'Anora': Cenicienta es prostituta en una Palma de Oro muy tarantiniana
Hay una lectura trementamente trágica y contemporánea en la ganadora del último Festival de Cannes: el único ascensor social de las mujeres de clase baja hoy es su cuerpo
La cola empezó a dispersarse en cuanto la trabajadora del Festival de Cannes anunció que ya no quedaban butacas libres para ver Anora en la sala Agnés Varda. La ola expansiva de murmullos de decepción rompió la fila, pero aquí una que es española, sabe de picaresca y ha ganado muchos galones por haberse colado en todas las fiestas imaginables -con escalada de verja incluida-, consiguió sortear la seguridad y vio la película que empezaba a sonar como favorita para la Palma de Oro sentada en las escaleras. ¡Chúpate esa, Francia! Medio año más tarde y enfilada en la carrera hacia los Oscar, Anora llega a las salas españolas como una de las palmas de Oro -al final las cábalas acertaron- más accesibles de los últimos tiempos, si obviamos El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, cínica, escatológica y a la altura del peor Dennis Dugan -director de Este chico es un demonio (1990) y La salchicha peleona (1997)-.
El cine de Sean Baker, responsable de Anora -y antes de Tangerine (2015) y The Florida Project (2017)-, se sitúa, precisamente, en las antípodas del de Östlund. Mientras el primero se acerca a sus personajes con una mirada empática, humanista y esperanzadora, el segundo lo hace desde el descreimiento y el clasismo. Pero ignoremos estas collejas circunstanciales al realizador sueco y centrémonos en Anora y el cine de Baker. Anora es una Palma de Oro de consenso, sin polémica y sin detractores furibundos, una Palma de Oro muy poco Palma de Oro porque tampoco plantea ningún reto formal o narrativo, no promueve ningún avance -ni retroceso- en la historia del cine.
Simplemente -que no es poco-, Anora es una buena historia contada con un ritmo frenético, una mirada a la desigualdad de clases y oportunidades, con su sentido del humor -más del que quien escribe esperaba de Baker-, unos personajes memorables y un condimento emocional que resultan en una fórmula, en teoría, perfecta para el gran público. Y, además, es un thriller-comedia-drama muy tarantiniano de la primera ola.
Baker ha dejado atrás los colores pastel de The Florida Project y se ha entregado a los neones y los flúor de un club de striptease de Manhattan en el que trabaja Anora (Mikey Madison), una veinteañera que trata de sobrevivir en la jungla de asfalto. De su pasado tan sólo sabemos que con su abuela, de origen uzbeco, aprendió a chapurrear algo de ruso. Las chicas con las que comparte camerino se relacionan entre la camadería y la zancadilla, en busca del lapdance que les abra la puerta para escapar de allí, de una existencia de precariedad y sexo por dinero. Porque la mayor parte de las jóvenes -casi adolescentes- que trabajan como bailarinas, también se prostituyen para ganar algo más de dinero.
La oportunidad de cambiar de vida aparece para Anora cuando la llaman para acompañar a un cliente ruso que apenas habla inglés. El cliente, Ivan (Mark Eidelstchein), es un chaval que alardea de haber cumplido unos cuestionables veintiún años: aparenta mucho menos. Y en ese encuentro vemos enfrentadas las dos caras de una moneda: tienen prácticamente la misma edad, pero ella ha madurado a la fuerza y sobrevive como puede para conseguir las migajas de lo que tiene él, el hijo inconsciente de un oligarca ruso que dilapida su fortuna y vive en una juerga eterna. Él, además, puede ser todo lo divertido que permite la ligereza de quien tiene tanto que perder que no le importa: siempre encontrará un repuesto. Un repuesto de botellas de champán, de habitaciones de hotel, de amigos, de parejas. Si todo es infinito -las joyas, los billetes, las personas- nada tiene valor. Si no hay responsabilidades, cualquier funeral puede ser una fiesta.
Sean Baker ha trasladado La Cenicienta a una contemporaneidad en la que el único ascensor social que le queda a las mujeres de las clases más bajas es su cuerpo. Lo vimos en La sustancia, de Coralie Fargeat y lo veremos en Diamond Brut, de Agathe Riedinger, todas ellas en la Sección Oficial de Cannes. Pero a esta mirada crítica con un sistema que agudiza las desigualdades y en el que la meritocracia no existe, Baker le añade una trama en la que interviene la mafia ¿albanesa? a las órdenes del oligarca ruso y que deben cuidar del bienestar de Ivan, lo que implica evitar que se enamore de una prostituta. Y esta es la parte más tarantiniana de Anora, con personajes que podrían haber salido de Reservoir Dogs si les arrancásemos la capa de violencia gore y los dejásemos en el equívoco, la incompetencia y la imposibilidad de dominar a una fuerza superviviente como es Anora, a pesar de sus zapatos de lucite, sus pestañas postizas y sus uñas de gel.
Si Mikey Madison es uno de los nombres que suenan fuerte para el quinteto final de las nominaciones al Oscar, también debería haber un hueco para Karren Karagulian -colaborador habitual de Baker- en el papel de Toros, capo mafioso sobrepasado por las circunstancias. Y aunque no guarde un lugar especial en el corazón de Anora, sí lo tiene en el mío -perdón por esta personalización tan directa- el personaje de Igor (Yura Borisov), de nuevo el reverso de Ivan, un gorila frío por fuera y tierno por dentro que sabe que jamás podrá conseguir una mujer como Anora. Porque la mercadotecnia del siglo XXI ha deslumbrado a varias generaciones de hombres y mujeres con la cultura del lujo y el capital, desterrando valores más tradicionales, como por ejemplo, el amor, el cuidado al otro, la conciencia de clase.
Anora es una película divertida, con mordiente, también muy emocionante, pero no cursi. De lágrima, incluso. El ácido y el dulce están lo suficientemente equilibrados como para no caer en sensiblerías. Baker ha filmado el que es, probablemente, uno de los polvos más tristes del cine. Aun así, Anora es una película luminosa, una película que demuestra fe en el ser humano, que predica que si empezamos a cuidar los unos de los otros, quizás nos espere un futuro mejor. Queremos que a Anora le vayan bien las cosas, por su integridad, por la sonrisa franca y porque ha sobrevivido a todas las vicisitudes de una vida en desventaja. Y Baker nos hace saber que, aunque no salga en la película, todo irá bien.
La cola empezó a dispersarse en cuanto la trabajadora del Festival de Cannes anunció que ya no quedaban butacas libres para ver Anora en la sala Agnés Varda. La ola expansiva de murmullos de decepción rompió la fila, pero aquí una que es española, sabe de picaresca y ha ganado muchos galones por haberse colado en todas las fiestas imaginables -con escalada de verja incluida-, consiguió sortear la seguridad y vio la película que empezaba a sonar como favorita para la Palma de Oro sentada en las escaleras. ¡Chúpate esa, Francia! Medio año más tarde y enfilada en la carrera hacia los Oscar, Anora llega a las salas españolas como una de las palmas de Oro -al final las cábalas acertaron- más accesibles de los últimos tiempos, si obviamos El triángulo de la tristeza (2022), de Ruben Östlund, cínica, escatológica y a la altura del peor Dennis Dugan -director de Este chico es un demonio (1990) y La salchicha peleona (1997)-.