'La canción de los nombres olvidados': nada más fácil que meterse con los nazis
Tim Roth y Clive Owen protagonizan este drama histórico y musical dirigido por el canadiense François Girard
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Fue la encargada de clausurar fuera de concurso la Sección Oficial del pasado Festival de San Sebastián, pero la última película del director quebequés François Girard pasó sin dejar sabor de boca. Ni mala, ni buena. Simplemente, insípida. 'La canción de los nombres olvidados' pertenece a esa categoría de dramas de época ambientados durante la Segunda Guerra Mundial o en sus perímetros en que la vida pasa en sepia, pardo y verde musgo. Películas con intenciones loables —la crítica del nazismo es la vía rápida hacia la bondad universal—, pero que responden a un patrón tan academicista y manido que acaban resultando inocuas, cansinas y, al cabo de un tiempo, intercambiables en la memoria.
Girard ha tomado como punto de partida la novela homónima del crítico y ensayista musical británico Norman Lebrecht para continuar con la reivindicación a través del cine del poder humanista de la música, la tesis sobre la que ha construido su carrera. Porque el realizador de 'El violín rojo' (1998) y 'El coro' (2014) también ha dirigido musicales, óperas e, incluso, algún espectáculo del Circo del Sol. De ahí que el 'leitmotiv' narrativo de su filmografía nazca de la partitura. 'La canción de los nombres olvidados' deja entrever ecos de 'El violín rojo', donde con maneras de 'thriller' desentrañaba el viaje de un instrumento de unas manos a otras a lo largo de la historia.
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En esta ocasión, la trama procesal sirve para buscar un violín Nicolò Gagliano de 1735, pero sobre todo para encontrar a su dueño, Dovidl, un antiguo niño judío-polaco huido del Holocausto, virtuoso concertista al que la familia de Martin acogió como uno más, hasta su desaparición en Londres en 1951, justo antes de dar el concierto que lo consagraría. Con una fragmentación capitular y múltiples saltos temporales que intentan disfrazar las carencias del guion y la puesta en escena —esta última, con una factura tan cuidada como almidonada—, 'La canción de los nombres olvidados' parte del punto de vista de Martin (Tim Roth), el mejor amigo de juventud de Dovidl en Inglaterra, quien decide dar con su paradero 35 años después de su desaparición.
Martin sale en busca de Dovidl 35 años después de su desaparición
A través de 'flashbacks', el director reconstruye la amistad de los dos niños, unidos por su sensibilidad artística pero también por el contexto histórico de una Europa sumida en la destrucción. Pero la música lo trasciende todo, viene a decir Girard, en escenas como la del 'roast' entre Dovidl y otro virtuoso rival en un refugio durante uno de los bombardeos nazis en la capital inglesa. A lo que hay que añadir interpretaciones de una intensidad dramática más propia del teatro, subrayadas con el plañido del violín, en un ejercicio cinematográfico demasiado sensacionalista y enfático.
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Siguiendo el rastro de Dovidl, Martin vuela hasta Varsovia y Nueva York en un ejercicio de reconstrucción del pasado y el presente de su amigo desaparecido. Un ejercicio de memoria también implícito en la música interpretada a lo largo de la película, producto de las experiencias vitales de sus creadores e intérpretes. Porque el título de la película proviene de una de las canciones que canta uno de los rabinos en la sinagoga y que tarda cinco días en interpretarse entera porque contiene los nombres de las víctimas del campo de concentración de Treblinka, que de otra forma hubiesen sido olvidados.
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Cuando Clive Owen aparece en escena es cuando la película se torna aún más solemne, si cabe. El joven que antes había desechado la religión —es como un abrigo que puedes quitarte si hace demasiado calor— ahora es consciente de que la música es una forma de honrar las tradiciones, de llegar a Dios y de mantener la identidad de un pueblo disgregado y diezmado como la del pueblo judío tras la Segunda Guerra Mundial. Y esto deja a 'La canción de los nombres olvidados' en un artefacto intelectual y humanista pero que carece de aliento y de vida. Y la música y el cine sin emoción, ¿qué son?
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Fue la encargada de clausurar fuera de concurso la Sección Oficial del pasado Festival de San Sebastián, pero la última película del director quebequés François Girard pasó sin dejar sabor de boca. Ni mala, ni buena. Simplemente, insípida. 'La canción de los nombres olvidados' pertenece a esa categoría de dramas de época ambientados durante la Segunda Guerra Mundial o en sus perímetros en que la vida pasa en sepia, pardo y verde musgo. Películas con intenciones loables —la crítica del nazismo es la vía rápida hacia la bondad universal—, pero que responden a un patrón tan academicista y manido que acaban resultando inocuas, cansinas y, al cabo de un tiempo, intercambiables en la memoria.