noviembre, amanecer de temporada, tarde de partido contra los Wolves. Los jugadores iban llegando libremente. A primera hora, más propia de la siesta, el viejo ya estaba por allí. En chándal, Popovich manejaba siempre una rutina suave, un poco de carrera y pesas, eso que permite a un hombre de 75 años una espalda recta y respirar bien. Ocurrió de repente en las entrañas del pabellón, próximo a vestuarios: un súbito ahogo, un mareo y la sombra del desmayo. Fueron muy pocos los que supieron de su traslado al hospital. Esa jornada reinaría el silencio allí dentro, silencio roto por el clamor de su ausencia. Quedaban meses por delante. Contaría más tarde Chris Paul que el hombre llamaba, se veía los partidos y quería soltar cuatro cosas, convencido de que no tardaría mucho en volver. Fue a primeros de abril cuando el desvanecimiento en un restaurante, otro ataque, agravó el riesgo anterior, el revés definitivo.

Por eso, su aparición final entraña el dolor, la confusión, la tristeza de ver a ese hombre monumental reducido a la mitad. Su última orden, que Mitch Johnson siguiera adelante, le sucediera en el cargo, o sea hacer valer su palabra. Y eso es lo que el deporte mundial habrá perdido: su palabra, su presencia cana y poderosa, esa figura mesiánica y la clarividencia de un hombre inigualable.

A fin de cuentas, su inmenso legado podía quedar atrás, no así la demostración de que el baloncesto y la vida hermanan en el último y más alto estadio de todos: la sabiduría. Lo refleja bien el término de su discurso en el Hall of Fame: “De veras, al final todas esas victorias y derrotas se desvanecen. Solo las relaciones permanecen contigo para siempre”.

El espectador habitual habrá reparado alguna vez en una pequeña fisura en uno de sus ojos. Ocurrió en la lejana primavera de 1970, día de graduación en el abarrotado Falcon Stadium. Un manto de cadetes aguardaba nervioso el final del discurso de Melvin Laird, Secretario de Defensa de Nixon, para arrojar sus gorras al aire. El momento llegó, con el infortunio de que a Popovich la insignia metálica de un compañero le rajó el globo ocular y terminó de urgencia en el quirófano. Perdió la suficiente visión como para ser rechazado en el cuerpo de pilotos de la Aviación, el propósito más sepultado de toda su vida.

De manera que el destino pudo emplear la torpeza de un cadete, y así dirigir a Gregg Popovich por otro camino. El mejor camino de todos.

Invierno en Toronto, noche gélida de helarse hasta las venas. Técnico y asistentes salían del restaurante, partido y estómago llenos. A mitad de trayecto, de charla animada y avenida desierta, la visión de un homeless ovillado en el suelo, aterido de frío y miseria, debió de retorcerle la cena, el viejo se detuvo, rascó del bolsillo el dinero que llevaba encima, lo metió en su abrigo antes de quitárselo, cubrir al indigente y quedarse en camisa. Reanudaron el paso camino del hotel, ahora en silencio, rebasados una vez más por la autoridad moral del druida, de aquel hombre al que todos seguían sin saberlo.

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