'Warfare': una película antibelicista que te hace sentir dentro de una guerra sin épica ni heroísmos
Después de presagiar una guerra civil en Estados Unidos en 'Civil War' (2024), Alex Garland recupera un episodio de la Guerra de Irak junto al 'navy seal' Ray Mendoza
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Después de presagiar una guerra civil en Estados Unidos en Civil War (2024) debido a un presidente atrincherado en la Casa Blanca en un tercer mandato -ilegal según su Constitución-, el británico Alex Garland insiste en sus premisas bélicas, esta vez con Warfare, una película pegada -pegadísima- a los hechos reales, quizás la ficción de guerra más realista de los últimos tiempos, una experiencia inmersiva para quien quiera sentir la emoción -o la falta de ella- en una misión militar, en este caso, en Oriente Próximo. Garland -guionista de 28 días y 28 años después, director de Ex Machina (2014), Aniquilación (2018) y la serie Devs (2020), estas tres últimas de ciencia ficción- ha querido despojar de épica e, incluso, de construcción dramática clásica a un film en el que apenas se presenta a los personajes ni de dónde vienen, donde el único arco de personaje posible es la corroboración de que la guerra es una mierda, de que la guerra mata y traumatiza, de que la guerra no es un videojuego. Aunque a ratos parezca que sí.
Todo se polariza en este siglo XXI. También el cine. Casi como en una vuelta a los orígenes, pareciera que ya sólo existen dos puntos de partida en la ficción de primera línea: las grandes fantasías evasoras -los Minecraft, los Marvel, los Disney- o la reproducción de la realidad con una fidelidad obsesiva, como es el caso de Warfare. En ella, Garland ha elegido un suceso concreto de la Guerra de Irak en 2006 para concentrar sus reflexiones sobre las guerras, en general, desde que el hombre es hombre. Y, sobre todo, esas guerras modernas de la deshumanización total en las que el enemigo es un mero punto blanco en un mapa satelital. Se dice que el ser humano siente afinidad con los perros porque son de los pocos mamíferos que comparten con los humanos la esclerótica blanca, vehículo imprescindible para la empatía. Poca compasión despierta un círculo blanco sin esclerótica ni rostro ni nombre.
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Como decía, Warfare escoge un momento muy concreto, sencillo, sin tramas imbricadas ni misiones imposibles: año 2006, un grupo de navy seals -comandos de élite entrenados para combates no tradicionales- estadounidenses se cuelan en una casa de Ramadi, una ciudad situada milimétricamente en el centro de Irak, para vigilar unos comandos yihadistas. Cuando les descubren, deben intentar salir de allí. Así de simple, así de complicado. De ahí su título, Warfare -guerra, en español-, seco, conciso, con ese fare final que invoca el coste -humano, psicológico, social- de la contienda.
Para conseguir la precisión y el rigor tan buscados, desnudos de muchas de las herramientas dramáticas convencionales en favor del verismo, Garland se ha acompañado tanto en el guion como en la dirección de Ray Mendoza, uno de los navy seals protagonistas del incidente, a quien interpreta D'Pharaoh Woon-A-Tai en la película. Y gracias a la experiencia personal de Mendoza descubrimos -aunque ya lo intuíamos- que la guerra son muchos tiempos de espera, de horas muertas en posiciones estáticas, que la guerra es orinar en una botella, que la guerra es incómoda -en este caso calurosa y llena de polvo-, que la guerra también es desconcierto, descontextualización, torpeza. Y que dicen que exite un Dios en cada bando, pero que más que un designio divino la muerte parece una lotería.
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Warfare se toma su tiempo para enseñar lo que las otras películas bélicas omiten, por aquello del ritmo y la heroicidad. Aquí un soldado se entretiene pasando el dedo por el polvo de una reja, otros se sientan en silencio, escuchando las órdenes radiadas y tomando apuntes. Al francotirador le duele la espalda y debe estirarse cada cierto tiempo, y, si el enemigo ataca, probablemente haya que volver a por el arma y la mochila, apostadas en una esquina.
Garland y Mendoza son estrictos con el punto de vista: los personajes iraquíes sólo se ven a través de la mirilla de un arma, o de un satélite, salvo en el caso de la familia residente en la casa asediada, que apenas aparece en un par de secuencias, casi ignorada por unos soldados que tienen mucho en qué pensar antes que en ella. Pero esa distancia se rompe en los planos finales, para incidir en la idea de que, al fin y al cabo, ellos son quienes quedan cuando el país queda arrasado.
Tampoco hay demasiada personalización entre los soldados; salvo en el caso de Mendoza y el rostro más conocido de Will Poulter (El corredor del laberinto, 2014), resulta difícil diferenciar al resto de militares, pertrechados con cascos, chalecos, uniformes y armas. No conocemos sus historias, más allá de que se encuentran en dicho lugar en dicho momento y que su objetivo es salir de allí con vida.
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En su película, Garland juega al contraste. Al contraste entre esa primera escena, en la que los soldados cantan excitados frente al videoclip de Call on Me de Eric Prydz, en el que mujeres en mallas practican un aerobic eroticofestivo, en un ritual previo al inicio de una misión. La música discotequera de Prydz se rompe con el silencio de una incursión nocturna por las calles sin asfaltar, esta vez sí con la cámara invitando a un plano subjetivo del espectador, como si fuera un soldado más, como si jugásemos a Call of Duty. Pero Garland no abusa de la steady cam, alejándose, precisamente, de esa sensación de irrealidad realista a la que predispone. Y la de Prydz será la única música que escuchemos en un film que, en su apuesta casi documental -más que documental, como de reality show primigenio, con sus tiempos muertos y conversaciones insulsas-, repudia el uso de cualquier banda sonora extradiegética.
Sorprende que, en esta apuesta, Garland haya optado por una puesta en escena más clásica, fragmentada, mayormente equilibrada, quizás para que el espectador se olvide rápidamente del artefacto y se deje llevar por el tiempo. Un tiempo que se dilata hasta que la violencia entra, nunca mejor dicho, en acción. Y cuando ese statu quo inicial se rompe, los hombres responden a la barbarie -sanguinolenta y amputada- de su forma, esta vez sí, más personal. No hay delicadeza con el enemigo, pero, a veces, tampoco con el compañero, como demuestra uno de los navy seals, que golpea una y otra vez -involuntaria y voluntariamente- las piernas más que doloridas de un compañero herido. Tampoco con el fixer -el local que ayuda al ejército extranjero-, que siempre será camarada de segunda.
Si la mayor parte de las películas bélicas ensalzan el valor, el honor y el sacrificio, Warfare los diluye hasta que apenas sobresalen entre el caos. La distancia, la descontextualización y el punto de vista único hacen que la película muestre la guerra en todo su mecanicismo, como probablemente la vean quienes las instigan y las apoyan. Sin embargo, Garland y Mendoza finalmente recurren a las imágenes de rodaje con algunos de los supervivientes y fotografías de los protagonistas reales, algunos con los rostros borrosos -de quienes, supongo, no habrán conseguido los permisos-. Warfare arrebata el final a los iraquíes -ese final desolador en medio de la destrucción-, para devolverles el protagonismo a los soldados y para recordar, de nuevo, la realidad de los hechos. Lo que, además, se apuntala con un homenaje a los veteranos de guerra, muchas veces olvidados por sus gobiernos.
Y es aquí, donde Warfare se traiciona a sí misma. Porque, al final, siempre se impone el mismo relato. El de los ¿ganadores?
Después de presagiar una guerra civil en Estados Unidos en Civil War (2024) debido a un presidente atrincherado en la Casa Blanca en un tercer mandato -ilegal según su Constitución-, el británico Alex Garland insiste en sus premisas bélicas, esta vez con Warfare, una película pegada -pegadísima- a los hechos reales, quizás la ficción de guerra más realista de los últimos tiempos, una experiencia inmersiva para quien quiera sentir la emoción -o la falta de ella- en una misión militar, en este caso, en Oriente Próximo. Garland -guionista de 28 días y 28 años después, director de Ex Machina (2014), Aniquilación (2018) y la serie Devs (2020), estas tres últimas de ciencia ficción- ha querido despojar de épica e, incluso, de construcción dramática clásica a un film en el que apenas se presenta a los personajes ni de dónde vienen, donde el único arco de personaje posible es la corroboración de que la guerra es una mierda, de que la guerra mata y traumatiza, de que la guerra no es un videojuego. Aunque a ratos parezca que sí.