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'Cowboy de asfalto': los anacrónicos vaqueros de la calle Fletcher
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'Cowboy de asfalto': los anacrónicos vaqueros de la calle Fletcher

La ópera prima de Ricky Staub retrata las dinámicas internas de una organización ubicada en Filadelfia que promueve la cría de caballos y su monta entre la comunidad negra

Foto: Fotograma de 'Cowboy de asfalto'.
Fotograma de 'Cowboy de asfalto'.

Según el Instituto Smithsonian, una cuarta parte de los ‘cowboys’ que habitaban Estados Unidos en los años del Lejano Oeste eran afroamericanos, pero la mitología del ‘western’ —construida a través de los libros de historia y las películas, mayormente— no contempla esa diversidad racial. Y es algo lógico si tenemos en cuenta que la imagen del vaquero al galope sobre su caballo rumbo al horizonte es el epítome de la libertad y que, tradicionalmente —por decirlo de forma eufemística—, el discurso cultural de aquel país no se ha sentido inclinado a asociar a los negros a ese concepto.

Alrededor de esa omisión histórica hay material de sobra para una película, sobre todo porque los ‘cowboys’ negros que el cine ha imaginado en el pasado —el protagonista de ‘Sillas de montar calientes’ (1974), los de ‘Posse’ (1993), el de ‘Django desencadenado’ (2012)— no se dedicaron realmente a explorarla; y probablemente esa es una de las razones de ser de la ópera prima de Ricky Staub, ‘Cowboy de asfalto’. De hecho, los mejores momentos de la película son los que retratan las dinámicas internas del Fletcher Street Urban Riding Club, una organización ubicada en Filadelfia que promueve la cría de caballos y su monta entre la comunidad negra y acoge a chavales que de otro modo se enfrentarían a la pobreza y el crimen. Es una lástima, pues, que funcionen sobre todo como contexto del estereotipado drama familiar que ocupa el centro del relato.

Su protagonista, Cole (Caleb McLaughlin), es un adolescente problemático que al principio de la película llega contra su voluntad a las puertas del hogar de su padre, Harp (Idris Elba, también coproductor), que nunca estuvo presente en su educación; lo ha dejado allí su madre, harta de lidiar con él. Al principio, por supuesto, los dos hombres no se llevan bien. Harp intenta que el chico se interese por los establos, que en realidad son lo que da sentido a su propia vida, pero el chico rechaza la disciplina y la ética laboral que intentan inculcarle y en lugar de eso se deja tentar por la mala vida. Llegado el momento, obviamente, aprenderá la lección.

‘Cowboy de asfalto’, decimos, dedica parte de su metraje a observar la cotidianidad de los vaqueros del club de la calle Fletcher, y a poner en evidencia el anacronismo que su mera existencia representa en medio de la ciudad. En su mayoría versiones levemente ficcionadas de los no-actores que los interpretan, esos forajidos se cuentan el tipo de historias que uno pasaría horas escuchando, y lamentan el desprecio y el olvido a que su subcultura ha sido sistemáticamente sometida. Pero la narración no se vehicula a bordo de esos momentos casi documentales sino de un conflicto que ya ha sido sobreexplotado por incontables películas previas —¿seguirá el muchacho los consejos de su padre o se dejará guiar por el mal camino?— y cuya resolución, por tanto, es previsible en todo momento a pesar de todas esas escenas durante las que Cole se abandona al canalleo.

‘Cowboy de asfalto’ plantea cuestiones que no tiene tiempo ni interés en explorar

Desde el principio, en efecto, se ve venir que el joven establecerá una conexión especial con el caballo más temperamental del establo, al que ve como alma gemela, y sabemos de antemano que tendrá que escuchar frases de diálogo como “lo malo viene antes que lo bueno”. Y mientras sigue los mismos pasos narrativos que tantas otras historias similares de reconciliación paternofilial, quizá para esconder las huellas, ‘Cowboy de asfalto’ no solo hace tímidas incursiones en géneros como el cine de gánsteres, sino que también plantea cuestiones que Staub no tiene ni tiempo ni verdadero interés en explorar, sobre el racismo y la discriminación a los que la comunidad es sometida, o sobre la masculinidad negra, o sobre los males de la gentrificación.

Entretanto, es cierto, la película ofrece numerosos alicientes visuales. La cámara captura siluetas de connotaciones míticas dibujadas contra el atardecer; acampadas alrededor de una hoguera cuya luz se proyecta sobre muros decorados con grafitis; aceras en las que conviven los coches aparcados y los caballos atados a cualquier poste; bestias que galopan a cámara lenta a través de las calles y oponen su hermoso poderío al ruinoso paisaje urbano, derrochando el tipo de energía indómita que la película en su conjunto habría necesitado para liberarse de los clichés que la lastran.

Según el Instituto Smithsonian, una cuarta parte de los ‘cowboys’ que habitaban Estados Unidos en los años del Lejano Oeste eran afroamericanos, pero la mitología del ‘western’ —construida a través de los libros de historia y las películas, mayormente— no contempla esa diversidad racial. Y es algo lógico si tenemos en cuenta que la imagen del vaquero al galope sobre su caballo rumbo al horizonte es el epítome de la libertad y que, tradicionalmente —por decirlo de forma eufemística—, el discurso cultural de aquel país no se ha sentido inclinado a asociar a los negros a ese concepto.

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