'The Brutalist': la construcción del mito americano (y una de las favoritas en los Oscar)
Con muchas posibilidades para el Oscar a mejor película, esta épica retrata la cara b del mito de la libertad americana desde la historia personal de un arquitecto judío superviviente del Holocausto
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En un momento de The Brutalist -parece que ya hemos claudicado con la traducción de los títulos anglosajones-, Lászlo Toth (Adrien Brody), el arquitecto húngaro ficticio protagonista de la película, le explica al magnate estadounidense Van Buren (Guy Pierce) cómo el diseño de un edificio -y, por ende, la arquitectura y el urbanismo de una nación- responde a una idea política. Recuerdo hace años en una visita a Catania cómo un historiador dividía las iglesias de la ciudad en dos tipos: aquellas cuya escalinata salía hacia fuera e irrumpían en la calzada para que el vulgo se topase con ellas y aquellas cuyas escaleras se recogían hacia el interior, de espaldas al pueblo. Hasta unas escaleras pueden ser políticas.
El brutalismo, estilo arquitectónico controvertido aparecido en los años 50 tras el apocalipsis inhumano que supuso la Segunda Guerra Mundial, nació de la mano de una filosofía profundamente humanista obsesionada -con mayor o menor acierto- con reconfigurar no sólo el urbanismo, sino la sociedad entera, desde unos cimientos asequibles, honestos y funcionales -la forma sigue a la función- y unos amplios espacios comunales. Como admite Toth en la película, los edificios brutalistas se pensaron como obras robustas e imperecederas capaces de sobrevivir al paso del tiempo y del hombre. Y es que en el corazón de The Brutalist se encuentra la pugna entre una visión poética y colectiva del mundo, la que representa Toth, un superviviente del campo de concentración de Buchenwald, y su percepción antagónica, meramente transaccional e individualista, personificada en el rico Van Buren.
En la primera secuencia de The Brutalist, la gran favorita al Oscar a Mejor película y que ayer jueves consiguió 10 nominaciones, acompañamos a Lászlo Toth, cámara sucia al hombro, por las visicitudes de un viaje siniestro y tortuoso hasta Estados Unidos, como refugiado de guerra. Cual aparición mariana, la Estatua de la Libertad recibe a Toth, pero, gracias a un brusco movimiento de cámara, la de la estatua es una presencia invertida, como una negación de la promesa fundacional del país de las libertades. Una idea en la que abunda con el final de una misiva que le manda su esposa Erzsébet, de quien le han separado: "quienes más lejos están de la libertad son quienes más libres se creen". ¡Qué actual suena todo!
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Y es en torno a esas ideas de construcción, política e identidad donde se cimienta The Brutalist, un drama histórico atípico por su envergadura, por su discurso -más sinuoso que lineal- y por su coloratura. Es una película que apabulla por su ambición, tanto de escala como de profundidad. Por ser una película a contracorriente de la industria y del público. Como dijo su director, Bradu Corbet, al recoger el Globo de Oro: "Nadie había pedido una película de tres horas y media de un arquitecto de mitad de siglo XX, rodada en 70mm, pero funciona". Y, exactamente, funciona. Es difícil creer que la película apenas ha costado nueve millones de euros al enfrentarse a la magnitud de lo rodado.
Funciona por la interpretación entregadísima de Adrien Brody, el único físico probable de la Centroeuropa de las grandes guerras, y consciente de que, tras muchos años de sequía, el papel de Toth suponía su vuelta a primera fila. Por ósmosis o por epigenética, Brody arrastra en su rostro el viaje del exiliado, del maltratado, y su resignación. Más allá de polémicas sobre el acento húngaro del actor estadounidense, mejorado por inteligencia artificial, su recorrido interpretativo está lleno de matices, desde su llegada a Estados Unidos -como polizón en la tienda de muebles de un primo que, como muchos, oculta sus raíces con cambio de nombre y de religión-, hasta convertirse en el genio obsesionado con su propio genio, incapaz de mirar más allá de su creación, habiendo perdido el foco de la filosofía de la que partió. ¿Les suena?
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Otra resurrección ha sido la de Guy Pearce, quien aporta tridimensionalidad a un antagonista que podría haber caído en la caricatura. Maravillosa la anécdota con la que el mismo personaje se describe, sobre cómo, ya rico, firmó un cheque a sus abuelos, cuando éstos habían despreciado a su madre por ser madre soltera. Más plano es el rol de Felicity Jones, como la abnegada Erzsébet, intelectual relegada a la escritura de artículos de belleza.
En The Brutalist, Toth llega a un Estados Unidos victorioso -a medias, porque ya vemos una sociedad desigual y segregada-, un país que se muestra moderadamente ajeno a la desgracia europea. Un país condescendiente -si no despreciativo- con el inmigrante, la cara b del eslogan oficial. Somos testigos de cómo Toth se ve abocado a subsistir en trabajos mal pagados y albergues de mendigos, sin la oportunidad de explotar su potencial hasta que la caridad de los poderosos -con el dinero y las influencias necesarias- recae magnánimamente en él. A partir de ahí tendrá el encargo de construir un centro cultural brutalista -con iglesia y todo-, cuya consecución deberá sobrevivir a injerencias políticas, económicas, ideológicas y, sobre todo, a su propio genio. Su edificio brutalista, que diseña en remembranza al campo de Buchenwald, representa esa tensión constante entre lo íntimo -el trauma identitario de Toth- y lo grandioso -la idea, el dios-. La épica de The Brutalist parte, incluso, de lo material: la escena protagonizada por el mármol de Carrara consigue aligerar el peso de la piedra, como si fuese la entrada al cielo bíblico.
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Dividida en dos partes, separadas por un intermedio de quince minutos, The Brutalist se crece en el misterio, en las secuencias que sugieren y que no rematan, en los huecos a rellenar, en el puzle. Desde la incógnita sobre la mujer que aparece en las primeras escenas, entre la ensoñación y el recuerdo, cuya identidad resulta ambigua hasta mitad del metraje. Funciona también el rigor formal de la película. Primero por la utilización de celuloide -lo que nos retrotrae a un pasado realista, tan realista que muchos creen que Toth fue un personaje real-, segundo por la precisión de sus encuadres, que siguen la geometría brutalista y funciona la maravillosa banda sonora del compositor inglés Daniel Blumberg, con sus percusiones industriales, sus vientos agudos y chirriantes y sus grandes melodías.
Brady Corbet ha sido actor antes que director, y director algo desapercibido antes que cineasta favorito para los Oscar. Sus anteriores largometrajes -La infancia de un líder, 2015, y Vox Lux, 2018- ya apuntaban a un director con gusto por una épica poco convencional, por historias de una narración más libre y divergente de la habitual causa-efecto. Pero en The Brutalist, coescrita junto a Mona Fastvold, su guionista habitual, consigue una épica que aúna las tradiciones del gran cine de los dos lados del charco, resultado de un empeño bruto, inaccesible al desaliento y a las dictaduras de un mundo en el que el mercado ya ganó a la poesía.
En un momento de The Brutalist -parece que ya hemos claudicado con la traducción de los títulos anglosajones-, Lászlo Toth (Adrien Brody), el arquitecto húngaro ficticio protagonista de la película, le explica al magnate estadounidense Van Buren (Guy Pierce) cómo el diseño de un edificio -y, por ende, la arquitectura y el urbanismo de una nación- responde a una idea política. Recuerdo hace años en una visita a Catania cómo un historiador dividía las iglesias de la ciudad en dos tipos: aquellas cuya escalinata salía hacia fuera e irrumpían en la calzada para que el vulgo se topase con ellas y aquellas cuyas escaleras se recogían hacia el interior, de espaldas al pueblo. Hasta unas escaleras pueden ser políticas.