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Chile conquista la Berlinale

Pablo Larraín y Patricio Guzmán presentan sus nuevas películas, dos miradas críticas hacia la historia de su país que han convencido a la crítica

Foto: Los actores chilenos Roberto Farias (d) y Alfredo Castro (i) y el director chileno Pablo Larraín (c) posan durante el pase gráfico de la película 'El Club' (EFE)
Los actores chilenos Roberto Farias (d) y Alfredo Castro (i) y el director chileno Pablo Larraín (c) posan durante el pase gráfico de la película 'El Club' (EFE)

En las últimas horas el acento chileno se ha apoderado del festival de Berlín. Dos directores clave de esta cinematografía, Patricio Guzmán y Pablo Larraín, presentaron sus nuevos trabajos recibiendo ambos la ovación de la crítica. Cada uno de ellos sigue fiel a su estilo. Estamos por lo tanto ante dos obras combativas aunque de carácter antagónico, una impregnada de la maestría del veterano, la otra de la energía de la juventud. Guzmán, autor de uno de los mayores monumentos de la historia del cine latinoamericano, La batalla de Chile (1973), propone en el documental El botón de nácar un ensayo a partir del agua. Como ya hiciera en su anterior trabajo, Nostalgia de la luz (2011), un elemento natural y eterno sirve para reflexionar sobre lo concreto.

Todo comienza con un bloque de cuarzo de 3.000 años de antigüedad encontrado en el desierto de Atacama. Guzmán emprende entonces un viaje desde las civilizaciones indígenas de Chile hasta la dictadura de Pinochet, cuestión clave de su cine y su vida. La película mantiene que el país es en realidad una isla cuyos 4.200 kilómetros de costa no han sido aprovechados.

En rueda de prensa, Guzmán señaló que “en Chile vivimos todos en el centro del país, en los extremos no vive nadie. En el norte hay astrónomos que investigan el pasado, las momias, los meteoritos, los dinosaurios, también hay madres que buscan a los desaparecidos. En el sur hay agua en todas partes, el agua es el pasado y el futuro, cuando encontremos planetas con vida”.

Patagonia es el territorio elegido para abordar las injusticias históricas, las heridas que todavía siguen abiertas en Chile. Como es norma en el cine de Guzmán, la película opta por indagar en episodios que el poder ha enterrado deliberadamente. Por un lado, la destrucción de los pueblos indígenas del sur a manos de los colonos chilenos y por el otro la barbarie de la dictadura.

El director reconstruye el proceso utilizado por el ejército para hacer desaparecer a los militantes de izquierda. En ese tiempo más de 1.200 personas fueron atadas a vigas de hierro y después lanzadas al océano. Las prácticas fueron ejecutadas por militares con la colaboración de civiles. Esos crímenes quedaron indemnes. Algunos cadáveres llegaron milagrosamente hasta la orilla, lo que permitió descubrir esta cara oculta del horror dictatorial. El film defiende que todo surge del agua: la creación, la supervivencia, la belleza, y también la verdad.

Guzmán utiliza con efectividad recursos propios del documental tradicional (entrevistas, voz en off, imágenes de archivo). El resultado es una obra sencilla y honesta a la que se le puede achacar un didactismo que resta fuerza al discurso. Sobre su método de trabajo, el cineasta sentenció: “Con este tipo de películas no se gana dinero. En un documental tienen que trabajar cinco personas, las que caben en un automóvil. Mientras menos gente mejor, lo importante son las ideas.”

Por su parte, Larraín se atreve en El club con una ficción que mira a los escándalos de la Iglesia. Un grupo de religiosos han sido enviados a una soporífera localidad costera como castigo por sus pecados. Todos llevan a sus espaldas algún crimen escabroso: abusos sexuales, pedofilia, participación en casos de niños robados. “La Iglesia lleva años escondiendo este tipo de situaciones y así se me ocurrió hacer una película sobre este 'club' de los perdidos” afirmó Larraín ante los medios. “En mi país, como en otras partes, la Iglesia no rinde cuentas a la justicia civil. Lava sus atrocidades con el sacramento de la confesión. La pederastia o la complicidad con los torturadores quedan impunes y a lo sumo se recluye a sus culpables en tranquilos retiros… Chile está viviendo un proceso de secularización, la gente está cada vez más lejos de la Iglesia”

Con el suicidio de uno de los curas, superado por sus atrocidades pasadas, la Iglesia envía a un religioso a que investigue la situación de ese particular “club”. Lo que encuentra es un grupo de hombres envueltos en una atmósfera opresiva y enfermiza cuya vida es todo menos monacal. Con el objetivo de revertir la situación, el visitante intenta desterrar el pecado de esa casa con una serie de reglas estrictas, llevándoles a la elección definitiva: ¿están con Dios o con el diablo?

El realizador de Tony Manero (2008) defiende que su nuevo film "no es un alegato. No quiero denunciar verdades atroces o confrontar a la Iglesia con sus pecados. Para eso están ustedes, los medios, cuyas revelaciones es lo único que realmente teme y hace moverse al Vaticano".

La película toma la vía del tremendismo. El barroquismo visual y cierta voluntad provocadora recuerda en algunos momentos al cine de Carlos Reygadas, pero mientras que el mexicano va hasta el final con su estilo extremo, Larraín juega una estrategia más digerible. El guión se construye con elementos un tanto gastados desarrollando una trama maniquea en la que se dan cita golpes de efecto relacionados con una violencia más psicológica que física. La música del genial compositor estonio Arvo Pärt (utilizada hasta la saciedad en el cine contemporáneo) inyecta un aire de magnitud que resulta forzado. Larraín aborda de forma directa un asunto complejo, pero su crítica es más aparente que profunda.

El club no llevará a la Iglesia a rendir cuentas por sus pecados, pero conociendo la inclinación de la Berlinale por la denuncia política su inclusión en el palmarés es más que probable.

En las últimas horas el acento chileno se ha apoderado del festival de Berlín. Dos directores clave de esta cinematografía, Patricio Guzmán y Pablo Larraín, presentaron sus nuevos trabajos recibiendo ambos la ovación de la crítica. Cada uno de ellos sigue fiel a su estilo. Estamos por lo tanto ante dos obras combativas aunque de carácter antagónico, una impregnada de la maestría del veterano, la otra de la energía de la juventud. Guzmán, autor de uno de los mayores monumentos de la historia del cine latinoamericano, La batalla de Chile (1973), propone en el documental El botón de nácar un ensayo a partir del agua. Como ya hiciera en su anterior trabajo, Nostalgia de la luz (2011), un elemento natural y eterno sirve para reflexionar sobre lo concreto.

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