'70 binladens': no se te ocurra atracar un banco en Bilbao
El director vasco Koldo Serra rueda un 'thriller' sobre un robo a un banco que, por supuesto, acaba torciéndose
Hoy en día, para robar un banco, hay que ser terriblemente listo o terriblemente inconsciente. Como cuenta Elías León Siminiani en 'Apuntes para una película de atracos', los ladrones de bancos, los que entran en una sucursal a pasear la pipa y hacer butrones, tienen algo de romanticismo demodé, de no haberse sabido adaptar a los nuevos tiempos. Ya no se roba como se robaba en tiempos de Makinavaja. Ahora, se roba sentado en una silla ergonómica y lo único que se disparan son los intereses. Ahora, cuando se entra en una sucursal, hay que palparse bien la letra pequeña, no sea que hayamos consentido que nos metan mano a la cuenta.
Dicen que los buenos 'thrillers' —y la novela negra en su versión papel— son el vehículo perfecto para hacer un retrato social sin que el público masivo bostece preventivamente. En resumen: dorar la píldora. Y aunque en '70 binladens' el director bilbaíno Koldo Serra prima la acción y la sorpresa frente a la crítica, en la película deja traslucir la España poscrisis —o en crisis, depende de la óptica y el optimismo—, la de falta de liquidez, la de la caída del Estado del bienestar. La mayor parte de sus personajes se ve empujada a delinquir por un contexto social desfavorable, ya sea estructural o provocado por alguien en una posición de poder. Muchos no son villanos 'per se' sino supervivientes.
Raquel (Emma Suárez), una mujer que se ha matado a trabajar por un sueldo de mierda, según sus propias palabras, necesita 35.000 euros para dentro de 24 horas. Y es a esta cantidad a la que hace referencia el título: en el argot de la calle, un 'binladen' es un billete de 500 euros, "porque todo el mundo habla de él, pero nadie lo ha visto". Pero por mucho que en las puertas de los bancos sus carteles publicitarios no se cansen de prometer lo fácil que es conseguir un crédito, todas las sucursales que ha visitado la mujer le han negado el dinero. Ni un mísero 'binladen'.
La puesta en escena de '70 binladens' tiene algo de teatral, y no en el sentido peyorativo
Caja Norte es la última opción para Raquel, y tiene suerte: por un módico interés del 22%, la entidad le prestará el dinero. Pero justo en el momento en que el banco está a punto de enviar la orden de pago, dos atracadores entran en la sucursal a punta de pistola y recortada. Y si conseguir el crédito es cuestión de vida o muerte para la protagonista, ¿qué más tendría que perder? La puesta en escena de '70 binladens' tiene algo de teatral, y no en el sentido peyorativo: Serra economiza los medios limitando el número de personajes y espacios y refuerza la sensación de encierro de los rehenes, pero también de los atracadores. El escenario queda dividido entre dentro y fuera, y Bilbao, con sus colmenas de pisos altas y opresivas y su tiempo desapacible, se convierte en otro muro del que escapar. Dentro de la oficina, el tiempo queda suspendido en una ambigüedad estética en la que conviven 'smartphones' de última generación y paredes revestidas de madera, fluorescentes y trajes de dos piezas grises, como de décadas atrás.
'70 binladens' tiene algo de 'Tarde de perros': los dos ladrones de poca monta, interpretados por Hugo Silva y Nathalie Poza, acaban despertando cierta compasión. Marcados como carne de presidio, no tienen ni demasiadas luces ni temple, y su plan para atracar el banco es producto de la improvisación y de la inexperiencia. Serra los imagina casi como los subalternos de algún villano de cómic: el violento e imprevisible y el tonto sumiso. Lo que ellos habían imaginado como un golpe rápido acaba siendo una ratonera sin salida. Y la protagonista aprovecha el caos para congraciarse con los atracadores y enviar la orden de pago del crédito. A partir de aquí, ocurre todo. Hasta lo improbable.
Los atracadores no tienen ni demasiadas luces ni temple, y su plan para atracar el banco es producto de la improvisación y de la inexperiencia
Porque frente a las películas de atracos sofisticados del 'blockbuster' de Hollywood, Serra subraya lo cutre. Lo cutre es esa oficina de relojes pasados de moda y 'post-it' olvidados con información relevante. Lo cutre es pedirle a la Policía un par de pizzas para matar el hambre durante un atraco. Lo cutre es que durante la espera, los agentes se pongan a ver el partido de fútbol porque, "qué más da si aquí hasta las 12 no va a pasar nada".
Y es que fuera del banco, no es que estén mejor organizados. Las pullas de '70 binladens' están muy repartidas: por un lado, la corrupción policial y las tensiones entre los diferentes cuerpos de seguridad, que intentan marcar territorio, por otro, la costumbre de los medios de comunicación de convertir cualquier suceso en un espectáculo sin rigor ni veracidad. A pesar de estas pinceladas, el guion de Javier Echániz, Juan Antonio Gil Bengoa y Asier Guerricaechebarría prefiere centrarse en hacer crecer la tensión dentro de la oficina y en dificultar la salida digna y salva tanto de rehenes como de atracadores. Sin embargo, la búsqueda de la sorpresa provoca algún que otro volantazo en los que el artefacto se hace evidente. Al final, el director proporciona al espectador de las piezas faltantes del puzle a base de 'flashbacks' necesarios para poder entender la película, loque en cierta forma es un recurso de trilero, la letra pequeña al final del contrato con el espectador.
* Este artículo está escrito por Marta Medina, pero incluye una firma genérica porque corresponde a una periodista que hoy hace huelga.
Hoy en día, para robar un banco, hay que ser terriblemente listo o terriblemente inconsciente. Como cuenta Elías León Siminiani en 'Apuntes para una película de atracos', los ladrones de bancos, los que entran en una sucursal a pasear la pipa y hacer butrones, tienen algo de romanticismo demodé, de no haberse sabido adaptar a los nuevos tiempos. Ya no se roba como se robaba en tiempos de Makinavaja. Ahora, se roba sentado en una silla ergonómica y lo único que se disparan son los intereses. Ahora, cuando se entra en una sucursal, hay que palparse bien la letra pequeña, no sea que hayamos consentido que nos metan mano a la cuenta.