'Longlegs': culto al demonio y a Nicolas Cage en la última gran sensación del terror
Llega a las pantallas españolas la gran revelación del cine de terror indie estadounidense
Es la caligrafía visual lo que convierte Longlegs, la última película del actor, guionista, director e hijo de Anthony Perkins-protagonista de Psicosis (1960)- Oz Perkins, en un clásico de culto instantáneo del cine de terror independiente. Perkins ha entendido que el horror no se muestra, se insinúa, y cuanto más se le niega al espectador más le pide este. La tensión vive mejor en el espacio de la duda que en el de la confirmación. Por eso el director juega al peek-a-boo con un relato fragmentado por el montaje y una planificación bellísimamente compuesta que deniega constantemente el total de la información ya sea por el encuadre, por la iluminación o por los silencios elípticos. Por eso nos deja ver parcialmente el rostro del asesino en la primera secuencia y nos niega su retrato integral hasta bien entrada la película.
En Longlegs tiene más peso lo que no se muestra que lo que sí. Lo que no se dice, lo que se lee entre líneas, que lo que se explicita. Y por ello pierde algo de fuelle -pero poco- cuando se enreda en explicaciones profusas empeñado en que todo el puzle se cierre sobre sí mismo. Esa caligrafía entapujada y elíptica sumada a un tempo sonámbulo resulta en una de las películas más estimulantes del año, un cuento (in)moral en el que aparecen el demonio, falsas monjas, asesinos en serie... y Nicolas Cage como un villano memorable y extravagante, que llega al espanto rozando lo grotesco en una de las interpretaciones más desconcertantes del género. Pero es precisamente esa extrañeza la que refuerza el horror lo impredecible, esas pequeñas disrupciones de lo cotidiano que transforman "lo normal" en anormal, el oxímoron que contradice la naturaleza de las cosas. ¿Qué existe más siniestro que un payaso triste o el concepto de trauma infantil? Porque Longlegs trata de esa brecha que rompe con el ideal de infancia, con el ideal de madre, con el ideal de familia.
Este es el cuarto largometraje de Perkins como director, después de la soprendente La enviada del mal (2015), Soy la bonita criatura que vive en esta casa (2016) y Gretel y Hansel. Un oscuro cuento de hadas (2020). Es, precisamente, en el terror del cuento de hadas -que también subyace en Longlegs- donde Perkins ha desarrollado su identidad como cineasta.
En esta ocasión, la apuesta formal del Perkins eleva un guion -también escrito por él- que, aunque funciona, maquilla sus inconsistencias con lo subyugador de sus imágenes y con una protagonista que acierta en su interpretación contenida y rígida. En esa aspiración a consagrarse dentro del terror indie, Perkins ha elegido como su protagonista a la actriz Maika Monroe una década después de que muchos la descubriésemos en It Follows (2014), de David Robert Michell, otro de los grandes títulos de culto instantáneos del género. Su personaje, la agente del FBI Lee Harper, se emparenta dentro del imaginario colectivo con la Clarice Starling (Jodie Foster) de El silencio de los corderos (1991), aliñada, eso sí, con un elemento sobrenatural: de Lee Harper dicen sus compañeros que posee una "alta capacidad intuitiva", pero lo que tiene es más bien una capacidad sobrehumana de percibir el mal, una conexión premonitora. Sin habilidades sociales y con una gélida relación maternofilial, Lee deja entrever un interior turbulento que ha marcado su necesidad de unirse al FBI.
La agente Harper se acaba de graduar y la primera misión de su promoción es encontrar a Longlegs, un asesino en serie que, desde los años setenta -la película transcurre en dos tiempos, sobre todo en los noventa, así que Lee podría haber sido incluso compañera de Clarice-, mata a familias enteras sin dejar más huella ni rastro que sendas cartas encriptadas en un código que nadie ha conseguido descifrar.
En su primer día en la calle, Lee tiene una corazonada y la sigue, lo que llama la atención de su superior, el agente Carter (Blair Underwood), que la pone al frente de la investigación -"es mejor tener una medio médium, que ningún médium". Es mejor no centrarse en el artefacto ni en la trama ni en las explicaciones sobre los métodos de la agente -siempre podrán tener la coartada de la intuición- y dejarse llevar de la mano de Perkins por el Oregón rural, desangelado y capillita -aunque la película se rodó en Vancúver, en realidad-.
En el camino: lecturas satánicas, muñecas de porcelana a tamaño real y un reguero de familias asesinadas de las maneras más brutales En su primera mitad, Lee -o la película- trata de mantenerse en el plano de lo posible: un asesino en serie adorador de Satán anda suelto; en la segunda mitad ambas se adentran en lo sobrenatural y es, quizás, donde más descabalga el guion, en las explicaciones, en los porqués, en los flashback al pasado que construyen tanto el caso como la identidad de la protagonista, que están profundamente conectados. La investigación sobre Longlegs será para Lee, al mismo tiempo, una averiguación sobre sí misma.
En el cine de Perkins se siente el particular interés del director por romper con la academia dentro del cuadro, pero también por explorar el mundo de posibilidades que se abre al romper el punto de vista y la línea temporal. En La enviada del mal, en la que también planteaba una historia en relación a la religión y el satanismo, el gran acierto de la película -más allá del llanto final de Emma Roberts, que le da la vuelta a las convenciones de las películas de posesiones-, se encuentra en la propuesta de contar la misma historia a través de diferentes protagonistas y en los saltos temporales que pasan inadvertidos hasta que se compone el puzle final. En Longlegs, aunque con una protagonista clara, Perkins también abandona de pronto a la detective Harper por el asesino al que hasta bien entrada la película ha evitado mostrar en un retrato completo, de manera similar a como hizo Rodrigo Sorogoyen en Que Dios nos perdone (2016), aunque en el caso de Perkins huyendo de simetrías ni equilibrios.
Es en el diseño del personaje de Cage donde Perkins envida a la grande: el director plantea un antagonista de cuento de hadas, un villano gótico pasado por el filtro posmoderno. Primero, por la profesión que ejerce, habitual en los cuentos infantiles. Segundo, por su naturaleza híbrida entre el costumbrismo y lo sobrenatural. Y, sobre todo, por la caracterización: capas y capas de látex para deformar la cara de un Cage andrógino y teatral vestido y maquillado monocromo, de blanco fantasmal. Y con un trabajo de sonido que distorsiona la voz del actor en una opereta inquietante. Un personaje grotesco que en vez de mofa provoca estupor e inquietud.
Longlegs resulta en una película inmersiva, sombría y desasosegante, en la que todos los personajes están condenados, y en la que se reflexiona sobre cómo el ser humano es capaz de encontrar la justificación para sus acciones más atroces, defendiendo una idea de bien para sí mismo. Sus imágenes quedan indelebles en la corteza cerebral, lo que cada día es más difícil ante tanta saturación audiovisual, y ponen por fin en primera línea a un director obsesivo en su exploración temática y formal. Hail Satan, clama el personaje de Nicolas Cage. Hail Perkins, defendemos aquí.
Es la caligrafía visual lo que convierte Longlegs, la última película del actor, guionista, director e hijo de Anthony Perkins-protagonista de Psicosis (1960)- Oz Perkins, en un clásico de culto instantáneo del cine de terror independiente. Perkins ha entendido que el horror no se muestra, se insinúa, y cuanto más se le niega al espectador más le pide este. La tensión vive mejor en el espacio de la duda que en el de la confirmación. Por eso el director juega al peek-a-boo con un relato fragmentado por el montaje y una planificación bellísimamente compuesta que deniega constantemente el total de la información ya sea por el encuadre, por la iluminación o por los silencios elípticos. Por eso nos deja ver parcialmente el rostro del asesino en la primera secuencia y nos niega su retrato integral hasta bien entrada la película.