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Bayona, impecable pero conformista
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en contra de 'lo imposible'

Bayona, impecable pero conformista

Bayona se ha convertido en el cineasta modélico de un cine que valora la perfección formal, la destreza técnica, anteponiendo la limpieza al riesgo

Foto: Escena de 'Lo imposible'
Escena de 'Lo imposible'

Cuando Jordi Costa definió a Alejandro Amenábar como un “conjunto vacío”, un espacio inerte, yermo, una página en blanco en la que cualquier espectador podía verter los atributos que más le interesara, no podía imaginar que pocos años después J.A. Bayona haría suya la definición, mejorando esa condición de cineasta que, en su camino a la internacionalización, se despoja de cualquier rasgo propio, hasta difuminarse en un conjunto de virtudes técnicas y alardes de producción. Al igual que su maestro Amenábar, Bayona se ha convertido en el cineasta modélico de un cine que valora la perfección formal, la eficacia narrativa, la destreza técnica, anteponiendo la limpieza al riesgo, o la economía al fracaso. Esa condición de virtuoso, de alumno aventajado, de paciente amanuense o copista aplicado no ha pasado inadvertida al poder, que ha decidido adoptar al joven cineasta, otorgándole la mayor distinción que el Estado concibe: el Premio Nacional de Cinematografía, es de suponer que por la repercusión y sobre todo el éxito de su segundo largometraje, Lo imposible, la película que ha levantado (o más bien resucitado) las cifras del cine español en la taquilla de 2012.

Dejando de lado la paradoja de que, según la reforma de la ley de cine propuesta por el ministro Wert, de rodarse ahora, la película difícilmente podría ser considerada española al estar rodada en inglés, el premio concedido al cineasta barcelonés lo confirma como el nuevo cineasta oficial del régimen, como en su día lo fue Amenábar: joven, internacional y sobre todo, inocuo. Al menos, en apariencia.

Porque el descomunal éxito de taquilla de Lo imposible, su riada de millones recaudados y el torrente de lágrimas que desata (la película, no la recaudación), no puede ocultar que se trata de una película profundamente racista, y lo que es peor, que no es consciente de serlo. Clasista y necolonial, y autoconvencida de ser compasiva y solidaria. Ambientada en el tsunami que arrasó la costa de Tailandia el 26 de diciembre de 2004, Lo imposible reconstruye la angustiosa historia real de una familia española que disfrutaba allí sus vacaciones de Navidad. Y hasta ahí todo bien: el principal problema de la película es que hace de ese punto de vista blanco y burgués la columna vertebral del relato, que obvia por completo el sufrimiento de los tailandeses, que aparecen siempre en un muy revelador segundo plano, y siempre para servir, ayudar y rescatar a las víctimas del tsunami: según la película, todas turistas, todas blancas, todas burguesas. La familia protagonista, convenientemente internacionalizada y despojada de cualquier rasgo local para la venta de la película en el extranjero, sobrevivirá milagrosamente, pero vagarán por la zona devastada, peleando por encontrarse en el caos de un país empobrecido y sin recursos para atender una masacre semejante. Y es ahí cuando la película desvela su auténtico ADN neocolonial: en un movimiento similar al del célebre travelling de Kapò, de Gillo Pontecorvo, aquel que se centraba en la mano de un prisionero de un campo de concentración nazi muerto al arrojarse contra la verja, Bayona obvia el sufrimiento de todos los tailandeses, para centrarse en el ejército de burgueses blancos cuyas vidas destrozó el tsunami. Y así, Lo imposible se convierte en el epítome de este cine transnacional que es incapaz de mirar más allá de su propia condición de producto exportable, y desprecia e incluso pisotea el sufrimiento de todo un país, relegándolo, en el mejor de los casos, al papel de comparsa inútil, torpe indígena que obstaculiza el happy end de la película. Ni una víctima tailandesa, ni un movimiento de cámara para filmar el dolor de todo un país: solo blancos, turistas, y mucho dolor. Al final, Werner Herzog tenía razón, como siempre, cuando afirma que el turismo es un pecado.

Coda: si el Ministerio aspira a convertir el Premio Nacional de Cinematografía en un premio a la recaudación y el éxito internacional, me permito aconsejarles que atiendan a la injustamente despreciada Fast & Furious 6. Dirigida por el nada español Justin Lin, la película tiene nada más y nada menos que un 39 % de producción española. ¿Qué tal un premio a Lin?

Cuando Jordi Costa definió a Alejandro Amenábar como un “conjunto vacío”, un espacio inerte, yermo, una página en blanco en la que cualquier espectador podía verter los atributos que más le interesara, no podía imaginar que pocos años después J.A. Bayona haría suya la definición, mejorando esa condición de cineasta que, en su camino a la internacionalización, se despoja de cualquier rasgo propio, hasta difuminarse en un conjunto de virtudes técnicas y alardes de producción. Al igual que su maestro Amenábar, Bayona se ha convertido en el cineasta modélico de un cine que valora la perfección formal, la eficacia narrativa, la destreza técnica, anteponiendo la limpieza al riesgo, o la economía al fracaso. Esa condición de virtuoso, de alumno aventajado, de paciente amanuense o copista aplicado no ha pasado inadvertida al poder, que ha decidido adoptar al joven cineasta, otorgándole la mayor distinción que el Estado concibe: el Premio Nacional de Cinematografía, es de suponer que por la repercusión y sobre todo el éxito de su segundo largometraje, Lo imposible, la película que ha levantado (o más bien resucitado) las cifras del cine español en la taquilla de 2012.

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