'El ciudadano ilustre', cuando un premio Nobel vuelve a casa... y se arma la de Dios
El humor nihilista de Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelve a ofrecer escenas maravillosas de surrealismo costumbrista de mano de un Oscar Martínez con precisión de francotirador
Cuando a Juan Antonio Roca lo pillaron con el carrito del helado, la esencia pura del 'malayismo' y del horterismo de apología del exceso de nuevo rico con mucho parné morado en la cartera y muy poca materia gris en la sesera quedó concentrada en una única imagen, terriblemente elocuente, trágicamente cómica: la de ese 'miró' colgado de la pared del cuarto de baño, compartiendo espacio vital con la escobilla de váter y el ambientador con perfume a colonia de bebé para enterrar en una ola de limpieza y pureza el hedor de la descomposición y de la degradación humana. La tinta atemporal de una litografía vanguardista compartiendo hábitat con fluidos, deposiciones y efluvios varios. Partículas chocando, entrando en contacto, en un abrazo -si no físico- conceptual. Defecar mirando un 'miró'. Que un 'miró' te vea defecar.
En 'El ciudadano ilustre', el premio Nobel de Literatura Daniel Mantovani (Óscar Martínez) viaja en un taxi desmadejado por un camino de cabras, de vuelta a su pueblo natal, Salas -en la Argentina profunda-, del que salió echando pestes 40 años antes, sin mirar atrás. Hoy, Mantovani vuelve para recibir la medalla de ciudadano ilustre, el mayor reconocimiento que otorga la localidad que lo vio nacer y crecer, y para recibir el amor y el respeto de sus conciudadanos. Después de sufrir un pequeño contratiempo, el taxista le pide al escritor que le preste uno de sus libros. Arranca una hoja y sale del vehículo. Camina unos metros, encuentra un buen sitio entre unos matorrales y se pone en cuclillas.
Los directores Mariano Cohn y Gastón Duprat -que han presentado también este año en San Sebastián el documental 'El asado'- vuelven a reflexionar sobre la colisión entre dos mundos, el de la cultura y la erudición, el de las palabras pomposas y la condescendencia intelectual y el otro, el que se limpia el culo con la literatura, el que reduce el cine de autor a categoría de paja mental y aquel para el que un libro, aparte de un accesorio mobiliario que tiene que ir a juego con las cortinas, es una forma de maquillaje del complejo de clase. Un tema al que ya recurrieron en su ópera prima, 'El artista' (2008), y en la hilarante y desquiciada 'El hombre de al lado' (2009), todas con guión de Andrés Duprat.
En 'El ciudadano ilustre' vuelven al tema al que ya recurrieron en su ópera prima, 'El artista' (2008), y en la hilarante y desquiciada 'El hombre de al lado' (2009), todas éstas con guión de Andrés Duprat
En 'El ciudadano ilustre', Daniel Mantovani representa el estamento más alto de la exquisitez no sólo cultural -porque aunque últimamente se haya puesto en tela de juicio, ¿qué reconocimiento hay de más prestigio que el premio Nobel?-, sino también del refinamiento cosmopolita. Mantovani, que ha alimentado su obra con la idiosincrasia de su pueblo natal, decide en un acto -quizás de nostalgia, quizás en busca de un nuevo chute de inspiración- volver al pasado, a reencontrarse con la vida sencilla y prosaica de sus raíces, siempre con la distancia del turista.
Óscar Martínez, que ya alucinó a la crítica con su estupendo papel del casposo Velarde en 'Capitán Koblic' (2016), vuelve a interpretar aquí con la precisión de un francotirador, sin mover un músculo de más, construyendo un personaje tridimensional y con aristas que encaja perfectamente con el registro que pide la historia.
Desde su llegada, este choque de opuestos, fuente natural de la comedia, irá provocando situaciones tan verosímiles como absurdas en una serie de momentos sacados del 'surrealismo costumbrista' que tan bien manejan los directores. Un humor que nace de la incomodidad del personaje con el entorno -y viceversa-, de esa unión antinatura concebida con una intención benigna que acaba conduciendo al desastre. Como las cenas de empresa navideñas. Como un polvo con tu compañero de piso. El guionista y los directores exprimen el folclore local y hacen desfilar una hilera de personajes extraños, de actitudes desconcertantes, apuntaladas con el humor que entraña un plano pretendidamente largo, intencionadamente vacío, o excesivamente coreografiado. Todo ello con una propuesta formal autorreferencial, entre el documental y el 'sketch', perfectamente coherente con ese 'surrealismo costumbrista' buscado.
Se irán dando situaciones tan verosímiles como absurdas en una serie de momentos sacados del 'surrealismo costumbrista' que tan bien manejan los directores
Duprat y Cohn escarban por un lado, en el campo de las pulsiones, las rencillas no cerradas y las viejas heridas, lugares comunes de las vueltas al pasado. El regreso de un hijo pródigo al lugar del que siempre estuvo huyendo. Mantovani se encuentra con antiguos compañeros, con viejos amigos que fueron parte de su vida y con los que apenas encuentra ya un mínimo hilo que los una. Ellos, por su parte, se topan con un desconocido, que aunque conserve el nombre, tiene poco que ver con la persona con la que comparten memorias.
Sin embargo, por el otro, planean una reflexión interesante sobre la apropiación de la identidad individual por parte de un colectivo, convirtiendo a una persona de carne y hueso -con los defectos que eso conlleva- en la representación de las virtudes -y única y exclusivamente de las virtudes- del propio colectivo, ya sea pueblo, país o asociación de joteras punk en apoyo al escarabajo pelotero.
El aplauso va dando paso a la decepción, la frustración y, finalmente, al enconamiento
Como un reverso oscuro de la Ilustración, 'El ciudadano ilustre' también reflexiona sobre el 'todo por el arte pero sin el arte' tan paradójico como común hoy. Los cineastas señalan la cómica contradicción que supone la instrumentalización del arte en la que no importa la obra, ni siquiera el artista, sino exclusivamente la idea que éste representa -el eslogan, la mercadotecnia- y cómo se puede utilizar. La lisonja insincera tan precticada.
A medida que pasan los días, cuando se va desmontando la imagen ideal preconcebida -en ambas direcciones-, el aplauso va dando paso a la decepción, la frustración y, finalmente, al enconamiento, sobre todo en una sociedad que aprecia la autocrítica tanto como un integrista la tolerancia. Como en una ampliación del campo de batalla de 'La comunidad' (2000), el ambiente de Salas comenzará a enrarecerse empujando a ambos mundos a un 'Big Bang' final.
'El ciudadano ilustre' es la crónica negra y cómica de una muerte anunciada, la de una relación antinatura de dos mundos en las antípodas. Una divertida fábula sobre el papel de la cultura en la sociedad donde una y otra se vampirizan mutuamente -a pesar de que se teman y se desprecien la una a la otra porque, probablemente, no lleguen a comprenderse del todo-, sobre el significado del éxito, sobre la soledad del creador, y sobre la huida de las raíces -por algo te fuiste, recuerda-. Así que, ¿por qué volviste, Mantovani?
Cuando a Juan Antonio Roca lo pillaron con el carrito del helado, la esencia pura del 'malayismo' y del horterismo de apología del exceso de nuevo rico con mucho parné morado en la cartera y muy poca materia gris en la sesera quedó concentrada en una única imagen, terriblemente elocuente, trágicamente cómica: la de ese 'miró' colgado de la pared del cuarto de baño, compartiendo espacio vital con la escobilla de váter y el ambientador con perfume a colonia de bebé para enterrar en una ola de limpieza y pureza el hedor de la descomposición y de la degradación humana. La tinta atemporal de una litografía vanguardista compartiendo hábitat con fluidos, deposiciones y efluvios varios. Partículas chocando, entrando en contacto, en un abrazo -si no físico- conceptual. Defecar mirando un 'miró'. Que un 'miró' te vea defecar.