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'The End': Tilda Swinton le canta al fin del mundo en un musical insoportable
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'The End': Tilda Swinton le canta al fin del mundo en un musical insoportable

El documentalista Joshua Oppenheimer ('The act of killing') se pasa a la ficción con un drama familiar postapocalíptico, cantado y bastante indigesto

Foto: Michael Shannon, George MacKay y Tilda Swinton en 'The End', de Joshua Oppenheimer. (Avalon)
Michael Shannon, George MacKay y Tilda Swinton en 'The End', de Joshua Oppenheimer. (Avalon)

Era una apuesta marciana, marcianísima, que podría haberse convertido en una rareza de culto o en una combinación imposible con más esfuerzo que resultado. Y The End, un musical distópico sobre una familia de pijos que sobrevive un cataclismo mediambiental, es más bien lo segundo. Joshua Oppenheimer, documentalista prestigioso que renovó el género con sus imprescindible El acto de matar (2012) y La mirada del silencio (2014), ambas sobre las matanzas anticomunistas en la Indonesia de los sesenta, se lanzaba a rodar su primera ficción, un intento de amalgamar cine de autor, ciencia ficción, ecologismo y actores cantando. Osadía toda, desenlace cuestionable. Y eso en un año de mezclas llamativas en el campo del cine musical: desde Emilia Pérez, de Jacques Audiard, sobre la transición a mujer de un narcotraficante mexicano, hasta Polvo serán, de Carlos Marqués Marcet, alrededor de la eutanasia. Tampoco nos encontramos frente a ninguno de los musicales -también muy arriesgados pero memorables- de Leos Carax.

En la apocalíptica The End, que compitió en la Sección Oficial del pasado Festival de San Sebastián, Oppenheimer viene a decir: si llega el fin del mundo, que nos pille cantando y bailando.

Tiene algo de operístico el diseño de producción de The End. Una se imagina fácilmente la película dentro de los decorados del Teatro Real. Son bellos y suntuosos, pero no son verdad. Ni tan siquiera para un espacio que se supone una recreación de una recreación de una recreación. No vemos una habitación, sino cuatro paneles que hacen de paredes. Tampoco vemos a un niño, sino a un George MacKay (1917, La bestia) de treinta y tres años en el papel de un púber. Entendiendo que esa es, precisamente, la propuesta, la de, por un lado, un viaje a la fantasía naíf de la edad de oro de los musicales del estilo de El mago de Oz (1939) y la crítica, por otro, a los subterfugios que se construye el ser humano para liberarse de la culpa. Quizás sean demasiadas capas de artificio para llegar a algún tipo de verdad.

Oppenheimer se demuestra apasionado de los musicales clásicos -incluso hay un guiño al Dick van Dyke de Mary Poppins en una escena desconcertante de musical dentro del musical-, pero parece más preocupado en reproducir los simbolismos de ese artificio que en cuidar el fondo de la cuestión. Tampoco la puesta en escena se arriesga tanto como la premisa, plagada de planos medios y planos contraplanos que, como se dice vulgarmente, ni chicha ni limoná. Ni The End es un despliegue visual tecnicolor ni las canciones son memorables ni los protagonistas se mueven en busca de un objetivo muy claro: más bien al contrario, simplemente buscan sobrevivir bunkerizados, estáticos en un espacio cerrado y decadente.

placeholder Tilda Swinton es la madre de familia en 'The End'. (Avalon)
Tilda Swinton es la madre de familia en 'The End'. (Avalon)

Lo más interesante de The End es, probablemente, la relación a la que Oppenheimer empuja al espectador para con los protagonistas. El film arranca con una familia burguesa, intelectual y algo pretenciosa -el film también habla de las máscaras y la ocultación-, que vive en dicha salina subterránea, no sabemos inicialmente por qué, ni quiénes son ni cómo han llegado allí. Puesto que nuestro protagonista jamás ha salido al mundo exterior ni conoce lo ocurrido antes de su propia existencia, poco podemos saber también nosotros, un contexto que acabará desvelado en un esperable giro de guion.

Tenemos a un padre, una madre y un hijo sin nombres, interpretados por Michael Shannon (Tres anuncios en las afueras, 2017), Tilda Swinton (La habitación de al lado, 2024) y MacKay. Una familia que se quiere, con sus pequeños conflictos sobre el matiz del color de las paredes, que vive una existencia diletante de pinturas, lecturas y cultivos hidropónicos.

Sin embargo, hay algo que el espectador desconoce, que se le oculta, y que se apunta en las pesadillas que impiden el sueño de la madre o los simulacros de incendio que, de vez en cuando, lleva a cabo la familia. Junto a ellos, además, conviven dos personas de servicio: una especie de amiga-ama de llaves (Bronagh Gallagher) y un mayordomo (Tim McInnerny). La primera conoce a la madre desde antes de ser madre y, de vez en cuando, le confiesa al hijo las pequeñas deformaciones de la realidad con las que la progenitora decora su biografía. Así, poco a poco, como si fuese Truman en su show, irá cuestionando su propia historia, la de su familia y la de todo su mundo. Por allí también pulula un médico que apenas aparece (Lennie James), del que pronto nos olvidamos y no sabemos muy bien qué pinta.

placeholder George MacKay es el hijo de esta familia superviviente. (Avalon)
George MacKay es el hijo de esta familia superviviente. (Avalon)

Como en La zona de interés (2023) -pero partiendo de la pura ficción-, los personajes deciden ignorar el horror que ocurre al otro lado de su universo. Hasta que la irrupción de una chica que viene de fuera (Moses Ingram) rompe la fantasía familiar, recordándoles que, efectivamente, existe ese fuera. Porque, más que una crítica ecologista, The End es un tratado melódico sobre las formas autoengaño. Sobre cómo, en general, el ser humano antepone su propia comodidad a la justicia o la asunción del privilegio.

Si en sus documentales Oppenheimer utilizaba una ficcionalización de la puesta en escena para llegar a la verdad y conseguir que sus protagonistas confesaran y reinterpretaran sus crímenes -y así incidir en la necesidad de los asesinos de distanciarse emocional y psicológicamente de sus propios actos-, en The End el artificio es tal que dificulta encontrar algo de vida dentro. En una película que habla del autoengaño, Oppenheimer ha sucumbido al peor de los enemigos de la creación artística, que es, precisamente, el autoengaño. Que es lo que ocurre cuando, en la búsqueda de la verdad, el creador se conforma con lo conveniente. Son tantos los artefactos en The End que es fácil perderse por el camino.

Pero el principal problema de The End es la sensación de inmovilismo, de que la película no avanza y se limita a una sucesión de postales de la extraña cotidianidad de la familia, de conversaciones pretendidamente existenciales en las que se siente más la intención de los guionistas -junto a Oppenheimer, el danés Rasmus Heisterberg y el japonés Shusaku Harada- que la emoción de los personajes. Aplaudida la osadía de la premisa, The End resulta en una experiencia a ratos vergonzosa, a ratos insoportable y, sobre todo, terriblemente hueca.

Era una apuesta marciana, marcianísima, que podría haberse convertido en una rareza de culto o en una combinación imposible con más esfuerzo que resultado. Y The End, un musical distópico sobre una familia de pijos que sobrevive un cataclismo mediambiental, es más bien lo segundo. Joshua Oppenheimer, documentalista prestigioso que renovó el género con sus imprescindible El acto de matar (2012) y La mirada del silencio (2014), ambas sobre las matanzas anticomunistas en la Indonesia de los sesenta, se lanzaba a rodar su primera ficción, un intento de amalgamar cine de autor, ciencia ficción, ecologismo y actores cantando. Osadía toda, desenlace cuestionable. Y eso en un año de mezclas llamativas en el campo del cine musical: desde Emilia Pérez, de Jacques Audiard, sobre la transición a mujer de un narcotraficante mexicano, hasta Polvo serán, de Carlos Marqués Marcet, alrededor de la eutanasia. Tampoco nos encontramos frente a ninguno de los musicales -también muy arriesgados pero memorables- de Leos Carax.

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