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'Una bonita mañana': la poética de un amor parisino sin (demasiados) dramas
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'Una bonita mañana': la poética de un amor parisino sin (demasiados) dramas

Mia Hansen-Løve ha cogido velocidad de crucero y prácticamente estrena una película al año. Su última cinta, con Léa Seydoux de protagonista, pasó por la última Quincena de Realizadores de Cannes

Foto: Los protagonistas de 'Una bonita mañana'.
Los protagonistas de 'Una bonita mañana'.

Hay una ligereza en el cine francés para tratar ciertos dramas abisales que en España no sabemos muy bien cómo hacer. Mientras aquí se premia el quejío, al otro lado de los Pirineos exportan una tranquila aceptación de las pasiones y las desgracias, un no descomponerse en público a rimmel corrido, sino una especie de zen parisino en que todo es relativo y, por ello, desdramatizable. La directora francesa Mia Hansen-Løve es el epítome de ese laissez faire, laissez paser —aplicado a las relaciones entre personas— en su expresión más lánguida, y su cine es de una delicada y risueña melancolía, un cine en el que parece-que-no-pasa-nada-pero-pasa.

En esta última década, Hansen-Løve se ha consolidado, además, como una de las voces femeninas jóvenes más prometedoras del cine francés con sus películas intimistas y naturalistas, historias sencillas y burguesas que buscan el impacto del detalle, del pequeño gesto, de las emociones pausadas y de cocción lenta. Es también de las pocas cineastas que pueden presumir de un estreno al año —como mucho cada dos años—, un ritmo que solo puede permitir una producción de pocos personajes, pocos espacios y poco presupuesto.

El cine de Hansen-Løve siempre tiene raíces autobiográficas. Sus películas son como diarios fílmicos, salvo que son actrices como Léa Seydoux o Vicky Krieps en sus dos últimas películas las que actúan como subterfugios para que la directora pueda hablar a través de sus personajes sin poner el rostro. Y aquí, de nuevo, Hansen-Løve ha utilizado su propia intrahistoria familiar para convertirla en un drama romántico: su padre, el filósofo Øle Hansen-Løve, pasó mucho tiempo en una residencia de ancianos a causa de una enfermedad degenerativa.

En Una bonita mañana —un título demasiado genérico para lo personal del relato—, es la protagonista de La vida de Adéle quien interpreta al alter ego de la directora, bautizada esta vez como Sandra, una treinta-casi-cuarentañera que trabaja como intérprete y que se ha abandonado a sí misma, centrada en el cuidado de su hija pequeña y de su padre (el veterano Pascal Greggory), un antiguo y prestigioso catedrático de Filosofía aquejado de una enfermedad neurodegenerativa que lo ha dejado incapacitado. La película, por cierto, pasó por la última Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. Y como en Vórtex, de Gaspar Noé, contemplamos impotentes la decadencia de una gran mente en una casa repleta de conocimientos.

placeholder Pascal Greggory y Léa Seydoux son padre e hija en 'Una bonita mañana'. (Elastica Films)
Pascal Greggory y Léa Seydoux son padre e hija en 'Una bonita mañana'. (Elastica Films)

Sandra vive una existencia mitigada, a medio gas. Ella misma dice que siente que su vida sentimental ha quedado atrás. Hasta que se encuentra inesperadamente con Clément (Melvil Poupaud), ese tipo de persona que siempre ha estado ahí, como en la retaguardia, con la que siempre ha habido una atracción que los deberes familiares no han dejado hacerse carne. Lo más interesante del cine de Hansen-Løve es la sensación de ser testigo de la escena más cotidiana del mundo, y que a su vez se convierta en un momento único suspendido en la infinitud.

Las conversaciones, muchas de ellas absolutamente banales, guardan su verdadero significado en el subtexto, en el porqué y para qué se dicen. Así asistimos a las relaciones de poder entre los personajes, a sus deseos e inquietudes, sin que se expliciten para un espectador al que se considera con un mínimo de perspicacia y sensibilidad. La directora consigue que con dos o tres frases podamos construir con la imaginación la relación de años entre los personajes de una familia que llegamos a creer que existe, no que la han escrito. Conversaciones que van desde la organización de los hospitales en Estados Unidos a la composición del polvo de estrellas, temas perfectamente posibles en una familia bobo parisina —aparte de que Clément sea un astrofísico que se dedique a viajar por todo el mundo la mayor parte del año—.

Una bonita mañana contrarresta en parte esa languidez hansenloviana con una fotografía cálida y saturada, como de recuerdo entrañable, a cargo de Denis Lenoir. Quizás le reste naturalismo, pero le añade un velo acogedor y romántico. La química entre los protagonistas es obvia, pero sin estridencias, como esos amores de madurez que solo buscan compañía, paz y algo de contacto de piel con piel. Aunque peinen el mismo corte de pelo y ambas vistan camiseta de rayas, la Sandra de Seydoux se encuentra en las antípodas de la Jeane Seberg de Al final de la escapada. Quizás es por eso que quienes acudimos al cine en busca de emociones algo más fuertes salgamos de sus películas más entumecidos que arrebatados.

Hay una ligereza en el cine francés para tratar ciertos dramas abisales que en España no sabemos muy bien cómo hacer. Mientras aquí se premia el quejío, al otro lado de los Pirineos exportan una tranquila aceptación de las pasiones y las desgracias, un no descomponerse en público a rimmel corrido, sino una especie de zen parisino en que todo es relativo y, por ello, desdramatizable. La directora francesa Mia Hansen-Løve es el epítome de ese laissez faire, laissez paser —aplicado a las relaciones entre personas— en su expresión más lánguida, y su cine es de una delicada y risueña melancolía, un cine en el que parece-que-no-pasa-nada-pero-pasa.

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