'The Monkey': padre ausente, hijo psicópata (y mucha ¡mucha! sangre)
Osgood (Oz) Perkins intenta cumplir expectativas después del éxito de 'Longlegs', y renuncia al baño de masas por un baño de sangre que no acaba de cuajar
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Nunca está presente el padre en las películas de Osgood (Oz) Perkins, hijo del villano enmadrado de Psicosis (1960), Anthony Perkins. Ni en La enviada del mal (2015), su ópera prima, en la que la protagonista (Emma Roberts, Kieran Shipka) espera en vano a que sus progenitores la vayan a buscar al internado por Navidad, ni en Soy la bonita criatura que vive en esta casa (2016), porque no viene a cuento en esta historia de hogar encantado, ni en Gretel & Hansel (2020), el cuento de los Grimm que Perkins moderniza como una historia de aprendizaje gore, ni en Longlegs (2024), donde una madre protege a su manera a su hija de un culto satánico, ni en The Monkey, su último largometraje, que se estrena en salas este fin de semana y en el que, precisamente, son las relaciones paternofiliales por incomparecencia las que hacen aflorar el terror. No hace falta ser psicoanalista jungiano para inferir la importancia que la larga sombra de Anthony ha tenido en la modelación de la identidad de Osgood, insistentemente referido, aquí incluso, como "hijo de".
Buscando información sobre la figura de la madre, antiheroína omnipresente, controvertida y atípica en sus películas, me topo con que Berry Berenson, modelo, fotógrafa y quien cambió los pañales del pequeño Osgood, murió en uno de los aviones que estallaron contra las Torres Gemelas. En una entrevista para Vanity Fair, el actor y director recuerda que cuando supo del asesinato de su madre en los atentados, sólo pudo pensar : "¿Cómo? ¿Qué? Espera un minuto, ¿es posible que algo así ocurra?". Una incredulidad que ha trasladado a The Monkey, adaptación libérrima del relato corto homónimo escrito por Stephen King en 1980 y repleta de muertes espeluznantes y sanguinolentas, como un catálogo de accidentes fatales dibujados por un Edward Gorey hasta las trancas de psilocibina.
Sin abandonar el terror, en The Monkey Oswood Perkins se adentra, más bien, en la comedia negra negrísima. Y roja sangre. Arranca con una escena memorable que asienta el tono general de la película -bruto y visceral, en su sentido más físico-, en la que conocemos a Capitán Petey Shelburn (Adam Scott), un marino -¿o es piloto?-, el primer padre ausente de una ristra de padres ausentes a los que se hará referencia a lo largo de la película. El hombre quiere devolver un mono de juguete que toca el tambor en una tienda de segunda mano, similar a aquella en la que Billy encuentra a Gizmo en Los gremlins (1984), porque cree que ocurren cosas terribles cuando al mono se le da cuerda y pone en marcha la baqueta. Que los amantes del gore no se preocupen: en el minuto cinco su impaciencia se verá recompensada con una buena dosis de hemoglobina.
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Perkins ha homenajeado el estilo efectista de aquellos relatos cortos de terror que salían publicados antaño en prensa, como aquel recopilatorio disfrutón, precisamente seleccionado por Alfred Hitchcock en los años 70 y titulado Relatos que me asustaron, que tantas horas de placer y escalofríos me concedieron de niña. Recuerdo, por ejemplo, La fiesta de cumpleaños, de John Burke, en la que un niño jugando "al asesinato" a oscuras terminaba por descubrir que lo que palpaba como uvas eran, en realidad, globos oculares.
La mayor parte de la película sucede en dos tiempos: primero en 1999, cuando los hermanos gemelos Hal y Bill (Christian Convery) entran en la pubertad sin un padre -que se fue a por tabaco y no volvió- y con una madre (Tatiana Maslany) excéntrica y obsesionada con la muerte; segundo, en la actualidad, cuando Hal y Bill son adultos disfuncionales, el otro más que el uno. Por allí también pasa el único padre -teóricamente- presente, en el cuerpo y la cara de Elijah Wood, convertido en un gurú de la paternidad, en el mejor padre de todos los padres, según el blurb de sus propios libros de autoayuda. Y aunque el trasfondo es el de las relaciones paternofiliales, The Monkey también explora las relaciones entre hermanos, con Bill, el mayor, abusando e humillando de Hal, más introvertido y sensible, y unos minutos más pequeño.
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Perkins apuesta fuerte por el humor de extrañeza, con personajes de la América redneck que salen de ese bestiario humano de los escritos más pulp de Stephen King, que retratan pueblos en los que el aburrimiento convierte lo inusual en celebración. El director no tiene miedo, incluso, a los trucos baratos, y durante la primera hora mantiene con buen pulso una tensión que se evapora en el tramo final, cuando resuelve precipitadamente y The Monkey se convierte en serie B en la peor acepción de la etiqueta: cuando los personajes dejan de actuar con sus coherencias internas y el guionista les empuja hasta la escena final, hacia el desfase por el desfase. Porque no tiene nada de malo -más bien al contrario- la retahíla de muertes granguiñolescas y tremendamente imaginativas que se suceden por culpa del mono siniestro, sino que la resolución de las relaciones familiares es tan perezosa que desbarata todo lo que pudiera parecer remotamente emocionante minutos atrás.
Los protagonistas de línea temporal actual, padre e hijo (Theo James y Colin O'Brien), acaban rollados por una moraleja de redención que quizás sea parodia de las moralejas de redención de películas como, yo qué sé, Wicked -infantiloides y edulcoradas-, pero que se siente más bien como una salida rápida y moderadamente efectiva para un guión que pierde los estribos y complace la narrativa del exceso que ya se ha adueñado inevitablemente de la industria estadounidense. Que sí, que el clímax y tal, pero más no es siempre -más bien nunca- mejor.
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El problema de The Monkey es que el director termina descuidando esas relaciones que ha trabajado tanto en construir en la primera parte de la película y se entrega exclusivamente al chiste grueso splasher -ese género que salpica- y a unos personajes demasiado caricaturescos para que importen. Tampoco posee el misterio de sus anteriores trabajos, sino que en esta ocasión desconfía de cualquier claroscuro, abrazando el terror de un clásico moderno de instituto como El diablo metió la mano (1999). Eso sí, con una madre, probablemente, lectora ávida de Shopenhauer, como mínimo. Pero los diálogos del clímax parecen, más bien, salidos de Keeping Up With The Kardashians.
Y está bien no tomarse en serio a uno mismo ni tomarse en serio el género ni tomarse en serio esto del cine ni la paternidad, pero Perkins parece haberse aburrido de sus personajes y haber preferido entregarse a la bacanal apocalíptica de la globulina por la globulina, como cuando en una película porno te quedas a ver si los protagonistas se casan al final y te encuentras, en su lugar, con la sutileza de un bukake a veinte manos.
Nunca está presente el padre en las películas de Osgood (Oz) Perkins, hijo del villano enmadrado de Psicosis (1960), Anthony Perkins. Ni en La enviada del mal (2015), su ópera prima, en la que la protagonista (Emma Roberts, Kieran Shipka) espera en vano a que sus progenitores la vayan a buscar al internado por Navidad, ni en Soy la bonita criatura que vive en esta casa (2016), porque no viene a cuento en esta historia de hogar encantado, ni en Gretel & Hansel (2020), el cuento de los Grimm que Perkins moderniza como una historia de aprendizaje gore, ni en Longlegs (2024), donde una madre protege a su manera a su hija de un culto satánico, ni en The Monkey, su último largometraje, que se estrena en salas este fin de semana y en el que, precisamente, son las relaciones paternofiliales por incomparecencia las que hacen aflorar el terror. No hace falta ser psicoanalista jungiano para inferir la importancia que la larga sombra de Anthony ha tenido en la modelación de la identidad de Osgood, insistentemente referido, aquí incluso, como "hijo de".