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'El museo de las maravillas': una apasionada carta de amor a Nueva York
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'El museo de las maravillas': una apasionada carta de amor a Nueva York

Aunque es una obra menor, Todd Haynes dirige una obra admirablemente original, y sincera, y ambiciosa, y llena de pasión y entusiasmo y melancolía

Foto: Julianne Moore protagoniza 'El museo de las maravillas'. (Diamond Films)
Julianne Moore protagoniza 'El museo de las maravillas'. (Diamond Films)

De Todd Haynes nos hemos acostumbrado a esperar casi cualquier cosa, del homenaje sirkiano de 'Lejos del cielo' al expresionismo 'lo-fi' de 'Poison', y del 'camp' videoclipero de 'Velvet Goldmine' al minimalismo fracturado de 'I’m Not There'. El californiano, en otras palabras, ha demostrado siempre una asombrosa versatilidad estilística. Y, a pesar de ello, cuando estrenó 'El museo de las maravillas' en el pasado Festival de Cannes dejó a casi todo el mundo a cuadros. ¿Quién podía esperar que un director en su día apodado "el Fellini de las felaciones" llegaría jamás a hacer una película infantil?

Dicho esto, eso sí, el director no se ha perdido en la reubicación demográfica. Se mire como se mire, 'El museo de las maravillas' es una película de Todd Haynes, que explora asuntos como la soledad y el aislamiento y habla de personajes excluidos socialmente que tratan de encontrar su lugar en el mundo. Para ello, pone en paralelo dos historias que transcurren en dos tiempos distintos —una en 1927, la otra en 1977— y que protagonizan sendos niños sordos que huyen a Nueva York en busca tanto de adultos importantes en sus vidas como de piezas extraviadas de sí mismos. Hasta que llegado el momento ambas líneas argumentales se cruzan, las respectivas incapacidades auditivas de sus protagonistas —una permanente, la otra transitoria— le dan a Haynes la oportunidad para recrearse en una narración puramente visual y sonora en la que se mezclan diferentes formatos y texturas, modelos de cartón, capas de audio superpuestas y virtuosas secuencias de animación deliciosamente analógica.

placeholder Julianne Moore, en 'Wonderstruck. El museo de las maravillas'. (Diamond Films)
Julianne Moore, en 'Wonderstruck. El museo de las maravillas'. (Diamond Films)

En ese sentido, buena parte de la pegada del filme se apoya en el contraste formal entre esos dos tiempos narrativos. Si las escenas ambientadas en 1977 poseen el tipo de cromatismo tórrido y de funk en la banda sonora que comúnmente asociamos al cine de esa época, las situadas en 1927 evocan la era del cine mudo sin duplicarla: no oímos diálogo alguno y sí, en cambio, una partitura musical casi constante.

Haynes dirige una carta de amor a la ciudad de Nueva York

Lo que Haynes propone complementando ambas historias no es solo un homenaje a la evolución del cine mismo; también una carta de amor a la ciudad de Nueva York y otra al placer que fabricar cosas con las manos provoca, y una reivindicación sobre la necesidad que todos tenemos de encontrar un lugar al que pertenecer, y, quizá por encima de todo, una oda a los museos y a sus curadores. Y mientras lo hace, decimos, esta película dibuja un paisaje cuya contemplación quita el hipo. Y, entonces, ¿por qué verla le deja a uno tan frío?

placeholder Oakes Fegley, en 'El museo de las maravillas'. (Diamond Films)
Oakes Fegley, en 'El museo de las maravillas'. (Diamond Films)

El calificativo 'académico' es usado con frecuencia por aquellos más críticos con Haynes, que lo acusan de diseñar pastiches inteligentes pero remotos a partir de las cosas que le gustan, del rock clásico a las imágenes en movimiento. Es un reproche a menudo injusto, pero en todo caso es difícil evitar la sensación de que 'El museo de las maravillas' es más un ejercicio que una película, una obra que siente más apego por su propia estructura que por sus efectos dramáticos.

Es difícil evitar la sensación de que 'El museo de las maravillas' es más un ejercicio que una película

El problema de esa estructura es que nos empuja a pendular constantemente entre marcos temporales y eso, pasada la sorpresa, llega a resultar repetitivo, especialmente porque Haynes los alterna a tal velocidad que la película tarda demasiado en encontrar su equilibrio tonal y su foco dramático. Eso explica que tanto las inconsistencias argumentales como el papel jugado por las coincidencias en la historia cobren excesivo protagonismo, y que durante buena parte del metraje sea difícil interesarse lo suficiente por los personajes.

placeholder Cartel de 'El museo de las maravillas'.
Cartel de 'El museo de las maravillas'.

Paradójicamente, 'El museo de las maravillas' es también, entre todas las películas de Haynes, la que más se esfuerza por impactar en nuestras entrañas. No cae en sensiblerías ni manipulaciones, pero sí da por hecha la implicación emocional del espectador mucho antes de que esta suceda.

Foto: Jessica Chastain protagoniza el debut en la dirección del guionista Aaron Sorkin. (EOne)

Ser una obra menor de Todd Haynes, eso sí, no le impide capturar con asombrosa precisión tanto el vértigo que estar perdido en un lugar extraño provoca como la intensidad con que lo sentimos todo cuando somos niños. Por ello, y porque, a pesar de todo, es una obra admirablemente original, y sincera, y ambiciosa, y llena de pasión y entusiasmo y melancolía, y de final arrebatador, no celebrarla sería una insensatez.

Foto: Karra Elejalde y Tito Valverde en 'Que baje Dios y lo vea'. (DeAPlaneta)

De Todd Haynes nos hemos acostumbrado a esperar casi cualquier cosa, del homenaje sirkiano de 'Lejos del cielo' al expresionismo 'lo-fi' de 'Poison', y del 'camp' videoclipero de 'Velvet Goldmine' al minimalismo fracturado de 'I’m Not There'. El californiano, en otras palabras, ha demostrado siempre una asombrosa versatilidad estilística. Y, a pesar de ello, cuando estrenó 'El museo de las maravillas' en el pasado Festival de Cannes dejó a casi todo el mundo a cuadros. ¿Quién podía esperar que un director en su día apodado "el Fellini de las felaciones" llegaría jamás a hacer una película infantil?

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