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Apuestas, mafia, corrupción y muerte: el baloncesto americano contra Jack Molinas
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Una eterna sombra en la NBA

Apuestas, mafia, corrupción y muerte: el baloncesto americano contra Jack Molinas

El aterrador caso Molinas reposó en los cajones de la vergüenza para los sucesivos presidentes de la NBA. Era una alerta ante el peligro de las apuestas y el crimen organizado

Foto: Preámbulo de la sentencia a Molinas en el juicio de apelación. (NYSC Archives)
Preámbulo de la sentencia a Molinas en el juicio de apelación. (NYSC Archives)

Tras los graves escándalos de 1951 el baloncesto americano se creyó a salvo de más peligros por pasar la bayeta a las cañerías. Un puñado de expulsiones y condenas, cuatro titulares y fotos entre comisaría y juzgados, y una apariencia de control probaron que ninguna competición deportiva estaba preparada para impedir el paso a los sindicatos del crimen, la tentación del dinero y personajes como Jack Molinas.

A punto de cumplirse medio siglo de su muerte, investigadores, criminólogos y testimonios pasados a dólar por editoriales dejaron el caso por imposible, o por miedo a seguir hurgando. Así hasta que Charley Rosen, autor de la encantadora The Wizard of Odds, puso en orden su vida y no tanto el origen de su personalidad, terreno abonado a teorías freudianas y páginas tempranas. Años cuarenta, la terrible Coney Island. Jack era un crío cuando su cuadrilla se jugaba cómics y unos centavos en St. James Park y los bordillos de las aceras. Hasta abrir los ojos en The Eagle Bar, donde caían algunos de los tipos más duros de la ciudad, marinos, estibadores irlandeses, húngaros y polacos, vidas cesantes y sucias. Allí se apostaba más duro que mucho, fajos doblados sobre las mesas, bolsillos vacíos y borrachos anónimos que desaparecían bajo las aguas oscuras del muelle. El valor de no largar, como en La Ley del Silencio, si es que alguien venía a cobrarse una deuda entre secuaces y bates de béisbol. “No fue nada, confundieron mi cabeza con una pelota”.

A Jack lo hechizó todo aquello, mucho más que Ava Gardner, como si entre la humareda descubriera la verdad. Años después, cuando su padre se hizo con aquel tugurio, Jack acabaría siendo el mánager del Eagle Bar.

Jack Molinas tenía un don natural para el baloncesto, donde jugador y personalidad coincidían en un espejo. Fino y ligero, tirador adelantado, mezclaba técnica y astucia en una especie de alero señorito, la estrella de su instituto en Manhattan. Molinas era tan bueno que la diferencia entre jugar con él a no hacerlo se medía entre un equipo invicto (22-0) y otro mediocre de diez derrotas. Salió de allí como uno de los mejores jugadores de su edad en todo el país. Lo reclutaban con dinero, coches y promesas, setenta y cinco becas que no hicieron más que hincharlo.

A Molinas lo han interpretado decenas, tal vez cientos de fuentes válidas. Una de ellas, su amigo Paul, siempre creyó que la fatalidad de Jack, aquel destino torcido por el diablo, tuvo su origen de la forma más tonta: acababan de hacer el último examen, universidad de Columbia, colegio mayor de Ivy League y niños bien, corriendo los dos a la habitación y los nervios aún a flor de piel, farra en marcha, la manada de compañeros tirando lo que tuvieran a mano por la ventana, y Jack, en un estúpido arrebato, arrojó el vaso de agua que acababa de beber. ¿La fatalidad? El vaso fue a estamparse contra el coche del profesor de Literatura, una celebridad entonces, el doctor Van Doren, haciendo añicos el parabrisas y el temple enlacado de su esposa. El estruendo, asomarse por la ventana y cerrarla asustados, bastó como prueba para el soplo de un testigo (un ataque deliberado). En el despacho del decano McKnight la cosa fue rápida. Suspendido un semestre de su tercer curso. Y solo ser el mejor jugador del equipo, puede que de toda la costa este, pudo salvarle de una expulsión definitiva.

placeholder Molinas, en su etapa universitaria. (Cedida por Columbia University)
Molinas, en su etapa universitaria. (Cedida por Columbia University)

A juicio del amigo, aquellos meses de musarañas fueron su perdición. Una celebridad en el área neoyorquina, don de gentes, cociente intelectual de genio (175), dos metros de tipo, apuesto y guapo, un imán para las mujeres y todo lo que un joven podría desear. Todo salvo el paso inevitable a códigos mucho más refinados que en aquella cueva inicial. Dada la importancia de Molinas en la escena universitaria Joe Hacken, un pájaro al que conocía de secundaria y que había salido vivo de la trama de 1951, fue colándose en su vida. Al principio, Molinas solo preguntaba cuánto, y las respuestas no le motivaban a pringarse.

–Tengo dinero, me van bien las cosas, no me interesa.

–Y Hacken le iba soplando hábilmente la oreja.

–¿Ves cómo te tratan? –insistía por su expulsión– No te merecen, Jack, y así podrás vengarte.

Molinas no lo haría por venganza. Su juego comenzó a amañarse al dictado de las cuotas. Era sencillo. Que dejara de tirar a canasta en tramos largos de partidos ante Yale, Holy Cross, St. John’s y demás rivales, no despertaba sospechas y sí un dinero fácil. Pero había algo más: Molinas empezó a sentir una adrenalina irresistible cuando los amaños dependían demasiado de él, bien para inhibirse o bien para duplicarse.

Pronto se hizo adicto a las apuestas de béisbol. Más apuestas y más dinero por golpe, hasta meter cinco mil a cada duelo. Ganaba y se endeudaba en un ciclo infernal que para su último curso le impedía dejar de apostar en cada uno de sus partidos, alterarlos a niveles de juego de mesa. Si el rival debía ganar, evitar que uno de sus jugadores, el que defendía a Molinas, fuera expulsado por faltas implicaba alejarse de aquel, y de los suyos, o pedir un cambio alegando una molestia repentina. A veces iba tan al límite que si la cuota dependía de un punto podía perder el balón a propósito, cometer falta y fingir lamentarse. Teatralizar el riesgo era maravilloso. Aprendió a fallar milimétricamente, a manejar el arte de retorcer marcadores y dominar la hoja estadística cuando procedía: 29 puntos y 24 rebotes, aunque solo fuera por encubrir la sospecha de una semana bajo mínimos. A Molinas se le registran triples dobles de 30 puntos cuando ese término aún no existía, y el Times no tuvo problema en calificarlo como GOAT. Elegido para un combinado universitario llamado College All Stars, fue el artífice de abortar 304 victorias seguidas de los Globs cuando estos eran uno de los mejores equipos del mundo.

Foto: Mike Gorman en su despedida. (Cortesía Boston Celtics)

En 1953 Molinas entró a la NBA asociado a Hacken, Tommie Eboli, Vincent Gigante y Mickey Zaffarano, cabezas a la sombra de la mafia neoyorquina. Molinas entró a la NBA como una estrella y salió de ella como un criminal, motivo por el que Red Auerbach negó siempre haber intentado reclutarlo cuando en realidad lo hizo. Su carrera apenas duró unos meses. Cuando quedó probado que amañaba partidos, incluyendo a su propio equipo, los Pistons (entonces en Fort Wayne), le aguardaba una cita sorpresa en el despacho del dueño, Fred Zollner, escoltado por Maurice Podoloff, el comisionado de la liga, y los dos policías a cargo de la investigación, destapada por un chivatazo desde el Bronx que lo puso en el punto de mira. Para entonces, todo el carácter de Molinas tenía el punto acabado de cocción: narcisista y frío, amoral y persuasivo, disfrutaba el engaño como otro juego más en sus manos. Ocultaba ser judío y en las entrevistas decía ser francés, italiano, irlandés, griego o español, según el día. Allí salió la calma del estafador que no ve nada malo en sus actos, y solo negaría haber apostado en perjuicio de su equipo.

–Mis pesquisas dicen lo contrario, Jack.

–¿Por qué a mí? Está liga está podrida por las apuestas, todos lo hacen.

Esta sería su declaración más difícil de desmentir. Molinas podía no ser más que una prueba del fracaso de todos los resortes de seguridad.

–Eso no justifica tu conducta.

Con la mierda que pagan, ¿qué quieres que hagamos?

Cuando los jugadores de la NBA tenían que comprar sus propias zapatillas, el éxito en la apuesta de un solo partido podía cubrir la mitad del salario anual, que a duras penas llegaba a tres mil dólares. Molinas aseguraba tener pruebas de que toda la liga estaba infectada. Podoloff se asustó, temía un escándalo mayor. Sacrificar un novato para salvar al resto era un precio justo, y Molinas fue expulsado.

placeholder Fred Zollner con sus jugadores de los Pistons. (Cortesía News Sentinel Archives)
Fred Zollner con sus jugadores de los Pistons. (Cortesía News Sentinel Archives)

En adelante solo es posible encontrar un aspecto romántico en su biografía: nunca dejó de jugar al baloncesto. Ingresó en la EBL como el mejor pagado de la competición –150 pavos por partido–, y desde ella manejaba toda la información referente a apuestas por la que innumerables jugadores –desde el anonimato– le pagaban como un servicio central. Licenciado en Derecho el verano de 1956, Molinas empleará su primer bufete (Levy & Harten) para ampliar el negocio a Miami y Chicago, y asociado a otros iguales, traspasar fronteras a México y Canadá. Uno de ellos, Dave Goldberg, facilitará el golpe final a través de la mafia involucrada en la compra de árbitros y jovencitos de instituto y college. Juntos fundarán una empresa tapadera (Fixers Inc.), en la que Hacken actuaría como agente dejando a Molinas con las manos limpias. Contrataron a un ingeniero para trampear la red de comunicaciones con las casas de apuestas, un pequeño retraso que favorecía conocer antes los resultados. Un dineral. A la menor sospecha de soplos a la policía, cerraban un tiempo y volvían a la carga.

Por muy sofisticada la cosa, al negocio lo apretaban las tuercas de la extorsión. Si en un partido amañado Molinas tenía atados a tres jugadores –a menudo eran la mitad– una llamada a tiempo, una visita in extremis de varios esbirros al vestuario de los árbitros cambiaba el signo de la apuesta acordada y así el montante podía quintuplicarse, entre ocho y diez mil pavos por estafa. Molinas nunca midió bien las consecuencias de aquellas trampas, solo el botín resultante. Y así empezó a ganar tanta pasta que no podía meterla en casa (porque su hermana la encontraría limpiando). Nada que no resolviera invertir en el negocio inmobiliario.

Molinas era también un depredador sexual admitido por sus relaciones, que sabían de su alergia al compromiso y se hacían preguntas al ver en su poder partidas enormes de cosas: coches, apartamentos, joyas, electrodomésticos y maletines a reventar.

Y aun con todo, Molinas quería volver a la NBA. Cuatro años después de su expulsión, acudió a la prensa reclamando su reinserción en la liga, de la que se consideraba una víctima. El empate a votos de los propietarios (4-4) lo deshizo Podoloff en su contra. Molinas nunca volverá y frustrado por el intento fallido, recrudecerá su vida en el hampa. La mafia de Chicago llegó a facilitarle un químico canadiense con el fin de envenenar plantillas, cosa que se les fue de las manos cuando cayó intoxicada una treintena de miembros de un equipo de fútbol de Oklahoma. Antes de terminar la década, ya supo lo que era sentir el metal frío en la sien –“Danos la pasta o te abro la cabeza”– y poco después salió huyendo de una paliza que le fracturó una mano. En plena espiral, había tanta gente involucrada en sus pactos oscuros que Jack ignoraba de dónde procedía cada amenaza mortal.

Pero Jack no tenía freno. Tras un accidente de coche en el que pudo perder la vida, cuando los acompañantes jadeaban por verse enteros, Jack solo vio otro motivo para sacar pasta por el mal estado de la calzada: “Voy a demandar al estado de Penn”, fue lo primero que dijo. A quien sí demandó fue a la NBA. En 1960 reclamaría a la liga más de tres millones de dólares por daños y perjuicios. Rechazó los veinticinco mil del acuerdo, y un año después el juez Kaufman, que había condenado a los Rosenberg a la silla eléctrica, denegó su demanda.

Molinas se comportaba como un agujero negro: tragaba a sus víctimas con solo acercarse, aunque para corromperlas mediara alguna vez la buena fe. Dos talentos adolescentes que ir metiendo en el horno, Connie Hawkins y Roger Brown, tuvieron esa mala suerte. Sumido en la miseria Hawkins fue el caso más dramático. Dado que Molinas había empezado a cortejarlo, recurrió a él por llevar comida a casa unas navidades. Molinas le prestó 250 pavos y ahí acabó su carrera (reanudada años después de un infierno judicial por probar su inocencia).

placeholder Connie Hawkins practica en una cancha local. (Cortesía Hawkins Family Archive)
Connie Hawkins practica en una cancha local. (Cortesía Hawkins Family Archive)

Para 1961 la policía le pisaba ya los talones. Primero cayó uno de sus socios, Wagman, que para reducir pena incriminó en noviembre a Hacken y Molinas. Pero hacía falta algo más. La investigación arrestó a Billy Reed, uno de sus muchos jugadores comprados que podía librarse si colaboraba. Le pegaron al pecho una grabadora para obtener pruebas contra Molinas, que para entonces cenaba siempre con la espalda pegada a la pared. Temía menos a la policía que a los tiburones sueltos del crimen organizado. Dos meses después Molinas era detenido junto a tres de sus socios: Hacken, Wagman y Green, a los que la acusación pediría veinte años.

Destapar aquella gigantesca operación no fue fácil ni limpio: entre la policía infiltrada había agentes también corruptos que durante la investigación sacaron beneficio. De las conversaciones extraídas en dos años –tiempo en el que tuvo intervenido el teléfono– fueron suprimidas aquellas que podían implicar a los propios investigadores. Cinco cargos graves eran más que suficientes y Molinas fue detenido en mayo de 1962.

Una sola frase a uno de sus socios recogida en la apertura del juicio dibuja a la perfección al personaje. “Te apuesto mil pavos a que salto absuelto”. Así lo creía. Jack Molinas nunca vio nada reprobable o culposo en sus acciones. Por el contrario, el juez Sarafite, apabullado por las pruebas de soborno, conspiración y perjurio, alegó como preámbulo de la sentencia: “Es usted una persona inmoral (…) que ha utilizado su prestigio como antigua estrella para corromper todo un sistema, a innumerables jugadores y perpetrar un enorme fraude al público”. En ese fraude se llegaron a contar hasta veintisiete universidades y cerca de medio millar de jugadores. Quince años. La condena más severa en el estado de Nueva York por delitos de esa naturaleza. Molinas tuvo suerte de que el periodo investigado se redujera a la conspiración probada entre 1957 y 1961.

Molinas no fue consciente de su situación hasta el manguerazo helado a su cuerpo desnudo en la durísima prisión de The Tombs. Investido por la suerte, fue trasladado unos meses después a la legendaria Attica. Para sobrevivir entre rejas había que ser listo sin pasarse de listo, fingir respeto, seducir a quien cortara la pana y hacer nuevas y peores amistades, todo ello la especialidad de Molinas. Mientras preparaba su apelación, quedar maravillado por la lectura de El Padrino y soportar el arbitrio de los arrestos y mazmorras, se iba ganando ocupaciones de cuello blanco, entre la sastrería y la enseñanza a los reclusos, uno de los cuales se le iba a morir en brazos (por negligencia de los funcionarios). Controladas allí las jerarquías, empleaba el teléfono de un rabino para saciar su adicción y mover sus capitales como bróker. Informado de estas destrezas, un alto cargo de la prisión lo contrató a tiempo parcial para operaciones en Wall Street. Venían a recogerlo en limusina dos escoltas a los que Molinas también hizo ganar pasta, cosa que celebrar entre banquetes y prostíbulos.

Foto: El ex entrenador de los Golden State Warriors, Don Nelson, saluda a Stephen Jackson, en 2019. (Getty Images)

De manera que el preso menos preso del estado de Nueva York terminaría bordando su apelación ante el tribunal, y el verano de 1968, bajo libertad condicional y vigilada, Jack Molinas volvió de nuevo a las calles. Necesitaba una coartada de reinserción, y el padre de Hellen, su novia entonces, a la que causará el mismo estrago emocional que a todas las mujeres que pasaron por su vida, lo contrató para su imprenta. Molinas no durará mucho allí, por aburrimiento y disparar las facturas telefónicas para sus negocios.

Aquel pudo ser el mejor momento en su relación con la mafia, que recompensó su silencio en prisión con un pastizal que Molinas empleó para hacerse con un Lincoln cuando tenía prohibido conducir. Jack no se hizo grandes promesas salvo ampliar su orbe de negocios y bailar algún día sobre la tumba de Podoloff.

Su mudanza a Los Ángeles en 1969 marcará profundamente el resto de su vida, que para entonces quería ver novelada o en el cine. Para el libro se puso en manos de Milton Gross, cuyo trabajo iba a despreciar, y también de Harold Robbins; para la película, con el director Joe Pasternak, y avanzar lo bastante como para sobrevolar un trío de posibles (Eastwood, Gould, Redford). El libro llegó a terminarse, y solo que Molinas estimara un insulto su porcentaje de beneficio y no los riesgos de dar tanto nombre como le advirtieron –“Olvídalo, Jack, no gustará a nuestros amigos”–, frustró su publicación. Pasternak justificó su negativa a la película por coincidir con la grabación de El Padrino, pero el motivo real lo supo un amigo de Jack por una confidencia del director: “Es un peligro, yo no puedo negociar con él”.

Impresionado por el paraíso de California, es inagotable la colmena de personajes de segunda fila que absorberán su nueva vida, forrada de inversiones que le bailaban entre las manos: el filón del cine porno, clubes nocturnos, discográficas, agencias de modelos y ratas de Hollywood. Con una de ellas, Norman Arno, que dominaba las redes de contactos en la ciudad, montará una productora de cine porno, financiada en parte por la mafia que controlaba Zaffarano.

Por los rodajes y galas de presentación pasaba mucha belleza. Por una jovencita de 18 años, Noelle Gordon, a la que doblaba en edad, Jack perdería la cabeza. Noelle no cambiará su alma, solo su carrocería, más ligera y tropical, un mostacho oriental y prendas del colorido californiano de la época. Mientras Molinas jugaba con las mujeres como con las apuestas, aquella relación cubrirá todo el espectro posible: de la felicidad al desgaste psicológico que suponía su ir y venir, una vida de intrigas y la comisión junto a ella de nuevos delitos como la falsificación de tarjetas. Al estar bajo vigilancia, Jack fingía hacer una vida normal. Empleado en otro gabinete, su teléfono volvía a operar como un servicio central. Jack apostaba a todo, de boxeo a carreras de caballos, pero nunca más a la NBA, convencido de que seguía amañada.

De vez en cuando bajaba al Forum a ver a los Lakers, una buena butaca que oliera a pista. Y en compañía, solía repetirse una conversación:

–Anda, tráeme algo de beber, ¿quieres?

–Por qué no vas tú.

–Si lo hago tengo pasar por detrás del banquillo y no quiero volver a la cárcel.

El oficial de policía Mike Cleary era el encargado de vigilar su condicional, y Molinas seguía bajo sospecha (nunca dejó de estarlo).

En octubre de 1970 una columna en el Post –a cargo de un Milton Gross despechado– vinculaba a Jack con los bajos fondos del porno. Molinas actuó rápido para eludir el delito de distribución y vendió su parte de la productora, uno de cuyos socios morirá en un extraño accidente. A esa lucrativa industria volverá muy pronto, pero ahora en calidad de asesor. Molinas llegó a sacar un buen pellizco, entre otras cintas, del rotundo éxito Garganta Profunda (1972).

placeholder Portada de 'Garganta Profunda'.
Portada de 'Garganta Profunda'.

Para entonces era incapaz de hacer un recuento exacto de sus fuentes de ingresos y de las cuentas bancarias que abría con nombres falsos. Solo de un tren de vida imparable que exhibía sin pudor ni atención a los avisos de Artie Tolendini, uno de sus socios:

–Frena un poco, Jack. Aquí hay gente que desprecia este estilo. ¿Por qué no vuelves a Nueva York, o tal vez a Miami? Es más seguro.

Molinas haría oídos sordos. Redobló su apuesta adquiriendo entonces el casoplón de su vida, en lo alto de Hollywood Hills, entre actores y estrellas, estatus al que sentía pertenecer. Noelle llenaba a diario el jardín y piscina de amigas, moteros y buscavidas, nudismo y marihuana. Jack la dejaba hacer, pero su espíritu señorito de Columbia no soportaba a toda aquella mugre hippy.

Aún en los primeros setenta Molinas jugaba partidillos en un entorno de lujo, de Barrington Park al pabellón de UCLA, en compañía de estrellas como Guy Rodgers y Wilt Chamberlain. Los testigos refieren un Molinas con sobrepeso, suave y lento, pero de un gancho letal y el control de juego de sus mejores días.

Las broncas con Noelle, entre las constantes infidelidades de Jack y su impotencia sexual solo con ella, empezaron a hacerse habituales y más violentas. En adelante caerá presa de un bucle del que no salir: huye y vuelve regularmente como una adicta. En una de sus ausencias y a orden de Zaffarano, Molinas acogerá en su casa a dos tipos (Salanardi y Musolino) que acababan de liquidar a un rival de la mafia de Brooklyn. Jack seguía siendo un buen soldado.

El principio del fin pudo arrancar en otro nuevo negocio. Molinas se asociará entonces con Bernie Gussoff, un inversor desastroso caído en ruinas en Nueva York. Ambos montarán una empresa de importación de pieles, principalmente del sudeste asiático, que registraron como Berjac.

En enero de 1973, caerá sobre Jack una nueva petición de cárcel por una denuncia de distribución ilegal de pornografía. El chivatazo llegó de un exsocio al que Jack debía pasta. Para entonces sus acreedores se contaban por decenas, tal vez cientos, y que apenas nadie se atreviera a más se debía al temor a la mafia que presuntamente lo protegía. Entretanto, el negocio de las pieles se abocaba a la ruina por la torpeza de Gussoff, que compraba cantidades ingentes de material que luego no podía vender. Gussoff no contó con Molinas para pedir un préstamo a la mafia, cuya condición será que ambos socios contrataran un seguro de vida cruzado (si moría uno, cobraba el otro), una especie de aval envenenado en caso de impago.

Y Molinas estaba a otras cosas. Empezó a viajar a Hong Kong y el sudeste asiático en busca de nuevos mercados: de las redes internacionales de oro a electrodomésticos de última generación y hasta de los globos sonda. Mientras seguía diversificando sus cuentas bancarias y destinos en paraísos fiscales, perdió el control de ingresos y deudas.

Cuando estimó a Gussoff una pesada carga, vendió su parte de Berjac para que todas las deudas derivadas de la empresa recayeran sobre aquel. Gussoff aparecería muerto en su habitación de hotel con la cabeza desfigurada. La investigación abrió dos vías: que el asesinato era un mensaje a Molinas, y que Molinas estaba implicado para cobrar el seguro. “Él se lo ha buscado”, fue la reacción de Jack, que captaba mal la idea de un mensaje intimidatorio aun cuando sus deudas eran muy superiores a las del finado. Dos años antes, uno de sus socios, Tommie Eboli, terminó cosido a balazos en una arteria de Brooklyn, cosa de no llevar bien los impagos la familia Genovese. Pero Molinas nunca se daba por aludido, el cuarto de millón terminó en sus manos y en lugar de pagar lo que se adeudaba a la mafia, Jack se hizo con un Rolls Royce porque muerto Gussoff no creía deber nada a nadie. Antes bien fardaría un poco más de su adquisición por los rincones más vistosos de Los Ángeles y también de Las Vegas, fines de semana por un desfile de casinos donde empezó a multiplicar sus pufos.

placeholder Miembros de la mafia en los juzgados de Brooklyn. (Cortesía Manfred Friedsam Collection.)
Miembros de la mafia en los juzgados de Brooklyn. (Cortesía Manfred Friedsam Collection.)

En julio de 1975 los capos más importantes del país se reunieron en San Bernardino, al norte de California, para poner en orden sus cosas y discordias, los atajos a nuevos políticos y algunas disputas territoriales. En el orden del día figuraba igualmente el juicio a Molinas. En este tipo de sesiones se leían cargos a favor y en contra. A Molinas se le había recompensado largamente sus acciones, pero la exposición de vocales y víctimas de sus desmanes redujeron enseguida los márgenes hasta decantar la balanza. La familia Periano reclamaba su cuarto de millón de dólares, los jefes de Las Vegas, más de cien mil, cantidad que palidecía con lo que Jack adeudaba solo en Los Ángeles. Los capos del porno alegaban daños en su industria por los contratos que les había birlado Molinas este alegato de Bompenciero fue demoledor por competencia desleal, y se le acusó de chivatazos a Cleary, el oficial de policía que vigilaba su condicional. La sentencia fue clara: “Termination”.

En aquellos días pocas cosas podían sorprender a Jack, pero una llamada lo hizo: Shirley Marcus, su novia neoyorquina de veinte años atrás, dos divorcios y un hijo, quiso saber de él. “Ven a verme y pasa unos días aquí, el vuelo corre a mi cuenta”. Así pues, el primer sábado de agosto, a eso de la una de la noche, Jack fue a por Shirley al aeropuerto, y de allí a casa.

(Quedaría descartada la teoría de que a Shirley la enviaba la mafia como cebo)

La noche era espléndida y un extraño silencio dominaba el cielo de la colina. Su vecino, el productor de cine Stuart Segall, no estaba. Alguien tenía que saber de su ausencia por un viaje a Palm Springs. Jack metió el Rolls al garaje, que daba a una especie de patio terraza con las vistas más impresionantes de la metrópoli. A eso de las dos, y con ambos asomados al mirador, Jack pronunció sus últimas palabras, propias de su estilo de querer impresionar:

Dime, ¿no es el lugar más maravilloso en el que poder vivir?

En aquel instante una ráfaga de fuego negro cortó el aire. Cinco disparos con silenciador: dos al marco de una ventana, uno al perro, otro al cuello de Shirley y un último a la nuca de Jack, que cayó a plomo al piso.

Shirley tardó en reaccionar, sangraba abundantemente del cuello, pero llegó casi a rastras al teléfono del salón. Balbuceaba a la policía cuando alguien empezó a golpear la puerta. “No abra”. Los golpes cesaron y el último sonido que Shirley recordaría escuchar fue el de un motor en estampida. O más de uno, nunca supo precisar.

Este último detalle saldría en el juicio años después, dado que el testimonio del principal acusado, Eugene Connor, sicario condenado a perpetua, juró que él solo realizó un disparo, que allí había más gente a la misma hora –no menos de cuatro individuos– esperando a Molinas. Uno de ellos, el hombre que aporreaba la puerta, era Joseph Ullo, contratista y también acreedor de Jack.

placeholder Vista de Los Angeles desde Hollywood Hills Mulholland Drive. (Cortesía Explore Travel Guides)
Vista de Los Angeles desde Hollywood Hills Mulholland Drive. (Cortesía Explore Travel Guides)

El equipo investigador, el mismo encargado de la matanza de Charles Manson y que había levantado ampollas en el Departamento de Policía de Los Ángeles, nunca pudo certificar quién estaba detrás del asesinato. Si la mafia, la familia de Gussoff, Joseph Ullo, exprisioneros de Attica y no menos de una decena de posibles en un marasmo de venganzas. Tampoco el FBI pudo nunca precisar los focos y cantidades adeudadas por Molinas, que entre las calles de Los Ángeles y Nueva York superaban ampliamente el millón de dólares.

En el obituario de su muerte, el Times firmaba: “Jack siempre quiso hacer las cosas a lo grande. Fascinado por las apuestas y la estafa, vestía bien, conducía vehículos enormes, gustaba de exhibir sus fondos bancarios y se rodeaba de mujeres hermosas”. Es decir, Jack lo tenía todo, siempre lo tuvo todo: talento, talla, buena familia, los mejores estudios, la entrada a la NBA como el mejor jugador de la Ivy League y puede que de todo el país, un carrerón por delante. Pero Jack Molinas era un enfermo que tal vez nadie resumió mejor que un viejo amigo y compañero de aula: “Prefería un dólar de tu bolsillo que diez regalados”.

………………………..

Hasta sus últimos días, David Stern podía recitar de memoria un corolario de la sentencia de la Corte Suprema del Estado de Nueva York dictada en la apelación de Molinas contra la NBA, por estimar “sacrosanta” la autoridad ilimitada de un comisionado para infligir toda medida punitiva: “It was absolutely necessary for the sport to exhume gambling from its midst for all times in order to survive”. El joven Stern había formado parte del equipo de abogados que preparó la intervención en el Congreso de los Estados Unidos de Walter J. Kennedy, sucesor de Maurice Podoloff en la presidencia de la NBA (1963-75), contra la entrada de la industria del juego en las competiciones deportivas. Durante décadas, entre la jefatura de la mejor liga del mundo, el peligro derivado del caso Molinas y las apuestas fue un tabú intocable, aún reforzado en 2007 por el escándalo de corrupción del árbitro Tim Donaghy. Paradójicamente, el retorno económico de aquel fraude fue positivo para la NBA. A partir de entonces, el incesante acercamiento a Las Vegas, el creciente número de casinos propiedad de algunos dueños y la presión silenciosa de su sucesor en el cargo, Adam Silver, harían a Stern cambiar gradualmente de postura. Lo que hasta entonces había sido el casi único punto de fricción entre Stern y Silver –que la NBA integrara en su orbe comercial el cuantioso negocio de las apuestas deportivas– dejaría de serlo con una sola condición nunca enunciada. No sería en su mandato, llegado a su fin en 2014.

Foto: Patrick Beverley durante un entrenamiento. (Cortesía NBA)

Hoy día el escenario es muy distinto y no tanto su trasfondo. Con las apuestas integradas a la NBA actual, al gran público solo va llegando la inculpación de algún caso marginal y la realidad encubierta de algunos de sus riesgos. En una era en la que esos apostantes –una minoría, según las previsiones de Stern– pueden contactar directamente con los jugadores, el acoso y las amenazas de muerte forman parte de su menú diario y la curva de volumen no hace más que crecer.

Es la inevitabilidad de un ciclo que porta en sí mismo el germen de una patología. En la novela de Neil D. Isaacs, The Great Molinas, una frase despunta con la fuerza de un epitafio: “Para Jack solo había una cosa peor que perder, no seguir apostando”.

Tras los graves escándalos de 1951 el baloncesto americano se creyó a salvo de más peligros por pasar la bayeta a las cañerías. Un puñado de expulsiones y condenas, cuatro titulares y fotos entre comisaría y juzgados, y una apariencia de control probaron que ninguna competición deportiva estaba preparada para impedir el paso a los sindicatos del crimen, la tentación del dinero y personajes como Jack Molinas.

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