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'The order': El porqué de los peinados de Nicholas Hoult
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'The order': El porqué de los peinados de Nicholas Hoult

Esta sólida producción, con Jude Law, llega directamente a plataformas lastrada quizá por el inadecuado actor antagonista

Foto: Nicholas Hoult en la película 'The Order'.
Nicholas Hoult en la película 'The Order'.

Cuando el fascismo era como Dios manda, daba bastante miedo. Recuerdo a menudo una afirmación recogida en Macarras interseculares (Melusina), de Iñaki Domínguez, que dice: “La gente no se hace idea de lo violento que era Madrid en los años 90”. Los skinheads, ya saben. Subías al Metro y podías encontrarte a un grupito de estos descerebrados incordiando a alguien; pegándole patadas en el suelo, al final. Toda la gente que ahora se muestra tan valiente “contra el fascismo” no hizo nada en esos vagones del Metro de Madrid. Lo sé porque nadie hacía nada.

Del fascismo de dar miedo (o sea, de un fascismo finalista) nos habla la película The order (PrimeVideo). Es un filme sólido, lo cual no suena muy sexy. Es sólido, serio, bien hecho, casi parece una película de Clint Eastwood en la que Jude Law hace de Clint Eastwood. Nos traslada a una escalada criminal que se vivió en diversos estados de América en los años 80 por culpa de una organización supremacista denominada Nación Aria. Se trataba de jóvenes blancos que compraban armas y esvásticas y se iban entusiasmando en sus graneros paramilitares. Tenían un libro de cabecera, Los diarios de Turner, en cuyas páginas encontraban el camino a seguir para hacer la revolución nazi. Primero, robar bancos; luego, comprar armas; después, adiestrarse en su uso; finalmente, matar gente. Mataron a tiros a un locutor de radio judío a las puertas de su casa.

Todo este material poco o nada conocido llega en un momento en el que diríamos que interesa: de fascismo hablamos mucho. Sin embargo, la película no se estrenó en cines y ha caído directamente en el streaming. Viéndola, uno no entiende por qué hay mil salas para ver cualquier tontería de película y no dos o tres para proyectar The order. Sólo en un momento dado deduces que la culpa de todo la tiene el peinado de Nicholas Hoult.

placeholder Jude Law en 'The Order'.
Jude Law en 'The Order'.

He seguido a este actor desde que hizo de joven corruptor de adultos en la excelente Un hombre soltero (2009). Después descubrías que fue el crío llorón de Un niño grande (2002), muy buena cinta también. Completaba su proyección un papel menor pero explosivo en Mad Max: furia en la carretera (2015), donde aparecía benditamente irreconocible. Con esos avales, debemos preguntarnos por qué Timothée Chalamet es una gran estrella mundial y Hoult un don nadie. Debemos preguntárnoslo porque él seguramente también se lo pregunta.

La belleza aniñada de Chalamet no es muy distinta de la de Hoult, pero Chalamet tiene mejor peluquero. También es posible que elija con más tino sus papeles. Hoult, qué quieren, resulta inverosímil en todo lo que hace últimamente, pues su aniñamiento facial no parece el continente más adecuado para según qué villanos o qué maridos dipsómanos (Jurado nº2).

En The order da vida al líder de los nazis, con flequillo. Cuesta mucho deshacerse de ese flequillo, que corrompe cada escena en la que aparece Hoult como un fallo de raccord capilar. No hace falta que incidamos más en esta desgracia.

Quizá 'The order' no era lo suficientemente maniquea y superficial para nuestro tiempo, pues los malos tienen sus valores y motivos, sus bebés

Porque la película, fuera de estas interferencias, es muy entretenida, no poco didáctica y, al cabo, un thriller clásico. Tiene algo de American History X (1998) y algo de Munich (2005), y alcanza ese nivel de película olvidable, pero totalmente disfrutable, que tuvo Misántropo (2023). Su director, Justin Kurzel, hizo un Macbeth más que estimable con Michael Fassbender, donde la fotografía era una pequeña bacanal retiniana. The order ofrece paisajismo espectacular, grandes planos terrenales, motivo por el cual uno lamenta no haber podido verla en la gran pantalla. Quizá no era lo suficientemente maniquea y superficial para nuestro tiempo, pues aquí los malos tienen sus valores y sus motivos, sus bebés.

Jude Law, que también iba para super-estrella del cine, hace, no siéndolo ya, un trabajo impecable como policía en horas bajas que busca tranquilidad profesional en una zona rural donde no pasa nada. Tye Sheridan está fantástico como poli de pueblo que persigue a quienes fueron o pudieron haber sido sus compañeros de pupitre. La ambientación, flequillo de Hoult al margen, es de primera clase. No notas en ningún momento el deseo de que parezcan los años 80; lo parecen con toda naturalidad.

“Crees que controlas quiénes van a ser, pero la verdad es que no”, declara un padre sobre su hijo nazi. La película sigue en cierta medida los pasos de Arde Mississippi (1988), así como la fidelidad de los hechos, que le proporcionan un crescendo dramático sin necesidad de licencias de ningún tipo, hasta su flamígero final.

Cuando el fascismo era como Dios manda, daba bastante miedo. Recuerdo a menudo una afirmación recogida en Macarras interseculares (Melusina), de Iñaki Domínguez, que dice: “La gente no se hace idea de lo violento que era Madrid en los años 90”. Los skinheads, ya saben. Subías al Metro y podías encontrarte a un grupito de estos descerebrados incordiando a alguien; pegándole patadas en el suelo, al final. Toda la gente que ahora se muestra tan valiente “contra el fascismo” no hizo nada en esos vagones del Metro de Madrid. Lo sé porque nadie hacía nada.

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