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Carita de mono era un tigre
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en la muerte de Joan Fontaine

Carita de mono era un tigre

La escritora Marta Sanz revisa los roles femeninos de Joan Fontaine en el contexto del Hollywood dorado

Foto: Joan Fontaine
Joan Fontaine

Así llamaba el personaje interpretado por Cary Grant a la muchacha de buena familia que encarnaba Joan Fontaine en Sospecha (1941) de Alfred Hitchcock. "Carita de mono". Yo, con la nariz casi pegada a la pantalla del televisor de mis abuelos, no podía entender que a una mujer tan guapa nadie pudiera llamarle carita de mono. Por muy Cary Grant que uno fuese. Siempre que pienso en la expresión carita de mono fuerzo las comisuras de la boca para poner mi propia carita de asco. Inconcebible el apelativo que le dedicaba Mr. Grant a Joan Fontaine, porque ella era para mí la encarnación de la belleza rubia y angelical, la templanza, la serenidad, la condición solemne y estatuaria de lady Rowena en Ivanhoe.

Aunque la lady del Ivahoe rodado por Richard Thorpe en 1952 también tuviera sus veleidades y fuese un poco menos menuda que la protagonista de las cintas de Hitchcock… Los iconos del cine, dentro de nuestra mirada, tienen la propiedad de superponer los cuerpos de sus distintas edades: en la delicada Fontaine de los primeros años se transparenta la atlética matrona de la edad madura. De hecho, gran parte del encanto de Joan Fontaine reside en su capacidad para amalgamar contrarios: para hacernos dudar mientras ella levantaba una ceja bajo el ala de su elegante sombrerito en blanco y negro.

La desconfiada esposa de Cary Grant nos mostraba que amar no es lo mismo que estar ciega y que el amor se relaciona con el miedo

Con el paso de los años me di cuenta de que carita de mono era un apelativo que sí le cuadraba a los huidizos personajes que Joan Fontaine interpretó en las dos películas rodadas bajo la dirección de Alfred Hitchcock: Sospecha, por la que consiguió un Oscar, y Rebeca que había rodado un año antes. La desconfiada esposa de Cary Grant nos mostraba que amar no es lo mismo que estar ciega y que el amor se relaciona con el miedo. Con las cosas familiares que se vuelven extrañas: un ambiguo Cary Grant representa la cara siniestra de la pasión amorosa, la atractivísima intuición del peligro de compartir la cama con un monstruo. Encuentros sexuales donde la caricia se puede transformar en estrangulamiento.

La cara de Lina en Sospecha transmite escepticismo respecto a las hipotéticas perfecciones del objeto de nuestro amor. La metáfora sexual de la cinta es sutil y magnífica: en uno de sus primeros encuentros Lina y su pretendiente juegan con un bolso que se abre y se cierra con el clic de los monederos de pellizco. Las manos de él y las manos de ella tocan el mismo fetiche, el mismo objeto bivalvo que guarda la oscuridad y los secretos. Clic, el cierre del bolso, la carita no precisamente de mono de Joan Fontaine. La raíz del éxtasis. Piensen lo peor –o lo mejor- y es muy posible que acierten.

placeholder Un mito del Hollywood dorado

La expresión de Joan Fontaine pasa del arrobo a la suspicacia y su gesto corporal es el de la mujer que siempre está a punto de echarse a temblar. Una mujer que da dos pasos hacia atrás en presencia del hombre que ama y, a la vez, expresa su deseo en ese miedo a que le hagan daño. El reparo, la desconfianza, la posibilidad para algunos deliciosa de practicar el sexo con los ojos vendados y ponerse a merced del otro. Una sumisión que a menudo se revela falsa y que se vincula con la paradoja de la fragilidad de los fuertes y la fortaleza de los débiles. La posibilidad de que la víctima y el verdugo estén encerrados en el mismo cuerpo. Eso es Joan Fontaine, la eterna sosa que, sin embargo, está muy lejos de ser una muñeca asexuada.

La morbosidad y la perversidad erotómana de don Alfredo no pudieron encontrar una médium más adecuada que Joan Fontaine, pasiva agresiva, incandescencia oculta bajo una carita de mono o una mascarita de vulgaridad. Tras la capa de cera de la fragilidad, los personajes interpretados por esta actriz esconden una masa compacta de tesón. De persistencia. Bajo la aparente ligereza de la musculatura, bajo el temblor de hoja, la osamenta firme.

Tal vez por esa doble faz de fuerza y resquebrajamiento, de nerviosismo a flor de piel y solidez de roca, nadie podría haber interpretado mejor el papel de Jane Eyre al lado de Orson Welles en la adaptación de la novela de Charlotte Brönte que llevó a cabo Robert Stevenson en 1944. Y, si me permiten una nota de frivolidad, aguantar el peinado de la señorira Eyre- raya en medio y una especie de moñetes abultados que tapan las orejas- durante todo el rodaje muestra la capacidad de la actriz para ser creíble incluso en las situaciones más comprometidas.

placeholder Joan Fontaine

La biografía de Joan Fontaine nos permite adivinar a una mujer que no debía de ser nada vulnerable – ella se definió a sí misma como "un tigre"- y esa forma de ser me lleva a pensar que no era como esas actrices que se interpretan a sí mismas desde que nacen hasta que mueren. La Fontaine era una actriz de verdad. Una actriz con mayúsculas: no hay más que contemplar sus forzadísimas poses promocionales, encorsetada dentro de rígidos trajes de noche. La naturalidad está sobrevalorada. En el cine y en todas partes.

Fontaine controlaba la expresividad de su rostro, pero también sabía trabajar con todo el cuerpo. No hay más que recordar el frío, la necesidad de protección, que transmitían sus brazos y su torso dentro de aquella prenda de vestir que tomó su nombre de un fantasma: Rebeca. En este film, Fontaine no es carita de mono sino carita de susto, incluso de pánico, mientras escucha las palabras del ama de llaves interpretada por Judith Anderson. Joan Fontaine se convirtió en una orejita escandalizada haciéndonos comprender que la pornografía no está en la realidad, sino en el relato que hacemos de ella. Viendo Rebeca se tiene la impresión de que a Joan Fontaine no le importa aparecer sin glamur dentro de una de esas películas en las que, como todo el mundo sabe desde que Woody Allen rodó La rosa púrpura de El Cairo, el champán siempre sabe a gaseosa.

En Rebeca, al lado del antipatiquísimo Lawrence Olivier, el espectador comete la ingenuidad de creer que Joan Fontaine nunca podría interpretar a una mala… Joan compartía una aparente dulzura genética con su hermana Olivia de Havilland, partenaire de Errol Flynn, la dulce Marian de Robin Hood, la hiperglucémica Melania de Lo que el viento se llevó. Las dos contradijeron esa condición bovina, de vaca buena que pace, con el odio milimétrico que se profesaron hasta la muerte y con algunos papeles de malas antológicas: de Havilland interpreta a dos gemelas, una de ellas más mala que el demonio, en A través del espejo de Robert Siodmak y en Canción de cuna para un cadáver de Robert Aldrich le arrebata el cetro del mal a Bette Davis; por su parte, Joan en Nacida para el mal (1950) de Nicholas Ray hace de Christabel Caine, una mujer de esas de “Dios me libre de las aguas mansas, que de las bravas ya me libro yo”. Joan-Christabel está a punto de destrozarle la vida a una personalidad y un físico tan contundente como el de Robert Ryan. A Ryan, desde el punto de vista del macho machote, solo le hizo sombra otro Robert, el Mitchum. Sexo adúltero, manipulaciones de femme fatale, una intensidad que pone la carne de gallina. Joan Fontaine demuestra que, bajo su capa de mermelada de fresa y esa forma de fruncir el ceño con una combinación de distancia e infinito pesar, también puede ser una auténtica bruja.

Mi arrobamiento fanático por la Fontaine llega a su máximo apogeo con una de las películas más románticas -en el buen sentido- de la Historia del cine: Carta de una desconocida (1948). Max Ophüls adapta la novela homónima de Stefan Zweig. El mismo año Joan Fontaine rueda con Billy Wilder El vals del emperador; sin embargo, nuestro recuerdo se queda con Lisa que, en su lecho de muerte, escribe: "Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora...".

El destinatario de esta carta es Louis Jourdan que ha sido protagonista, sin llegar a saberlo, de una arrebatadora historia de amor. Hay gente hipersensible y gente ciega. Personas que solo se miran el ombligo. Ojos que se enamoran de legañas. Sólo Joan Fontaine amalgama discreción y belleza inconcebible. Su condición camaleónica le permitía pasar desapercibida o deslumbrar, según lo requiriese la ocasión, haciendo creíble el papel de la mujer que marca o el de la mujer que es olvidada o que nunca llega a verse. Pese a su aparente cicatería, la protagonista de la película de Ophüls se entrega sexualmente al hombre que ama. Sin reservas. En la antípoda de la rubia frígida. Revelando la incendiaria condición de las mujeres con carita de mono, con carita de buena, con carita de Joan Fontaine.

Mi amigo el escritor Óscar Esquivias me manda postales de actrices con las que adorno las estanterías de mi casa. Hay quien puede pensar que estas costumbres son mariconadas pop, pero a mí, que cada día son más queer, me encantan estas cosas y no le perdonaría a Oscar que no me enviase pronto una postal de Joan Fontaine. También fue el gran Esquivias quien me familiarizó con los horóscopos de Manuel Puig. Uno no es leo, sagitario o escorpio, sino del signo de la actriz que haya ganado el Oscar en el año en que naciese el individuo en cuestión. Siguiendo ese código astral de estrellas del cinematógrafo y no del firmamento, Esquivias es Liza Minnelli, yo Katherine Hepburn, mi marido Simone Signoret y uno de mis mejores amigos Anne Bancroft. Hoy me da un poco de rabia no estar bajo el influjo astrológico de mi admirada Joan Fontaine.

Así llamaba el personaje interpretado por Cary Grant a la muchacha de buena familia que encarnaba Joan Fontaine en Sospecha (1941) de Alfred Hitchcock. "Carita de mono". Yo, con la nariz casi pegada a la pantalla del televisor de mis abuelos, no podía entender que a una mujer tan guapa nadie pudiera llamarle carita de mono. Por muy Cary Grant que uno fuese. Siempre que pienso en la expresión carita de mono fuerzo las comisuras de la boca para poner mi propia carita de asco. Inconcebible el apelativo que le dedicaba Mr. Grant a Joan Fontaine, porque ella era para mí la encarnación de la belleza rubia y angelical, la templanza, la serenidad, la condición solemne y estatuaria de lady Rowena en Ivanhoe.

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