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La leyenda de Earl 'The GOAT' Manigault, el mito del básket callejero que no quiso ir a la NBA
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LA HISTORIA DE UN 'DESCONOCIDO'

La leyenda de Earl 'The GOAT' Manigault, el mito del básket callejero que no quiso ir a la NBA

No tenía altura, conocimientos de táctica ni un estudio profundo del juego... pero poseía todo lo demás. Todo. Eso que te hace distinto. Pero las drogas se cruzaron en su camino

Foto: Earl Manigault, un jugador que siempre fue distinto. (CC)
Earl Manigault, un jugador que siempre fue distinto. (CC)

13 de junio de 1989. Cuarto partido de las finales. Lakers contra Detroit Pistons. Los Bad Boys arrasan. Pum, campeones, a casita los púrpura, adiós a toda esa historia del showtime, aquí triunfan la intensidad y los golpes bien dados. Fue el último partido de una leyenda llamada Kareem Abdul-Jabbar.

Sucede que aquello era serio, tío, muy serio, así que los Lakers homenajearon al pívot unas semanas antes. Fue contra los Seattle Supersonics, en el Forum de Inglewood (ya no hay Forum, ni Seattle Supersonics, ni nada como Kareem Abdul-Jabbar). Cargaba a sus espaldas más de 1.500 partidos, varios títulos, todos los logros que uno pueda imaginarse, historias de vida y deporte como para escribir siete series de esas coñazo. Aquel día, un periodista le preguntó: 'Oye, Kareem... ¿quién es el mejor jugador al que te has enfrentado nunca?'. Él piensa. A ver, de Jerry West en adelante los vio a todos. Quizá Magic, o el Dr. J, o Larry Bird, o ese muchacho joven, el tal Michael Jordan. Pero Kareem responde, seguro: 'Oh, fue Earl Manigault. The GOAT. Earl Manigault. O Manigoat'.

Yo de Manigoat escuché hablar (leí, más bien) en el maravilloso libro Coast to Coast. Un viaje por los márgenes de los Estados Unidos a través del baloncesto, escrito por Fernando Mahía y aparecido en Contra Ediciones. Allí, antes de nada, te contextualizan todo el rollo. Que si la unión entre los afroamericanos y el baloncesto tiene su origen en la Gran Migración Negra, ese movimiento que llevó a seis millones de negros desde el sur racista hasta las industrias del norte tras la Guerra Civil (que terminó con los esclavos de derecho, pero no con la esclavitud de hecho). Enormes bolsas de recién llegados a sitios como Chicago, como Detroit, como Nueva York. Fueron esas comunidades las que adoptaron el básket como pasatiempo. Y lo hicieron a su manera. En canchas de asfalto, en barrios obreros. Con imaginación, con fantasía, con jazz, improvisaciones y rostros sonriendo. Se pasó así de un juego sosainas, rígido y aburrido... a lo que es hoy. Mates, tiros imposibles, pases cuyo único objetivo es, sí, molarlo todo. Y lo molan. (De John Stockton a Magic Johnson, si quieren carnaza y polémica).

placeholder Magic Jonhson, en un partido reciente en Estados Unidos. (EFE/Phil Powell)
Magic Jonhson, en un partido reciente en Estados Unidos. (EFE/Phil Powell)

Y en Nueva York, en Harlem, surgió Rucker Park. Una catedral al aire libre, que son las catedrales más bellas. Entre la 155 y Frederick Douglas Boulevard. Allí se juega desde siempre, pero el nombre se lo dio Holcombe Rucker, un tipo interesantísimo que tiene tanto de promotor deportivo como de dinamizador social. Alguien que fundó el torneo veraniego al aire libre más importante del mundo (el torneo veraniego al aire libre donde trotaron tíos como Wilt Chamberlain o Kevin Durant), pero que miraba las notas de los chavalines antes de dejarlos jugar, porque era aquello (la educación) lo que podía sacarlos de pobres. Un mito, vaya. Como la pista. Olviden todos sus prejuicios, aquí pueden ver baloncesto de tanta calidad como en cualquier partido que me citen. Solo que con ese toque desenfadado, un poco arcade. De asfalto y sombra, sí...

Historias de superación, de chicos que empezaron en la calle y terminaron por conquistar el mundo. Julius Erving, Wilt Chamberlain. También, claro, la otra cara. Joe Hammond, 'Pee Wee' Kirkland. Ellos rechazaron ir a la NBA. Para qué, colega, si gano más pasta vendiendo caballo por el Harlem. Déjeme usted tranquilo, yo me marcho al Rucker para echarme unos tiros. Por cierto, quiere uno. Un tirito, sí, ya sabe. Jijí, jajá.

Y luego estaba Earl. Earl Manigault.

Earl Manigoat...

Una historia insuperable

Earl Manigault nació en Charleston allá por septiembre de 1944, pero pronto acompañó a toda la familia hasta Nueva York. No, Nueva York no... Harlem, que es algo bastante distinto a los planos que ven ustedes en pelis de Hollywood. Sin glamour, sin musicales, sin gente tomando bebidas esnobs mientras visten modelitos carísimos y hablan sobre crisis de la mediana edad... No, diferente. Bloques y bloques, esquinas donde pasan cosas (cosas), sensación de "preferiría no estar aquí cuando caiga el sol". Y pistas callejeras. Pistas callejeras de básket.

placeholder Larry Bird es otro de los jugadores icónicos. (Reuters/Christian Hartmann)
Larry Bird es otro de los jugadores icónicos. (Reuters/Christian Hartmann)

Es allí donde empieza a jugar Earl. Con éxito, tío. Tiene una educación regular, tampoco va sobrado de carisma, el tema pasta ni mentarlo... Pero es ir a la cancha y, joder... se transforma, macho, se transforma. La introspección queda al margen y Earl muta en un bocazas provocador y gracioso, un Ali de la pelota naranja, el mejor que hayas visto, el peor a quien te vas a enfrentar. No tiene altura, no tiene conocimientos de táctica, no tiene un estudio profundo del juego... pero posee todo lo demás. Todo. Eso que te hace distinto. El flow, el picorcete, el juego de piernas, el salto vertical, la sonrisa, el trash talking. Todo. Todo.

El tío empieza con la ortodoxia, no vayan a pensarse. Vamos, equipos de colegio, de instituto, hasta mirar un poco más allá. Todos con la misma camiseta, oigan. En el cole, estrellita. Un partido, mete cincuenta y dos puntos, montones de gente van a verlo jugar. Tampoco se me vuelvan locos, que eso pasa con todos los futuros figuras... Yo no sé qué hay en Estados Unidos, pero siempre tienen los pabellones de colegio a rebosar porque, mira, ese, ese, ¿lo ves?, ese va a ser la leche. Supongo que tampoco hay muchas más opciones de ocio, tú...

Dicen, también, que si en aquel tiempo fue cuando le pusieron el apodo. Un profesor algo obtuso, que no se aclaraba con el apellido. Mani... espera, a ver... Manigoat. Joder, Mani la Cabra, nada menos. O, vuelve a esperarte... Mani, el GOAT. Oh, sí, es un acrónimo. Earl estaba encantado. Greatest of all time. El mejor de siempre. Sí, llámenme Manigoat.

De aquel entonces datan los primeros problemas de Earl con el demonio de su vida. Al básket, amor... las drogas, odio. O amor-odio, ya me entienden. Lo expulsan por fumar porritos, termina la secundaria con una nota que te firmaría cualquier concursante de Gran Hermano (es un decir, porque este terminó). Pasa que sobre la cancha era un genio, así que las universidades se lo rifan. A ver, igual no Harvard o Stanford, pero sí un montón de ellas. Earl no se decide. Igual es vértigo, igual es que, sencillamente, le gustaban las cosas como están. Así que opta por la Johnson C. Smith University, que está en Charlotte (tierra de abejorros, cuentan), y a la que acudían casi exclusivamente alumnos negros. Años sesenta, pónganse en situación, era la salida menos problemática. Supuso, a largo plazo, la menos correcta. Porque allí estaba para jugar al baloncesto (la teoría de cuerdas no era lo suyo), y resulta que topó con un tal Bill McCollough de entrenador. Alguien... cómo decirlo... durillo. Estricto. Poco dado a lo extravagante, a lo fantástico, a sacar pies fuera del libreto. Alguien que jamás entendería al GOAT. En fin, una batalla perdida.

La leyenda... y el infierno

Así que Earl abandona. Cuentan que si en un partido se pasó algunas indicaciones de McCollough por la zona perianal, con el resultado de veintisiete puntos en su haber y un enfado enorme del míster. Cuentan que si jugaba cada vez menos, que si su novia estaba embarazada, que si tenía morriña de casa, de Rucker Pack, de las fiestas con los colegas. Cuentan que si volvió a Harlem, y que allí empezó un camino hacia la leyenda y un descenso hasta los infiernos. Mate doble. Alcohol y heroína.

Digamos que Earl era adicto y que hacía esas cosas que hacen los adictos. Robar, gastárselo todo en un chute, pasar tiempecillos en la cárcel. Pero es que, además de adicto, Earl era un genio. En lo suyo, en el baloncesto alegre, desenfadado, fanfarrón y pendenciero de Rucker Park. El mejor que hubo. El mejor de siempre. Allí reinaba por pachangas que iban desde la relajación entre charletas hasta la seriedad rollo 'Final Juegos Olímpicos'. Invencible. Rápido, explosivo, tenía imaginación, tenía creatividad, tenía, también, un AK-47 en la muñeca. Estuvo muy cerquita del profesionalismo, en un campus veraniego de los Utah Stars, equipo de la ABA. Pero, claro... llévate tú a un Manigoat hasta Utah y hazle entender que todo aquello es así de verdad, que no hay trampa ni cartón, que nadie va a salir de una tarta gritando 'sorpresa' y diciendo que era broma, al fondo hay rayas de farlopa, mira qué de bares abiertos. Vamos, imposible. Tampoco pareció importarle mucho. "Soy un hombre rico, tío, tengo millones dentro de las venas", dijo una vez. El adicto trabaja por y para su adicción.

También por y para divertirse. Alrededor de Earl empiezan a crearse leyendas. Que si para ver sus partidos se apiñaban miles de personas en Rucker Park. Que si una vez le ofrecieron sesenta pavos por hacer veinte mates de espalda durante un encuentro y acabó haciendo treinta y dos (y metiéndose los sesenta pavos, se supone). Que si le ponían monedas de veinticinco centavos en la parte alta del tablero para que las cogiese antes de matar. Y, mito de mitos, que si podía hacer el famoso 'doble mate', una jugada en la que machacaba con una mano y, sin dejar caer el balón, volvía a machacar con la otra. Todo eso en el aire. Todo eso a velocidad endiablada. Todo eso en mitad de un partido. Todo eso para exhibirse, porque la vida sin exhibirse es mucho menos vida...

placeholder Michael Jordan, otra de las leyendas de la NBA. (Reuters/Mike Blake)
Michael Jordan, otra de las leyendas de la NBA. (Reuters/Mike Blake)

Es la época álgida del playground, los partidos callejeros, con jugadores de la NBA pasando a veces por Rucker Park para echarse sus pachangas, para expresar admiración. En una de esas, Julius Erving se acercó a Manigault. "Dios, es verdad todo lo que había oído contar sobre ti". Imaginamos que Earl sonríe, que Earl se mete unos pavos en el bolsillo, que Earl sale rápido, buscando sus cosas. O igual no, igual aquello pudo enternecerlo, aunque no durase demasiao.

¿Más trucos? Lo de meterla hacia abajo saltando sobre el jugador de más altura de ellos. Eso que los horteras de hoy (vivimos una auténtica epidemia de horteras, hoy) llaman 'posterizar'. Pues The GOAT... bumm. O hacer un mate con giro de trecientos sesenta grados... añadiendo ciento ochenta más. Giro y medio, giro y medio. Parece increíble, y a esa leyenda ayuda que casi no existan imágenes de Manigault a pleno rendimiento, pero es que los testimonios son tantos... Y los testimonios tienen apellidos como Archibal, Alcindor o Monroe, ojo. (Ah, medía un metro y ochenta y cinco centímetros. Por si quieren fliparse más).

A su leyenda ayuda que casi no existan fotos de Manigault, pero es que los testimonios tienen apellidos como Archibal, Alcindor o Monroe...

La estrella de Manigoat se fue apagando a medida que su cuerpo sufría achaques del presente y del ayer. Volvió a su Charleston, lejos de Harlem. Pintó casas, cortó el césped, hizo chapuzas aquí y allá. Intentaba ser mejor, intentaba escaparse de algo bien jodido. Finalmente, retorno a Nueva York. Dicen que si pasó los últimos años advirtiendo a los niños sobre todo aquello que él conocía. Hubo un The GOAT Tournament, hubo un Walk Away From Drugs. Hubo, incluso, una peli sobre su vida, que se titula Rebound y que pudo ver por poco. La estrenaron en 1996, él murió un par de años más tarde.

"En todo Michael Jordan hay un Manigault oculto que puede despertarse si algo falla. No puedes hacer todo bien", dicen que dijo un día. A Earl Manigault, le decían GOAT, le tocó vivir con todos esos fallos...

13 de junio de 1989. Cuarto partido de las finales. Lakers contra Detroit Pistons. Los Bad Boys arrasan. Pum, campeones, a casita los púrpura, adiós a toda esa historia del showtime, aquí triunfan la intensidad y los golpes bien dados. Fue el último partido de una leyenda llamada Kareem Abdul-Jabbar.

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