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David Fincher: "Quien no busca la perfección es un vago"
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EL DIRECTOR DA UNA CONFERENCIA EN MADRID

David Fincher: "Quien no busca la perfección es un vago"

Al hombre que filmó El club de la lucha (1999), esa película con la que Slavoj Žižek explicó la utopía revolucionaria, no se le gastan las suelas de los zapatos

Foto: El director David Fincher en la Escuela TAI (Magaly Briand)
El director David Fincher en la Escuela TAI (Magaly Briand)

Al hombre que filmó El club de la lucha (Fight Club, 1999), esa película con la que Slavoj Žižek explicó la utopía revolucionaria, no se le gastan las suelas de los zapatos. Del avión, clase business, al Mercedes negro, del Mercedes negro a la sala VIP del aeropuerto, de París a Madrid, de Madrid a Londres, parece que sus suelas no pisan otra cosa que alfombras, moquetas o alfombrillas de coches de lujo. En la master class que ha dado este lunes en la madrileña Escuela TAI, enmarcada dentro de la gira europea de presentación de su nueva película, Perdida (Gone Girl, 2014), que se estrenará el 10 de octubre en España, Fincher lucía peinado de canas impecable, perilla diseñada al milímetro, gafas finas de pasta negra, y un traje negro a juego con su camisa de cuadros oscuros. Y zapatos recién estrenados de suela blanca impoluta.

Sin embargo, el discurso de Fincher contrastaba con su aspecto de intelectual recién duchado, y la clase, con la que la escuela inauguraba el nuevo curso académico, fue un alegato en favor del cine como un trabajo colectivo, una empresa colaborativa en la que actores y técnicos tienen, para él, la misma importancia: “Ser actor es una de las cosas más difíciles que se puede hacer, y admiro cómo alguien puede dividir su conciencia en dos y convertirse en otra persona. Dicho esto, actuar es jugar disfrazado, y no pongo a los actores en un pedestal por encima de un escritor, o de un operador de cámara. No confío en esos actores que no escuchan a otros actores, que les dan lecciones, o que no se entregan con generosidad y solo están pendientes de la cámara. Las interpretaciones que uno recuerda son las de aquellos que se volcaron con el equipo de la película, las de aquellos actores que se preguntaban constantemente: "¿Cómo puedo ser más generoso?".

En una conversación guiada por el crítico Carlos Reviriego, y frente a alumnos, periodistas y directores españoles, Fincher demostró disfrutar más explicando las cuestiones técnicas, físicas, de su trabajo, como su odio por determinados colores, “las películas, los televisores, los ordenadores, están virados al magenta, al rosa, porque existe la idea estúpida de que el rosa representa la felicidad”, o sus dudas iniciales con las imágenes de alta definición, antes que abordar las lecturas más intelectuales de su trabajo. El autor de algunas de las películas fundamentales del cine contemporáneo, como Zodiac (2007), auténtica reflexión sobre el fin de la propia escritura cinematográfica, o La red social (The Social Network, 2010), retrato de una era de relaciones hiper-fragmentadas, repasó su propia formación cinematográfica, más práctica que teórica: “No estudié cine, fui solo a un curso de verano, pero descubrí que la escuela no era lo mío. Me gustaba lo táctil, lo físico, y no quería tanto aprender teoría como hacerlo de mis propios errores. Así que empecé a trabajar en una compañía de animación, antes de que llegaran las tecnologías digitales, donde pasé por todos los departamentos posibles, tratando de ser útil, aprendiendo de todo, programando maniquíes, operando máquinas, manipulando aparatos”.

El trecho que separa esos primeros trabajos de las giras mundiales está jalonado de anuncios de televisión, videos musicales para Madonna o Aerosmith y pasa por su primera película, Alien 3 (1992), un encargo con el que Fincher dio buenas pistas de lo que luego sería marca de la casa: una capacidad inaudita para construir imágenes y ambientes perturbadoras, un perfeccionismo extremo, y una vocación por detonar los límites del cine de masas sin perder su capacidad de atracción. “No soy un perfeccionista, sino que la gente que no busca la perfección son unos vagos. El cine es un medio muy, muy, muy poderoso, te da acceso por dos horas a las mentes de un grupo de gente reunida en una sala oscura, y en esas dos horas hay que lograr que sientan lo que quieres que sientan. Así que si estás rodando una escena en la que una pareja se enamora, y hay una persona con un sombrero rojo pasando por detrás, mi trabajo es hacer que desaparezca, porque desvía la atención de lo importante. Si dejo a ese hombre del sombrero rojo, nadie verá cómo los dos personajes se enamoran. Y en el cine hay que ser conciso”.

Fincher, que se estrenó recientemente en televisión al frente de la serie House of Cards, protagonizada por Kevin Spacey, abundó en las diferencias, cada vez más inapreciables, entre las dos pantallas: “Mi experiencia en la tele fue buena y mala al mismo tiempo, trabajé con menos tiempo, y menos medios, de los que estoy acostumbrado, pero disfruté de la posibilidad de hacer evolucionar a los personajes. En el cine todo funciona como una línea recta, y en televisión hay tiempo para descubrir que los personajes mienten y pueden ser unos hipócritas. Y el cine, y la tele, consisten en eso, en esculpir comportamientos en el tiempo”.

Frente a una pregunta del moderador, que recordó el alegato, un año antes, en el mismo lugar, de David Lynch en favor del derecho de los directores a reclamar el control total del montaje de sus películas (el llamado “final cut”, o corte final), Fincher afirmó: “Más que el poder de ejercer la capacidad de no escuchar a los demás e imponer tu visión, me parece más interesante, más grande, mejor, desarrollar la habilidad para articular tus intenciones y lograr que se hagan realidad. Hay que hacerlo con el productor, con el guionista, con el actor, con el director de fotografía... Se trata de convencerles de que tu película ha de ser tratada de forma distinta a las demás, que esa y no otra es la más importante. Así que más que la capacidad legal de decir “no te escucho”, es más importante la habilidad para explicar lo que quieres, y cómo lo quieres: seducir a los demás para que trabajen en la misma dirección que tú”.

Y así, el que para muchos es uno de los autores más importantes de los últimos años, reivindicó una y otra vez el trabajo en equipo, y la importancia de cada uno de aquellos que participan en una película: “¿Cuánto te involucras en el trabajo de escritura”, le preguntó un estudiante; “Me involucro en el trabajo de adaptación”, respondió, “necesito escritores que escriban, de la misma manera que necesito actores que actúen. No tengo paciencia ni tiempo para meterme en un trabajo que no controlo, y he tenido la suerte de trabajar con los mejores”. Y después de una hora de charla, Fincher se marchó, sonriente, sin despeinarse, casi lamentándose por la brevedad de la visita, no sin antes animar a todo el mundo a rodar una película, aunque sea con un iPad: “Todo es cuestión de gusto e ideas. Coge un iPad, con él puedes escribir, enviar el guión a tus amigos, y rodar la película”. Y así, quién sabe, quizás terminar usando zapatos siempre nuevos, como él.

Al hombre que filmó El club de la lucha (Fight Club, 1999), esa película con la que Slavoj Žižek explicó la utopía revolucionaria, no se le gastan las suelas de los zapatos. Del avión, clase business, al Mercedes negro, del Mercedes negro a la sala VIP del aeropuerto, de París a Madrid, de Madrid a Londres, parece que sus suelas no pisan otra cosa que alfombras, moquetas o alfombrillas de coches de lujo. En la master class que ha dado este lunes en la madrileña Escuela TAI, enmarcada dentro de la gira europea de presentación de su nueva película, Perdida (Gone Girl, 2014), que se estrenará el 10 de octubre en España, Fincher lucía peinado de canas impecable, perilla diseñada al milímetro, gafas finas de pasta negra, y un traje negro a juego con su camisa de cuadros oscuros. Y zapatos recién estrenados de suela blanca impoluta.

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