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'Dioses de Egipto': la ridiculez se hizo película
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'Dioses de Egipto': la ridiculez se hizo película

La decadencia del director Alex Proyas se consuma en esta película de acción sin sentido protagonizada por Nikolaj Coster-Waldau y Gerard Butler

Foto: Fotograma de 'Dioses de Egipto'
Fotograma de 'Dioses de Egipto'

Hay películas tan malas que llegan a ser buenas; obras tan capaces de sobrepasar los límites de la estupidez total, de abrazar su naturaleza idiota, que incitan al disfrute sincero y desprejuiciado. Ejemplo paradigmático de esa tipología fílmica es 'Flash Gordon' (1980). Y luego hay películas tan malas que llegan a ser solo malísimas. 'Dioses de Egipto' está entre estas últimas. Es del todo ridícula y risible, y de hecho esos rasgos son su único aliciente pero, en lugar de usarlos como bandera, de dar saltos y gritar y proferir risas desencajadas, toma sus ideas de bombero y las atempera a niveles de mera mediocridad.

Tráiler de 'Dioses de Egipto'

En otras palabras, si 'Dioses de Egipto' incluyera escenas pornográficas, o números musicales, sería un clásico; es una lástima que el director Alex Proyas no buscara inspiración en el cine de Tinto Brass o en el de Bollywood o, ya puestos, que no se inspirara de veras en la mitología egipcia, que en realidad es una cosa muy loca: gracias a ella sabemos, por ejemplo, que Isis construyó un pene de oro para concebir a Horus porque el de su marido asesinado, Osiris, había sido devorado por un cangrejo; o que Horus untó con su propio esperma una lechuga antes de que su tío Set se la comiera. La película no recoge nada de eso.

Un sinsentido abúlico

Asimismo, el universo en el que transcurre incluye pirámides y esfinges pero por lo demás tiene tanto que ver con la realidad de la vida en el antiguo Egipto como 'La sirenita' con la del ecosistema marino. Es, pues, una fantasía en la que la tierra es plana, y gigantescas deidades de carne y hueso conviven con los mortales, y sangran oro, y se transforman en relucientes robots con cabeza de perro para arrojarse las unas a las otras contra edificios arquitectónicamente imposibles mientras la turba humana huye. Y una de ellas, Ra, es un tipo calvo propenso a entrar en combustión que vuela alrededor del sol a bordo de una nave a pedales y se enfrenta a un gusano espacial con su lanza láser. Es decir, si Nick Fury apareciera en escena durante los títulos de crédito para reclutar Vengadores, no pasaría nada. Si la acción no sucediera en Oriente Medio sino otra galaxia, tampoco.

En ese sentido, tanto la controversia que la película generó hace meses a causa de la decisión de Proyas de poblar su versión de Egipto casi exclusivamente de actores caucásicos como las posteriores disculpas pedidas por el director carecen de sentido -al fin y al cabo, es un 'cartoon'-, o al menos así sería si esos actores se ganaran el sueldo. El problema es que no se lo ganan. El reparto incluye por un lado varios australianos y americanos, algún francés y al danés Nikolaj Coster-Waldau, y casi todos ellos parecen tener la cabeza en otro sitio -y el mismo bronceado naranja que Donald Trump-; por otro tenemos, cómo no, al escocés Gerard Butler, que se pasea por la pantalla con una despistada intensidad que, como la película misma, no tarda en resultar tediosa. Por eso sí que tendría que haberse disculpado Proyas.

A medida que avanza la película tiene menos y menos sentido

En concreto, la película habla de la batalla entre el malvado dios Set (Butler) y su sobrino el disoluto dios Horus (Coster-Waldau). El primero se ha apoderado del trono, al tiempo que arrojaba al exilio al segundo no sin antes arrebatarle la vista. Para recobrarla, y de paso salvar Egipto y el mundo, Horus se apoyará en un mortal, Bek (Brenton Thwaites), cuya capacidad para irritar recuerda a la del mismísimo Jar-Jar Binks.

Por supuesto, hay más. Hay asesinos de lengua reptiliana, cobras gigantes que escupen fuego y carros propulsados por escarabajos alados. Y más. Y a medida que avanza la película tiene menos y menos sentido, pero da igual porque las únicas funciones que aquí cumple la narrativa son, por un lado, establecer las reglas de funcionamiento de este mundo y sus habitantes ahora y romperlas después y, por otro, servir de acomodo para una colección de efectos digitales chuscos que evocan a partes iguales las viejas películas de Golan-Globus, las portadas de los discos de Asia y esos videojuegos de descarga gratuita que se anuncian en Facebook.

Puede que la caída en desgracia de Proyas no sea tan pública como las de M. Night Shyamalan o las Wachowski, pero es igual de notoria.

Puede que la caída en desgracia de Proyas no sea tan pública como las de M. Night Shyamalan o las Wachowski, pero es igual de notoria. En los 90 fue aclamado gracias a los deslumbrantes neo-noirs 'El cuervo' (1994) y 'Dark City' (1998), luego dirigió el mediocre thriller 'Yo, Robot' (2004) y confirmó su declive con la fantasía conspiranoica 'Señales del futuro' (2009). Tiene su mérito que después de tanto tiempo sin hacer cine consiguiera que un estudio le diera 140 millones de dólares para hacer una película que es imposible, en parte porque no debería existir. Probablemente les convenció de que 'Dioses de Egipto' lograría dar inicio a una lucrativa saga, pero eso no va a suceder. Hasta una secuela de 'Mar adentro' es más probable.

Hay películas tan malas que llegan a ser buenas; obras tan capaces de sobrepasar los límites de la estupidez total, de abrazar su naturaleza idiota, que incitan al disfrute sincero y desprejuiciado. Ejemplo paradigmático de esa tipología fílmica es 'Flash Gordon' (1980). Y luego hay películas tan malas que llegan a ser solo malísimas. 'Dioses de Egipto' está entre estas últimas. Es del todo ridícula y risible, y de hecho esos rasgos son su único aliciente pero, en lugar de usarlos como bandera, de dar saltos y gritar y proferir risas desencajadas, toma sus ideas de bombero y las atempera a niveles de mera mediocridad.

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