'Jurassic World: Dominion': ¡basta ya de este sindiós absurdo!
Colin Trevorrow, director de la primera entrega, vuelve a la trilogía. Pero da igual que la dirija él, cualquier otro director de encargo o un simple algoritmo
A 'Parque Jurásico' ya no lo reconoce ni la madre que lo parió, parafraseando a aquel. De aquella joya del cine posmoderno ya no queda ni el genoma. Ni rastro de la emoción, la aventura y la imaginación de manos del artesano Spielberg. Ni la originalidad ni la intriga ni el existencialismo de Michael Crichton. 'Jurassic World: Dominion' es, no ya a 'Jurassic Park', sino al cine, en general, como los 'sanpuru' —las réplicas de plástico de los platos de que los restaurantes japoneses utilizan como carta— a la comida. No huele. No es comestible. Y probablemente sea tóxico.
¿Por dónde empezar? Este es, supuestamente, el cierre de una trilogía con pretensiones ecologistas que solo maquillan una ausencia absoluta de profundidad, criterio y dirección; 'Dominion' la ha dirigido Colin Trevorrow, el responsable de la primera entrega, 'Jurassic World' a secas (2015), pero el resultado hubiese sido similar si detrás de la cámara hubiesen colocado a otro realizador cualquiera o, directamente, un algoritmo. Pero, ¡oh, no! El productor Frank Marshall ha anunciado que 'Dominion' no es el fin de una era, sino el comienzo de otra.
La inquina no responde a la reacción frente a una película de estudio. Las películas de estudio pueden ser maravillosas. La inquina responde a que nadie en la cadena de mando, de toma de decisiones, de una película de gran presupuesto lo ha intentado siquiera. No se vislumbra una mínima pretensión de ofrecer una película interesante o entretenida o mínimamente coherente. No hay un ínfimo esfuerzo creativo. Cientos de millones de dólares —165, en concreto— entregados a la más absoluta nada, adornadas con una moraleja final para disimular la falta de entidad, de consistencia, de razón de ser de la película. Una moraleja lo suficientemente ambigua como para aplicarse a la lucha contra el cambio climático como al crecimiento de la ultraderecha. Da igual, que da lo mismo. Porque aquí hemos venido a divertirnos. Y ni eso.
'Jurassic World: Dominion' también pertenece a ese género de 'blockbuster' americano cuya fantasía erotizante más profunda es la destrucción de la civilización europea a través de sus símbolos y sus ruinas. Si en 'Aquaman' James Wan disfrutó tirando abajo a puñetazos la localidad siciliana de Erice, Michael Bay arrasó Florencia con una carrera de coches en '6 en la sombra' y Cary Fukunaga y su James Bond dejaron como un queso gruyer la localidad de Gravina in Puglia en 'Sin tiempo para morir', ahora le toca a Malta, que es el escenario de una conspiración internacional de tráfico de dinosaurios en un giro inverosímil que ha dado la saga a una acción que mezcla Bourne con Lara Croft, Bond y cualquier otra película de tramas corruptas globales. Un pastiche en el que, incluso, encontramos la versión femenina, afroamericana y lesbiana de Han Solo.
Cuando hay un combate final hay mucho en juego. Cuando hay cientos de combates finales a cada segundo, ya nada tiene sentido. Cada vez hay un dinosaurio más grande y más carnívoro y más errático, y cada vez la resolución de dichos combates son más peregrinas e infantiloides. La suspensión de la incredulidad es necesaria; la suspensión de la actividad neuronal es ofensiva. Entiendo que no es posible repetir la sorpresa y la emoción de aquella vez que vimos 'Parque Jurásico' por primera vez. No lo pido. Pero sí algo de verdad, algo que no sea predecible o un sinsentido, los dos polos entre los que navega constantemente 'Dominion'.
En las primeras películas, la falta de medios tecnológicos avivaron la inspiración de Spielberg: al monstruo no se le ve, se le intuye, se le enseña poco a poco. Aquí hay tal saturación de bestias, como de catálogo, que no hay misterio ni tensión. Aparte de que el exceso de CGI desmerece los pocos 'animatronics' que ofrecen un poco de textura, dimensionalidad y organicidad a la película.
Tanto en dinosaurios como en personajes, 'Jurassic World: Dominion' es como un mal capítulo de reunión de una buena serie, porque Trevorrow y sus coguionistas han propiciado el encuentro entre los protagonistas de ambas sagas, de los Park y del los World. Si los personajes de Sam Neill y Laura Dern representaban el heroísmo de la entrega científica y del pensamiento crítico, los de Chris Pratt y Bryce Dallas Howard responden al modelo actual en el que la emotividad y el aspecto físico compensan la falta de lucidez. También reaparece Jeff Goldblum como el filósofo de moral distraída. Pero ya no hay magia ni química. Y el espectador debe entregarse a un gran acto de fe para creerse la supuesta atracción no resuelta entre todas las parejas posibles en la película. Las bocas dicen 'te quiero', pero los ojos piden socorro. O, directamente, pasan de todo.
Por un lado, continuamos la trama que dejó Juan Antonio Bayona en 'Jurassic World: el reino caído': los dinosaurios han escapado de los parques y ahora conviven con el resto de las especies. Maisie (Isabella Sermon) es la niña que rescataron Owen, el domador de velocirraptores (Chris Pratt), y Claire, exgerente de Jurassic World reconvertida en activista (Bryce Dallas Howard). Ella guarda un secreto relativo a la clonación humana y todo tipo de corporaciones con planes aviesos la buscan. Por otro lado, los paleontólogos Ellie (Laura Dern) y Alan (Sam Neill), después de décadas sin verse, se reencuentran en un caso de una especie de langosta gigante que devora los cultivos y podría provocar una hambruna fatal para la humanidad. Como nexo de unión de estas dos tramas, la empresa especializada en ingeniería genética Biosyn, que ha creado una reserva natural para los saurios.
A partir de aquí, lo de siempre, pero más. Mucha gente corriendo, huyendo primero de humanos con metralletas y después de todo tipo de dinosaurios, por tierra, mar y aire. Hay poca sangre, eso sí: 'Jurassic World' está medido milimétricamente para que nadie se maree ni se pierda en disquisiciones sobre si el personaje al que se comió el tiranosaurio deja familia y amigos. Porque tampoco importa nadie, en realidad. Tantas tramas, tantos saltos de un punto de vista a otro, la imposibilidad de profundizar en siquiera uno de los personajes —la sensación es que hay muchas películas en una—, provocan la falta de empatía del espectador. Todos son estereotipos, clichés y refritos. Hasta los dinosaurios.
Me pregunto qué pensaremos de nosotros mismos y de nuestra época cuando, dentro de 30 años, volvamos a ver 'Jurassic World: Dominion'. 'Parque Jurásico' se estrenó en 1993 y se mantiene igual de fresca y emocionante. Probablemente sea verdad que la pasión traspasa el celuloide y la pantalla. Pero también lo hacen la inercia y las cuentas de beneficios. ¿Dónde está la magia, la ilusión? Quizá sea el sino de nuestro tiempo. Y como dice Frank Marshall, esto no es el fin de una era, sino el comienzo de otra.
A 'Parque Jurásico' ya no lo reconoce ni la madre que lo parió, parafraseando a aquel. De aquella joya del cine posmoderno ya no queda ni el genoma. Ni rastro de la emoción, la aventura y la imaginación de manos del artesano Spielberg. Ni la originalidad ni la intriga ni el existencialismo de Michael Crichton. 'Jurassic World: Dominion' es, no ya a 'Jurassic Park', sino al cine, en general, como los 'sanpuru' —las réplicas de plástico de los platos de que los restaurantes japoneses utilizan como carta— a la comida. No huele. No es comestible. Y probablemente sea tóxico.