'Múnich: en vísperas de una guerra': así se reconoce el fascismo
Jeremy Irons se pone en la piel del primer ministro británico Neville Chamberlain en este nuevo drama histórico sobre la Segunda Guerra Mundial
Cada vez que aparece un nuevo título sobre el nazismo o la Segunda Guerra Mundial, no cabe sino plantearse qué hecho, qué personaje, qué ángulo del periodo histórico más trillado por el cine queda por descubrir. Cuando los grandes momentos ya han agotado su yacimiento de ideas, solo queda convertir las pequeñas —aparentes— intrascendencias en épica. Después de ‘Noche y niebla’ poco quedó por decir, pero después de cientos de documentales, ficciones y demás audiovisual ya no sobrevive el suspense y solo parece haber lugar para la ucronía —en el mejor de los casos, como en ‘The Man in the High Castle’— o el arreglo de cuentas con algunos de los intervinientes que, hasta hace poco, habían esquivado el ajuste.
‘Múnich: en vísperas de una guerra’, que se estrena este fin de semana en los cines y el 21 de enero en Netflix, centra su objetivo en aquellos que, pudiendo desenmascarar y detener a Hitler antes del estallido del conflicto —y del Holocausto—, buscaron subterfugios para no enfrentarse al dictador, una cobardía que se tradujo en la muerte de millones de personas. Y acusa principalmente al entonces primer ministro de Reino Unido, el conservador Chamberlain, de inacción y circunloquios durante los momentos previos a la declaración de la guerra, en particular durante las negociaciones en las que Hitler pidió anexionarse los Sudetes —región que en 1938 formaba parte de Checoslovaquia— a cambio de frenar —en falso— sus ansias expansivas en pos del Lebensraum, el espacio vital.
El director alemán Christian Schwochow, quien ha combinado su carrera en el cine —el 'biopic' de la pintora Paula Modernsohn, por ejemplo— con la televisión, utiliza como excusa la amistad de dos amigos, uno alemán y otro inglés, para reflejar la evolución de la percepción nacional e internacional del canciller nazi a lo largo de los años treinta. Y avisa sobre los peligros que conlleva la inacción en momentos de crisis política y social. Y de lo inmisericorde que es —o debería ser— el tiempo con quienes no toman partido. Como viene ocurriendo en los últimos años, cuando el mundo se enfrenta a una ola de gobiernos reaccionarios y xenófobos, Schwochow busca la analogía con la actualidad a través de un discurso que recuerda que al fascismo no se llega de repente, sino que requiere la voluntad de un pueblo que, quién sabe, quizás está condenado a repetir la historia. Las excusas, parecidas: el esplendor devuelto a la nación, el peligro de la emigración, el futuro edénico que promete el líder. El fanatismo apoderándose del espacio público.
Este drama político bien podría haber salido de la factoría BBC —para lo bueno y para lo malo— y Schwowoch ha puesto en práctica el estilo que impregna ciertas ficciones históricas británicas tras su paso por ‘The Crown’. Clásica, solemne y engolada, ‘Múnich’ también podría estar emparentada con ‘El discurso del rey’ o 'La hora más oscura': mucha conversación de despacho, mucha mecanografía y mucha burocracia. Esta vez, el clímax ocurre con la firma o no conjunta por parte de Chamberlain y Hitler de una declaración conjunta de paz duradera entre Alemania y el Reino Unido.
Hay algo extrañamente entretenido en este relato de diplomacia fallida. En el retrato de un político mediocre como Chamberlain escudado en una retórica vacía para disfrazar su cobardía. En imaginar quiénes serán los Chamberlain del futuro, incapaces de adivinar su propia estulticia. Pero poco más. La película no va más allá de una historia bien contada, pero sin personalidad ni un punto de vista claro. No hay riesgo y la ambientación, a pesar de su buena factura, es demasiado pulcra y acartonada.
Hay algo tristemente premonitorio —esperemos que no— o identificable en los primeros compases de la película. Tres jóvenes, dos chicos y una chica, celebran una fiesta en algún momento al final de los felices y locos años veinte. Una pareja alemana, Lenya y Paul (Liv Lisa Fries y Jannis Niewöhner), y un joven inglés, Hugh (George MacKay), estudiantes en Oxford, la élite de la intelectualidad europea. Hablan de una generación feliz, alocada, borracha de futuro. Y mientan, muy de pasada, una idea que apenas supone una ligera sombra en el horizonte: el orgullo nacionalista. Seis años después, convertidos los dos hombres en diplomáticos, tanto ellos como sus países han cambiado irremediablemente.
Hugh trabaja en el gabinete de Chamberlain, mientras Paul sirve como intérprete para la cancillería alemana. Jeremy Irons —a quien recientemente hemos visto reaparecer en ‘La casa Gucci’—, como Chamberlain, despliega todos los dejes de un orador encantado de escucharse pero sin nada que decir. Schwowoch transmite la sensación de fatuidad en escenas como la que, en un momento incendiario en el que se juega la paz en Europa, políticos y diplomáticos beben champán y cotillean sobre naderías mientras los dos jóvenes protagonistas intentan desenmascarar a un Hitler que, hasta la invasión de Polonia, no era más que un exaltado al que contentar por parte de muchos de los dirigentes europeos, quienes años después se llevaron las manos a la cabeza.
Después de que Bruno Ganz resultase un Hitler más creíble que el original, el casting para encontrar un sosias del bigote más odiado y reconocible de la historia siempre ha supuesto una dificultad. El director de 'Múnich' ha elegido a Ullrich Matthers, un actor con un físico alienígena, en el papel del Führer. Hay algo en su manera de mirar, en su forma de moverse, entre el desconcierto y el terror, que despista la atención de la trama principal cada vez que aparece en pantalla. O quizás el director y los actores no han sabido aportar enjundia y peso a unos protagonistas más bien grisáceos. O, probablemente, que poco más se podía exprimir de una historia sobre burócratas haciendo labores de burócratas. Y, ya saben, salvo para Kafka y Larra, la burocracia nunca ha sido buena materia prima para la emoción.
Cada vez que aparece un nuevo título sobre el nazismo o la Segunda Guerra Mundial, no cabe sino plantearse qué hecho, qué personaje, qué ángulo del periodo histórico más trillado por el cine queda por descubrir. Cuando los grandes momentos ya han agotado su yacimiento de ideas, solo queda convertir las pequeñas —aparentes— intrascendencias en épica. Después de ‘Noche y niebla’ poco quedó por decir, pero después de cientos de documentales, ficciones y demás audiovisual ya no sobrevive el suspense y solo parece haber lugar para la ucronía —en el mejor de los casos, como en ‘The Man in the High Castle’— o el arreglo de cuentas con algunos de los intervinientes que, hasta hace poco, habían esquivado el ajuste.