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El Partido del Siglo, cuando unos universitarios revolucionaron el EEUU de los años 60
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El Partido del Siglo, cuando unos universitarios revolucionaron el EEUU de los años 60

Hubo un tiempo en que Kareem Abdul-Jabbar era Lew Alcindor, el pívot más dominante de la historia del baloncesto... y no fue el protagonista del "mejor partido jamás concebido"

Foto: Fotografía de 'El Partido del Siglo'. (Getty/Bettmann)
Fotografía de 'El Partido del Siglo'. (Getty/Bettmann)

Resulta impensable imaginar a Kareem Abdul-Jabbar y no visualizarlo ejecutando su legendario skyhook con sus goggles, aquellas gafas transparentes que vestía en la cancha. Sin embargo, ni el legendario jugador se llamó siempre así, ni aquellas gafas protectoras formaron en todo momento parte de su atavío deportivo. Lew Alcindor comenzaría a utilizar las icónicas antiparras cansado de que los desesperados rivales le lastimaran los ojos inintencionadamente pero con cierta frecuencia.

Así había sucedido el 18 de enero de 1968 en la ciudad de Los Ángeles, en el Pauvey Pavilion, la instalación cubierta en la que lleva disputando sus encuentros como local el equipo de baloncesto de UCLA desde hace 56 años. Aquel partido no había tenido nada de extraordinario. Los chicos de John Wooden se habían deshecho con la habitual sencillez de sus contrarios, los Portland Pilots, que volvieron a Oregón tras una derrota sin paliativos (93-69).

placeholder Kareem Abdul-Jabbar, en la actualidad. (REUTERS/Mike Segar)
Kareem Abdul-Jabbar, en la actualidad. (REUTERS/Mike Segar)

El único lunar de la noche tuvo que ver con un problema ocular sufrido por la estrella del equipo. Lew Alcindor notó un intenso dolor en un globo ocular mientras se fajaba con dos contrarios bajo la canasta rival. Lo que no parecía revestir de mayor gravedad, resultó ser un involuntario arañazo en la córnea de uno de sus ojos. El problema, más allá de la dolencia y sus posibles consecuencias, estribaba en que sólo 48 horas más tarde, los Bruins angelinos visitaban a los Cougars de Houston para disputar algo más que un partido de baloncesto.

Eddie Einhorn había llevado a la práctica una idea que, por extravagante, tenía a los mundos del baloncesto, la universidad y la televisión pendientes del experimento del joven emprendedor televisivo. Einhorn contaba con 32 años pero tenía para sí el convencimiento de que desde el inmovilismo no podían hacerse negocios que merecieran la pena. Poco le importaba saberse mirado con lupa ante lo que había organizado con la visita de UCLA a Houston. Como los toreros valerosos, había decidido que sería una jornada de puerta grande o de enfermería, pero que daría que hablar.

Los Bruins llegaban a Texas con un récord de 13-0 en la temporada y un acumulado en fase regular de 47 encuentros consecutivos ganados durante dos temporadas y media, la segunda racha más importante de la historia de la NCAA tras la de 60 que habían logrado la década anterior los Dons de Bill Russell. Alcindor era la rutilante estrella del equipo, un conjunto universitario que había ganado la competición nacional en tres de las últimas cuatro campañas y que tenía en John Wooden a la traslación de Red Auerbach al campo del basket aficionado estadounidense.

Enfrente, los Cougars de Houston presumían de un pívot de solo 2,06 pero tan fuerte y ágil como un felino de la sabana. Un jugador con una obsesión por vencer que rayaba lo enfermizo. Elvin Hayes, se veía desde lejos, tenía reservado un asiento en el autocar del baloncesto profesional. No gozaba de los múltiples talentos de Lew Alcindor pero era capaz de retar a tres como él al mismo tiempo en la pintura.

“Tenía algo que demostrar. Elvin tenía más orgullo que otros diez jugadores juntos. Y sentía que estaba inmerso en una misión. Quería que la gente descubriera quién era Elvin Hayes”, recordaba tiempo más tarde Howie Lorch, el que fuera durante aquel tiempo compañero de habitación de quien era motejado como “The Big E”.

Einhorn se había lanzado a poner al servicio de los telespectadores algo que nadie había llevado a cabo hasta entonces. Se las había ingeniado para que un partido de la fase regular de la NCAA en medio del mes de enero fuera transmitido para todo el país. Algo que dicho hoy puede causar hilaridad pero que no era ninguna fruslería para la época.

Para ello tuvo que poner de acuerdo a tanta gente que aunque solo fuera por el trabajo de producción previo al partido, habría merecido el reconocimiento de la pujante industria norteamericana del entretenimiento. Dada la dimensión del proyecto, se acordó que el partido entre Houston y UCLA se trasladara al Astrodome, el primer pabellón multiusos techado del mundo. Unas instalaciones en las que, según la disciplina que se fuera a disputar, ofrecían asiento para varias decenas de miles de personas. Tras su inauguración en 1965, sirvió como modelo para multitud de recintos similares que fueron construyéndose tanto en los Estados Unidos como en otros países.

Foto: Juan Antonio Corbalán. (EFE)

Convencido como estaba de que televisar para todo el país un partido de aquellas características sería un éxito, Einhorn hiló muy fino en su emprendimiento y se puso el mundo por montera al negociar con un sinfín de televisiones locales y regionales, que sindicadas, sirvieron para tejer una red tan útil como novedosa. Finalmente serían 120 las teles que se desconectarían de la programación nacional para emitir el partido y enfurecer con ello a los dirigentes de las grandes cadenas. Fue algo insólito, no en vano, hasta que Eddie Einhorn lo hizo para aquella noche, nadie lo había llevado a cabo con anterioridad.

La narración del choque entre Alcindor y Hayes corrió a cargo de un joven locutor californiano que solía cubrir la temporada del equipo de John Wooden. Dick Enberg no era nadie muy renombrado pero contaba con el talento y el entusiasmo suficientes para que el uso de la palabra no terminara siendo un problema dentro de la maraña de asuntos que había que afinar para la ocasión, entre ellos, la transformación de un estadio de semejantes dimensiones en un lugar para ver baloncesto.

A diferencia de lo que se hace hoy en día en recintos de grandes dimensiones, donde el evento en cuestión se lleva a una de las esquinas para aprovechar así la cercanía de las gradas al juego, en aquella primera vez del Astrodome se situó la cancha en el centro mismo del estadio. La idea llevó aparejado un peaje nada desdeñable, y es que los espectadores más cercanos se encontraban a un centenar de metros del partido. El problema no surgió tanto por lo alejada de la posición de los entusiastas fanáticos, sino con el qué hacer con los periodistas y los que habían pagado entradas a precio de oro para asistir a un montaje de semejante relumbrón. Aguzando el ingenio, la organización tuvo a bien diseñar unos agujeros en el suelo del recinto, a modo de madrigueras, a medio camino entre las gradas y el parquet. Así, los anteriormente mencionados podrían disfrutar de una cercanía próxima a lo ideal y los espectadores no tendrían a nadie delante tapándoles la visión del encuentro.

De repente, el problema en el ojo de Alcindor se convirtió en una cuestión que podía llevar al traste la compleja organización de un simple partido de baloncesto que era muchísimo más que eso. La dimensión del evento alcanzó tal magnitud que acabaría pasando a la historia como “El Partido del Siglo” (“The Game of the Century), pero para que eso terminara ocurriendo, Lew Alcindor tenía que jugar. Como fuera. Los Bruins llegaban a Houston con un 13-0 pero es que los Cougars tampoco eran mancos con su 12-0. El sumatorio del partido, los rivales, la organización, el recinto y la retransmisión para todo el país fue haciéndose tan grande que parecía el Ali-Frazier años antes de que el primero de estos enfrentamientos tuviera lugar. La estrella neoyorquina de UCLA no podía no comparecer, aunque sería su salud la que tendría la última palabra.

UCLA, eso nadie lo dudaba, era el equipo más fuerte de la NCAA y aunque Houston podía tener algunas opciones para imponerse a los de California, el bloque liderado por quien años más tarde se cambiaría el nombre por el de Kareem Abdul-Jabbar era superior, a priori, a cualquiera que osara pensar en batirlos. Los 47 partidos seguidos sin perder eran su mejor tarjeta de presentación.

Sin embargo, los dos mejores jugadores de los Cougars se veían capacitados para dar la campanada. El que años más tarde sería base campeón de la NBA con los Celtics, Don Chaney, era muy claro: “Se me podrían cruzar en mi camino un millón de gatos negros y, aun así, sé que ganaríamos el partido”. Hayes, la indiscutible figura local creía que “vamos a estar mentalmente preparados para enfrentarnos a ellos. UCLA viene a por ti con esa molesta presión que tienen, pero nosotros podemos superar esa presión y podemos vencerlos si jugamos nuestro juego”. Respecto a si creía si Alcindor podría jugar, Elvin Hayes se mostró lo deportivo que puede esperarse que sea alguien que desea enfrentarse al mejor: “Espero que pueda jugar y que esté físicamente en su mejor versión. Así, no tendrán excusa si los ganamos. Creo que los vamos a vencer incluso si acaba jugando Alcindor”.

Indudablemente el espigado pívot de Nueva York confirmó que jugaría y cada pieza del enorme engranaje que suponía en todos los sentidos la producción de aquel evento sonrió. El 20 de enero de 1968 se presentaron 52.693 almas en el Astrodome. Cada una de ellas con una motivación distinta, pero ninguna era ajena a que lo que se viviría esa noche sería único en muchos sentidos. Era un partido de temporada regular, de baloncesto universitario y era sábado. Millones de norteamericanos habían modificado sus planes para sentarse en familia frente al televisor. Era UCLA contra Houston. Alcindor contra Hayes. Una partido de baloncesto en medio de un edificio en el que se podía jugar a fútbol americano o a béisbol. Era Eddie Einhorn contra quienes veían en esa idea un fracaso indudable porque el país no estaba preparado para abrazar semejante tinglado.

En la primera parte del choque fueron los ataques quienes brillaron sobre las defensas. Eran el número 1, UCLA, contra el número 2 del país, y la exuberancia anotadora se impuso, dejando claro que las dos escuadras estaban a la altura de las expectativas y que habían dejado los nervios en los vestuarios. Sin embargo, Lew Alcindor no parecía ser capaz de sacar partido a sus 2,18 de estatura (acumulaba unas medias de 28,4 puntos y 15,4 rebotes) y veía el aro con dificultad. Pese a todo, tras los 20 minutos de rigor, los equipos volvieron a sus cuarteles muy igualados. Houston aventajaba ligeramente a los visitantes por 46-43.

El planteamiento cambió el escenario totalmente en la reanudación con los lógicos ajustes en defensa que se notaron en el progresivo empobrecimiento de las anotaciones. Lo que no sufrió modificación fue la escasa aportación de la estrella de UCLA. Pese a que Hayes no tenía asignado el emparejamiento en defensa de Alcindor, negó el tiro de este con tres tapones que volvieron locos a los asistentes. No parecía haber lugar a la duda, Lew Alcindor estaba sufriendo su problema en la córnea más de lo esperado.

En todo caso, el enfrentamiento entre los dos mejores equipos del momento llegó a los instantes finales igualado, tal y como buscaba todo el país... y, sobre todo, Einhorn. Con empate a 69, Elvin Hayes fue objeto de falta y convirtió los dos tiros libres de los que dispuso. Con el 71-69, el californiano Lucius Allen lanzó a canasta pero no fue capaz de anotar. Ni siquiera en la última jugada, solo desde una esquina, Lynn Shackelford, el gran tirador de UCLA pudo convertir para lograr el empate.

El Partido del Siglo se lo llevó Houston con un Elvin Hayes que consiguió aupar a su equipo gracias a los 39 puntos y 15 rebotes que atesoró en un esfuerzo descomunal. De Alcindor se supo que tuvo que jugar con la visión de un solo ojo y sólo anotó 15 puntos en una serie muy pobre de 4 canastas de 18 intentos. Eso sí, con el paso de los años, Howie Lorch, el compañero de habitación de Hayes, seguía declarando que tenía claro lo que le sucedió a Lew Alcindor: “El único problema que tenía en la vista es que tenía que mirar a Elvin Hayes”.

Foto: Craig Hodges, en una imagen cedida por Capitán Swing.

Cientos de aficionados corrieron desde las gradas hasta la cancha invadiéndola plenos de alegría, pasando por el camino por encima de las madrigueras en las que estaban insertos los VIP y los periodistas, que tuvieron que agacharse para no ser aplastados por los exultantes fans.

No cabe ninguna duda de que el encuentro pasó a los anales de la historia porque Houston batió a la favoritísima UCLA de Wooden y Alcindor y de que al visionario Einhorn le salió todo a pedir de boca. Eso sí, Lew Alcindor y John Wooden tomaron buena nota de lo sucedido en el Astrodome y ocho semanas después, en las semifinales del Torneo de la NCAA aplastaron a los Cougars de Hayes por 101-69 antes de llevarse el título frente a North Carolina.

El Partido del Siglo dejó una profunda huella pese al paso del tiempo, porque como escribiría al día siguiente Wells Twombly en el Houston Chronicle: “Este ha sido el partido de baloncesto más fantástico jamás concebido por la mente humana”.

Resulta impensable imaginar a Kareem Abdul-Jabbar y no visualizarlo ejecutando su legendario skyhook con sus goggles, aquellas gafas transparentes que vestía en la cancha. Sin embargo, ni el legendario jugador se llamó siempre así, ni aquellas gafas protectoras formaron en todo momento parte de su atavío deportivo. Lew Alcindor comenzaría a utilizar las icónicas antiparras cansado de que los desesperados rivales le lastimaran los ojos inintencionadamente pero con cierta frecuencia.

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