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La pompa gótica de Del Toro
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estreno de 'la cumbre escarlata'

La pompa gótica de Del Toro

Las películas de Guillermo Del Toro son como el helado o la pizza: incluso cuando dejan que desear, son buenas. Y en 'La cumbre escarlata' hay mucho a lo que hincarle el diente

Foto: Una imagen de 'La cumbre escarlata', de Guillermo del Toro
Una imagen de 'La cumbre escarlata', de Guillermo del Toro

Al principio de 'La cumbre escarlata', la aspirante a novelista Edith Cushing –el apellido es un guiño no particularmente sutil al 'connoisseur'-- describe su nuevo manuscrito a un editor escéptico. “No es una historia de fantasmas, es una historia con fantasmas”, asegura, y algo parecido puede decirse de la película misma: es menos un relato de terror que uno sobre una mujer que siente terror. En otras palabras, el nuevo trabajo de Guillermo del Toro, en el que el mexicano unifica sus dos impulsos creativos primarios –por un lado, misteriosos dramas humanos cargados de simbolismo; por otro, inflados espectáculos de vocación comercial--, no da miedo. Los fantasmas que emergen de sus muros y transitan sus oscuros pasillos resultan más trágicos que aterradores. Las criaturas más peligrosas son humanas; y los humanos, ya se sabe, somos muy previsibles.

Quizá consciente de esto último, Del Toro parece renunciar de forma deliberada al suspense. Tan pronto como empieza a escarbar en el retorcido antirromance que vehicula el filme, Del Toro se vacía los bolsillos como en un control del aeropuerto. Desde el principio sabemos qué se dicen y se hacen los hermanos Sharpe (Tom Hiddleston y Jessica Chastain) cuando nadie les mira, por qué sabe tan amargo el café que bebe Edith (Mia Wasikowska) y qué se oculta tras esas puertas cerradas con llave. Todo eso está inventado.

De hecho, es fácil imaginarse a Del Toro durante el rodaje del filme tratando de reprimir los jadeos de gozo mientras recicla sin reparos las convenciones del género gótico y se esmera en evocar no solo el cine de la Hammer sino también a Mario Bava, Edgar Allen Poe y Lord Byron, y al Hitchcock de 'Rebeca' (1940) y 'Encadenados' (1946). 'La cumbre escarlata' es un homenaje tan devoto que, por momentos, al contemplarla es inevitable pensar en un cadáver hermosamente embalsamado. Cada detalle del universo que el filme presenta está meticulosamente diseñado, desde el papel de las paredes a los colores de los vestidos que lucen Chastain y Wasikowska –esta última cambia de modelo más veces que Taylor Swift presentando el desfile de Victoria’s Secret— a la disposición precisa de la mansión y su geografía.

Porque por supuesto hay una mansión, y es la verdadera estrella aquí. Toda esplendor desvanecido, tuberías rugientes y tarimas crujientes, es tan inhóspita que haría al mismísimo Bram Stoker entrar corriendo en la web de Airbnb. Un enorme agujero en el techo hace que la hojarasca y la nieve caigan constantemente en el recibidor –quien se pregunte por qué nadie llama a un carpintero debería ver una película más realista—, las polillas revolotean por habitaciones y pasillos, y el sótano aloja una serie de cubas gigantes llenas de barro carmesí –de ahí el título—sobre el que la casa está construida y que contamina simbólicamente todo lo que toca. Este lugar sólo podría existir en una película, o tal vez en los sueños más húmedos de un cineasta inclinado al espectáculo visual pero no necesariamente a la lógica.

Enfrentada a tan imponente escenario, y a tan embriagadora atmósfera, cualquier historia corre el riesgo de saber a poco. Más concretamente, el atmosférico casoplón resulta tener más vida que los personajes que la habitan, y no solo los fantasmas. Los seres humanos parecen existir en 'La cumbre escarlata' simplemente porque Del Toro necesita a alguien que luzca el suntuoso fondo de armario. En consecuencia, el empeño de los intérpretes arroja resultados irregulares. Mia Wasikowska parece haber nacido para protagonizar una película en la que se pasea temerosa en camisón por lo oscuro, preferiblemente con candelabro en mano, de modo que es una pena que su química con Hiddleston sea nula. Y Chastain resulta tan cómicamente siniestra que su personaje bien podría llamarse Spoiler.

En cualquier caso, las películas de Guillermo Del Toro son como el helado o la pizza: incluso cuando dejan que desear, son buenas. Y en 'La cumbre escarlata' hay mucho a lo que hincarle el diente. Cada plano está caracoleado con maravillosos detalles, cada escena es una oportunidad para que Del Toro amplifique el sentido de amenaza, ocasionalmente interrumpiendo la acción para subrayar la tensión con el primer plano de unas hormigas que se meriendan una mariposa, o de moscas que mueren sobre una mesa –siempre ha sentido debilidad por los insectos--. Y vuelve a demostrarse que, a día de hoy, no hay cineasta capaz de usar el color mejor que él. Puede que eso signifique que 'La cumbre escarlata' es mero estilo. Pero menudo estilo.

Al principio de 'La cumbre escarlata', la aspirante a novelista Edith Cushing –el apellido es un guiño no particularmente sutil al 'connoisseur'-- describe su nuevo manuscrito a un editor escéptico. “No es una historia de fantasmas, es una historia con fantasmas”, asegura, y algo parecido puede decirse de la película misma: es menos un relato de terror que uno sobre una mujer que siente terror. En otras palabras, el nuevo trabajo de Guillermo del Toro, en el que el mexicano unifica sus dos impulsos creativos primarios –por un lado, misteriosos dramas humanos cargados de simbolismo; por otro, inflados espectáculos de vocación comercial--, no da miedo. Los fantasmas que emergen de sus muros y transitan sus oscuros pasillos resultan más trágicos que aterradores. Las criaturas más peligrosas son humanas; y los humanos, ya se sabe, somos muy previsibles.

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