Drogas, demonios y un matrimonio: la caída a los infiernos del tenista Björn Borg
Este es un retrato en primera persona de los años más oscuros del jugador que fue número uno. Lo cuenta en su libro de memorias, 'Latidos', que se publica el 6 de noviembre. Esto es un adelanto
Björn Borg en el torneo de Wimblendon de 1973. (Getty Images)
Probé las drogas por primera vez en el verano de 1982, mientras mataba el tiempo unos días en Nueva York, durante la supuesta pausa en mi carrera tenística. Al principio solo buscaba divertirme y soltarme un poco la melena; no era consciente de los riesgos, y me animaba además el hecho de que fuera algo habitual entre mucha de la gente que me rodeaba. Con los años se convertiría en un hábito y en un modo de frenar los pensamientos destructivos que comenzaban a brotar en mi cabeza. Suponía una vía de escape, una forma de evadirme de todo e instalarme en una especie de burbuja dentro de la cual las cosas resultaban más llevaderas. Evidentemente, terminé atrapado en aquella porquería.
Creo en la astrología, y sé que Géminisse considera un signo complejo. A veces siento que estoy hecho de dos personas: una buena y otra mala. De la misma manera en que puedo rebosar ganas de vivir, soy también capaz de actuar guiado por unos impulsos casi autodestructivos. Nunca he estado a gusto con mi sola compañía, pues es como si determinados pensamientos aguardasen esos momentos de soledad para abalanzarse sobre mí. Cuando aparecen los demonios, empiezo a automedicarme, cosa, desde luego, nada recomendable, ya que conduce a una interminable cadena de dependencias: al domar por fin un vicio, otro ocupa su lugar.
A pesar de lo que siempre se ha dicho sobre mí, que no mostraba mis emociones, lo que la mayoría no sabe es que por dentro era una auténtica montaña rusa. Jamás conté a mis amigos ni a los demás tenistas cómo me sentía realmente. Ellos no compartían sus vivencias internas, así que yo tampoco lo hacía.
Björn Borg con su eterno rival John McEnroe en el torneo de Wimbledon en 1980 (Getty Images)
Por entonces no existía ninguna apertura sobre estas cuestiones y yo carecía de cualquier tipo de asistencia mental o psicológica. Hoy en día las cosas han mejorado, sin duda, aunque hace poco vi el documental sobre Mardy Fish —el jugador de tenis que tuvo que dejar de competir por un severo trastorno de ansiedad— y todos aquellos malos recuerdos me volvieron a la mente. La película muestra su lucha contra la enfermedad y la ayuda que le prestó su compañero Andy Roddick. Ambos cargaban con la cruz de que todas las esperanzas del tenis estadounidense a comienzos de la década de 2000 estuvieran puestas sobre ellos. Fish sufrió entonces un cuadro de ansiedad tan grave que su cuerpo dejó de responder; no en vano, cuando no se vio capaz ni de salir a la cancha para enfrentarse a Roger Federer en el Open USA, tuvo que abandonar su carrera.
El tenis es solitario y pasa factura. Sin embargo, en mi caso, el malestar nunca nació dentro de la pista: lo que de verdad me pesaba era todo lo demás que lleva aparejado ser un deportista célebre. Aún hoy en día me puede dejar exhausto firmar un simple autógrafo o atender a unos periodistas. Por eso, en ciertas épocas, apenas salgo de casa.
El malestar nunca nació dentro de la pista: lo que de verdad me pesaba era todo lo demás que lleva aparejado ser un deportista célebre
Mis relaciones amorosas no es que se hayan sucedido unas a otras, es que, de hecho, se han solapado. En cuanto me veía sin pareja, me lanzaba enseguida a buscar una nueva. La verdad es que no aguantaría ni un segundo sin alguien a mi lado, he de reconocerlo. Por eso jamás rompía del todo con una chica antes de que apareciese otra; mejor dicho, no me atrevía a poner punto final a una historia mientras no hubiera relevo a la vista. En cuanto un amor daba señales de agotarse, me ponía de inmediato a buscar otro. Esa exploración se producía casi siempre dentro de mis círculos sociales más próximos: en el del tenis —donde encontré a Mariana— o en el ambiente festivo de los amigos.
Conocer a alguien de modo espontáneo en un bar, por ejemplo, me resultaba más difícil, dado que todo el mundo sabía quién era yo. A veces, por lo tanto, el que acabara enamorándome de una u otra persona dependía del azar; incluso diría que solía ser la casualidad la que dictaba quién sería mi nueva pareja, mi nuevo refugio, al ponerme a una determinada mujer al alcance de la mano. En alguna ocasión llegué a recurrir a antiguas novias con tal de no estar solo: volver con alguien que me quedara cerca y retomar lo que había habido entre nosotros era una solución muy cómoda.
Borg con su novia Jannicke en un concierto en 1984. (Getty Images)
Coincidí con Loredana Bertè en Nueva York ya en los setenta, época en la que ella salía con el tenista italiano Adriano Panatta. Mucho después, cuando se me hizo insoportable permanecer en Suecia a causa de las discusiones con Jannike, me escapé una temporada a Italia. Yo únicamente buscaba tranquilidad, aunque la soledad pronto me pesó y contacté con Loredana, quien llevaba tiempo moviéndose en la periferia de mi círculo de conocidos.
Así fue como se repitió el patrón: entablé una relación con ella antes de que se hubiera terminado de forma definitiva la que mantenía con Jannike, igual que había comenzado a salir con Jannike antes de que la separación de Mariana se hubiese consumado. Si entonces hubiera sabido lo que se avecinaba, me lo habría pensado dos veces. Sin embargo, una vez más, mi impulsividad y mi miedo a estar solo me llevaron por mal camino.
Para alguien que ya batallaba con las drogas y las pastillas, el ambiente de Milán resultó demoledor. Allí dio comienzo uno de los capítulos más oscuros de mi vida.
Años negros en Milán
Adoro Italia: su gente, su tierra, su cultura y su cocina. Sin embargo, aquella huida hacia tierras del sur no fue más que un intento de alejarme de lo que ocurría en casa. Confiaba en que el simple hecho de conocer a una nueva persona arreglaría las cosas, marcaría un punto de inflexión. Loredana y yo congeniamos tan bien en Milán que prolongué mi estancia allí. Poco después nos invitaron a ir a Ibiza, lo cual aceptamos encantados. En la isla, donde nos alojamos en una villa privada, nadábamos, tomábamos el sol y salíamos a cenar a menudo. Recién enamorados, vivíamos el deslumbramiento de esa primera etapa en un ambiente paradisíaco.
Estábamos tan a gusto que fuimos alargando la escapada una y otra vez, hasta acabar quedándonos bastante más tiempo del planeado en un principio. Ella se hallaba en la cima de su carrera: todo el mundo conocía a Loredana Bertè; una talentosa cantante italiana sin miedo a nada, que se vestía como le daba la gana y que decía lo que pensaba, sin pelos en la lengua y una franqueza tan natural como arrolladora.
Resulta curioso, pero mucha de la gente con la que nos relacionamos en aquella ocasión continúa viviendo en la isla, de modo que no es infrecuente que me cruce con viejas amistades siempre que voy allí. Años después, Patricia y yo regresamos a Ibiza y nos recomendaron un restaurante italiano en lo alto de la sierra. Acudimos, y el dueño, al verme, rompió a llorar: "¡Sabía que volverías!", exclamó. Se acordaba de mí perfectamente; yo, en cambio, conservo apenas un recuerdo desvaído de buena parte de aquel viaje.
Borg el día que iba a casarse con Loredana en septiembre de 1989. (Getty Images)
Terminadas las vacaciones, volamos de nuevo a Milán, donde me instalé en el piso de Loredana. Poco después nos comprometimos. Nunca llegué a empadronarme en Italia, pese a que residía allí casi todo el año: debe de ser que algo dentro de mí se resistía de manera inconsciente a un traslado definitivo. Aunque de vez en cuando echaba de menos a mis padres, la carretera hasta Cap Ferrat se recorría en tres horas: podía salir por la mañana, almorzar con ellos y estar de vuelta al anochecer; o bien quedarme a dormir y desconectar un poco del barullo milanés.
Durante mucho tiempo, traté de convencer a Loredana de que nos mudáramos a Montecarlo, donde aún mantenía mi piso; sin embargo, ella se negó siempre con firmeza. Le resultaba más sencillo manejarme y dirigir nuestra existencia en común si permanecíamos en Milán, su propio terreno. En el Principado yo contaba con una red de apoyo que, sin duda, habría reaccionado al advertir mi deterioro emocional.
'Latidos' (Alianza) detalla la gloria y la miseria de la alta competición vividas en primera persona, incluyendo anécdotas desconocidas de sus cinco victorias consecutivas en Wimbledon y de sus seis títulos de Roland Garros, con detalles de sus salvajes enfrentamientos contra Jimmy Connors, Guillermo Vilas o John McEnroe, y explora las razones que motivaron su sorprendente decisión de retirarse a los 26 años, después de ganar 64 títulos ATP en 9 años de trayectoria profesional, algo que no ha conseguido ningún otro tenista.
Björn Borg (Södertälje, Suecia, 1956) está considerado uno de los mejores tenistas masculinos de la historia. Compitió entre 1973 y 1981, logrando 96 títulos, 66 de los cuales en el circuito ATP, antes de retirarse con tan solo 26 años de edad por motivos nunca del todo desvelados. Prototipo de tenista completo, gran competidor en todo tipo de pistas, Borg fue la primera súper estrella del tenis en una época de grandes figuras.
Nos casamos en 1989, en Italia. La boda fue muy íntima: una ceremonia civil seguida de un pequeño rito religioso en una iglesia protestante de Milán y, por último, una cena en un restaurante. Poco que ver con mi enlace anterior. No hubo despedida de soltero, ya que no me quedaban amigos, ni del tenis ni de los negocios: toda mi vida social se había ido al traste. Por mi parte, solo asistieron mis padres, mi abuela Greta, mi abuelo Martin y, por supuesto, Robin. Él correteaba de un sitio para otro entre los invitados, ajeno, con sus cuatro añitos, a lo que ocurría. Estoy convencido de que mis padres intuyeron desde el principio que aquello acabaría mal; sin embargo, desbordados como estaban intentando contener el desastre de mis empresas, poco podían hacer.
Aquel matrimonio fue, en el fondo, una capitulación, un acto de rendición más que de convicción
Aquel matrimonio fue, en el fondo, una capitulación, un acto de rendición más que de convicción. No obstante, en algún rincón de mi mente albergaba la tenue esperanza de que, a pesar de todo, las cosas mejoraran; de poder poner rumbo a mi existencia, que se había convertido en un caos en todos los aspectos, desde el fracaso de mis negocios hasta la batalla por la custodia de Robin. Loredana también anhelaba tener niños conmigo cuanto antes, lo cual resulta comprensible, puesto que era seis años mayor que yo. La presión llegó a tal punto que, en una ocasión, tuve que acudir a una clínica de fertilidad para dejar mi esperma con vistas a una inseminación in vitro. No fue algo que naciera de mí, pero como tantas otras veces en aquella época, accedí sin oponer resistencia. Por otro lado, ninguno de los dos estábamos en nuestra forma física ideal, cosa que, quizá, visto en perspectiva, casi fue mejor.
En Milán, toda mi vida estaba sumida en una confusa nebulosa, con destellos de luz y rincones en sombra, aunque siempre en medio de la tempestad. Al despertar cada mañana, jamás sabía de qué humor se levantaría Loredana, si sería una jornada relativamente apacible o una tormentosa. Además, continuaban las disputas con Jannike, de modo que concebí la poco brillante idea de que mi hijo se viniera a vivir con nosotros. Lo matriculé en un parvulario internacional, rodeado de niños de otras nacionalidades que chapurreaban lenguas extrañas para él.
Nos movíamos con gente que no nos convenía nada, siempre con drogas y pastillas al alcance de la mano
No tardé en comprobar que aquello no funcionaba: era evidente que Robin estaba triste y desorientado. Yo mismo sufría una angustia tremenda cada día cuando lo acompañaba al autocar escolar. Aunque aguantamos un tiempo, al final la situación se volvió insostenible: regresó a Suecia, donde Jannike y mis padres se hicieron cargo de él. Todavía siento una vergüenza enorme por la situación por la que le hice pasar, sobre todo durante aquella etapa milanesa. En la actualidad, cuando hablamos de ello, me asegura que es un asunto olvidado y que prefiere no mirar atrás.
Nunca es culpa de uno solo que algo se tuerza. Yo, desde luego, tuve mi responsabilidad en lo que sucedió y en cómo terminó. Nos movíamos con gente que no nos convenía nada, siempre con drogas y pastillas al alcance de la mano. El caso es que llegó un momento en que toqué fondo y quise salir de aquel círculo vicioso. Cada día que transcurría me encontraba peor, sumido en una espiral sin retorno en la que se alternaban la ansiedad y el agotamiento. "No aguanto más, no puedo seguir así", pensaba.
Una mañana de febrero de 1989, al amanecer, Loredana, viendo que no lograba despertarme, llamó a una ambulancia. Si sigo vivo es, hay que decirlo, gracias a ella, pues pidió ayuda rápidamente y me llevaron al hospital, donde me hicieron un lavado de estómago. La noticia dio la vuelta al mundo, y se presentó como un intento de suicidio. Sin embargo, no lo fue: jamás tuve ese tipo de pensamientos ni quise quitarme la vida. Si bien no soportaba la forma en que vivía, nunca tomé la decisión consciente de acabar con todo.
Latidos, las memorias del tenista Bjorn Borg (Alianza)
Lo que ocurrió fue producto de una combinación letal de drogas, pastillas y alcohol que me dejó sin sentido. Puede que, en cierta manera, se tratara de un grito de auxilio por mi parte. Cuando fui consciente de lo sucedido, sentí un agradecimiento inmenso por haber salido de aquella y, sabedor de lo caótico de mi existencia, entendí que debía tomar medidas drásticas.
Durante un tiempo, conseguí reducir el consumo de sustancias. No obstante, pasaron las semanas y los demonios regresaron. Los problemas no dejaban de acosarme, y de pronto, un día, me di cuenta de que estaba enganchado otra vez. La constatación me desagradó profundamente, fraguando en mí una sensación de hartura: sabía que no podría continuar así de modo indefinido.
Borg con su actual mujer Patricia viendo un partido de tenis de Wimbledon de este 2025 (Getty Images)
Así pues, la sobredosis quizá no encendió la alarma de inmediato, pero sí contribuyó a que empezara a crecer dentro de mí el deseo de cambiar. Llegué a la conclusión de que tenía que poner punto final a mi matrimonio si quería sobrevivir.
De nuevo tocaba salir huyendo de todo, abandonar Milán y a Loredana. Y el único camino que se me ocurría —el único que, en realidad, conocía— era volver al tenis. Aunque ello implicara también un gran esfuerzo, y a pesar de que la idea disparara mi ansiedad por las nubes, seguía siendo mi verdadera tabla de salvación.
Loredana es una etapa más en mi vida, sí, pero una que me cuesta rememorar y abordar: guardo demasiados recuerdos amargos de aquella época
Loredana es una etapa más en mi vida, sí, pero una que me cuesta rememorar y abordar: guardo demasiados recuerdos amargos de aquella época. El divorcio no se formalizó hasta 1993, cuando llevábamos mucho tiempo sin contacto alguno. Todavía hoy ella me sigue dando quebraderos de cabeza. Por fortuna, nunca estuvimos empadronados en la misma dirección; de lo contrario, habría podido aprovecharse de mí económicamente. Ha tratado de demandarme varias veces, y cuando Patricia y yo nos casamos, afirmó que los dos continuábamos unidos en matrimonio, cosa que, por supuesto, era falsa.
Es un enfrentamiento que me ha robado infinidad de fuerzas y energía, además de acarrear otra serie de consecuencias: sus acusaciones de bigamia me impidieron viajar a Italia durante años, ya que al cruzar la frontera corría el riesgo de ser detenido. Por suerte, el asunto prescribió, y en la actualidad puedo volver a disfrutar de mis estancias allí. Aunque a Milán no he regresado jamás.
Probé las drogas por primera vez en el verano de 1982, mientras mataba el tiempo unos días en Nueva York, durante la supuesta pausa en mi carrera tenística. Al principio solo buscaba divertirme y soltarme un poco la melena; no era consciente de los riesgos, y me animaba además el hecho de que fuera algo habitual entre mucha de la gente que me rodeaba. Con los años se convertiría en un hábito y en un modo de frenar los pensamientos destructivos que comenzaban a brotar en mi cabeza. Suponía una vía de escape, una forma de evadirme de todo e instalarme en una especie de burbuja dentro de la cual las cosas resultaban más llevaderas. Evidentemente, terminé atrapado en aquella porquería.