'A Real Pain': el sentido tragicómico de la vida en un 'tour' tragicómico del Holocausto
En su segundo largometraje como director, Jesse Eisenberg, el actor de la comedia indie agridulce por antonomasia, indaga en el trauma familiar y su herencia en una comedia que no podía ser sino indie y agridulce
Entre el primer y el último plano de A Real Pain caben todos los grados de soledad de un ser humano. En la mirada de Kieran Culkin, la búsqueda de una identidad propia, después de pasar de ser -para el común de los mortales- el hermano de Macaulay a Roman de Succession. Si los perros se parecen a sus dueños y las películas a sus directores, el segundo largometraje de Jesse Eisenberg detrás de la cámara es una calcomanía del actor fetiche del cine indie agridulce, una comedia -¿una comedia?- indie, intimista... y agridulce. Cuatro nominaciones a los Globos de Oro -una victoria- avalan una película en la que Eisenberg replica ese aura de perdedor neurótico que ha convertido en su sello de identidad actoral. Como Woody Allen, exhibe las derrotas del que ha tenido que sobreponerse a un físico demasiado canónico si buscamos entre los vecinos de nuestros edificios, demasiado poco canónico si buscamos en Hollywood Boulevard. También un sentido del humor judío casi genético, aunque en una vertiente mucho más sentimental que sarcástica. Y siempre con esa fisicidad de nervio contenido, de espita a punto de reventar.
Aquí Eisenberg escribe, dirige e interpreta un roadtrip en el que dos primos estadounidenses viajan a Polonia para visitar la casa de la que huyó su abuela, recientemente fallecida, del Holocausto. Los dos primos se unen a un viaje organizado por Polonia en el que el resto de los turistas, también judíos, buscan reencontrarse con su identidad perdida: una pareja (Daniel Oreskes y Liza Sadovy) cuya familia llegó a Estados Unidos desde Europa mucho antes de la Segunda Guerra Mundial -se hacen llamar los emigrantes Mayflower-, una mujer recientemente divorciada (Jennifer Grey) que no encuentra su sitio y un superviviente del genocidio ruandés (Kurt Egyiawan) que encontró en la comunidad hebrea de su país de acogida calor y comprensión.
A Real Pain nos presenta a los dos primos en sus dinámicas heredadas, probablemente, de su infancia. Benji (Culkin) viste como lo que muchos considerarían un perroflauta; es carismático, aparentemente desenfadado y con mucha labia para conseguir lo que quiere de los demás. David (Eisenberg) se muestra mucho más retraído, incómodo con la socialización en el grupo, cumplidor de la ley y orden y evitador del riesgo. La película enseguida empuja al espectador a congeniar con el descaro de Benji y a compadecer la constricción de David. "Le amo y le odio, a veces lo mataría y a veces quiero ser él", admite David en un inusitado arrebato de sinceridad.
A Real Pain tiene la calidez del color sepia de su fotografía y del piano de Chopin, su leitmotiv musical, que transporta a ese romanticismo melancólico de la vieja Europa. Porque Chopin, aunque se lo apropiasen los franceses -como se lo apropian todo-, nació en el Gran Ducado de Varsovia. La cámara de Eisenberg no busca la filigrana, sino que se pone al servicio de unos personajes en rehabilitación de sus propios traumas. En el caso de Benji, choca la devoción con la que persigue la sombra de su abuela, mientras recorren las calles de Lublin y Varsovia, entre otras ciudades polacas, cuyo relato histórico les va diseccionando el esforzado guía (Will Sharpe).
La ebullición interior de Benji le ha valido a Culkin -de momento, porque parte como uno de los favoritos al Oscar- el Globo de Oro a Mejor actor de reparto. También puede ser un reconocimiento más in memoriam a Roman Roy: sin ser su último personaje tan extremo como el hijo del magnate de la comunicación, su Benji replica algunos de sus manierismos, que quedan compensados, eso sí, por esa relación entre primos, tan llena de ternura, de pasados comunes y de comprensiva incomprensión. Es curioso que consideren a Culkin como secundario, cuando es la fuerza motriz de A Real Pain, es el revulsivo que agita al grupo, el que más influye en aquellos que le rodean. Culkin, como su personaje, roba todos los planos y abre y cierra el gran arco emocional.
En A Real Pain nos encontramos un guía como metáfora de lo perdidos que estamos la mayoría en este mundo, en el que la tragedia, al menos, sirve como anclaje. Los viajeros intentan conectar con sus raíces a través de los espacios porque apenas conocen la vida que llevaron en ellos sus antepasados. De alguna forma, el espectador acompaña al director a esa reconexión con la tierra de sus antepasados. Y nos integra en ese tour en la película explica la historia de Polonia, desde sus calles medievales hasta sus campos de concentración. Y nos explica la tradición judía de colocar piedras planas encima de los lugares de entierro para honrar a los muertos.
Y en paralelo, descubrimos los anhelos existenciales de cada uno de los personajes, reflejados en pequeños detalles, en conversaciones aparentemente banales, pero cargadas de significado. Eisenberg se pone en segundo plano, como actor y como director, sin estridencias, dejando que lo profundo se materialice en gestos, de los más sencillos -como ese posado fotográfico conjunto frente a un monumento conmemorativo de la guerra- a los más desgarrados, como esa interpretación al piano del Tea for Two de Art Tatum.
La mayor virtud de A Real Pain, su sencillez, su humildad, su discreta emoción, será para muchos su mayor defecto. Pero es una película en la que, como en la vida -lo que ahora el cine se empeña en imitar-, la peripecia se reconoce a posteriori, como un pensamiento fugaz e inesperado del que ya no nos podremos despegar.
Entre el primer y el último plano de A Real Pain caben todos los grados de soledad de un ser humano. En la mirada de Kieran Culkin, la búsqueda de una identidad propia, después de pasar de ser -para el común de los mortales- el hermano de Macaulay a Roman de Succession. Si los perros se parecen a sus dueños y las películas a sus directores, el segundo largometraje de Jesse Eisenberg detrás de la cámara es una calcomanía del actor fetiche del cine indie agridulce, una comedia -¿una comedia?- indie, intimista... y agridulce. Cuatro nominaciones a los Globos de Oro -una victoria- avalan una película en la que Eisenberg replica ese aura de perdedor neurótico que ha convertido en su sello de identidad actoral. Como Woody Allen, exhibe las derrotas del que ha tenido que sobreponerse a un físico demasiado canónico si buscamos entre los vecinos de nuestros edificios, demasiado poco canónico si buscamos en Hollywood Boulevard. También un sentido del humor judío casi genético, aunque en una vertiente mucho más sentimental que sarcástica. Y siempre con esa fisicidad de nervio contenido, de espita a punto de reventar.