Fernán Gómez se ríe del tiempo en sus propias memorias
La reedición de 'El tiempo amarillo' es un estupendo pretexto para recorrer con ironía y altura literaria una existencia y una carrera cuyos fracasos son anécdotas y sus éxitos, malentendidos
Hay memorias que se escriben para la posteridad y memorias que se escriben para salvarse del olvido.
El libro no se lee, se escucha. Está dicho más que escrito. En cada párrafo se adivina la voz cavernosa, escéptica y melancólica del cómico que fue todo —actor, escritor, director, hombre de teatro, de taberna y de tertulia— y que terminó siendo una especie de filósofo de barrio Chamberí, el último republicano ilustrado. Su memoria, más que un ejercicio de nostalgia, es un ensayo sobre la derrota.
No hay en ella sentimentalismo ni vanagloria, sino el estoicismo de quien ha aprendido a reírse de sus propios fracasos. Fernán Gómez no presume: se desmitifica. Se retrata como un vago, un pesimista, un perezoso profesional. Y, al hacerlo, alcanza una lucidez que ni los memorialistas solemnes ni los políticos de su tiempo pudieron permitirse.
El libro se abre con una escena que condensa, mejor que cualquier tratado de historia, el siglo XX español: Fernando Fernán Gómez, actor republicano e hijo de una cómica, recibe la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes de manos del rey Juan Carlos I, nieto de aquel Alfonso XIII que abandonó el país en 1931.
No hay en ella sentimentalismo ni vanagloria, sino el estoicismo de quien ha aprendido a reírse de sus propios fracasos
El nieto del monarca destronado estrecha la mano del hijo de la actriz proscrita. En ese apretón se cruzan la España que se exilió y la que regresó disfrazada de concordia. Una reconciliación cortesana, más teatral que política, que resume la tragicomedia nacional: el país que convierte su historia en una función solemne donde todos actúan el papel del perdón.
Desde ese gesto, Fernán Gómez reconstruye su vida a contrapelo, como quien hace arqueología de sí mismo: los años de hambre, la guerra, el oficio de cómico despreciado, la miseria, los hoteles de tercera, los aplausos inciertos. Pero no hay rencor, sino ironía. En su mundo, los fracasos son anécdotas y las victorias, malentendidos.
Fernán Gómez pertenece a una estirpe de españoles que nunca existió del todo: la del hombre libre y descreído, el libertario sin dogmas, el comunista que lee a Cicerón y cita a Chaplin. Por eso su autobiografía se parece a un manual de resistencia. A través de sus páginas, uno asiste a la educación sentimental de un país que aprendió a sobrevivir sin reconciliarse consigo mismo. La República es evocada con la luminosidad de un cuadro de Mondrian, la guerra con la sequedad de una crónica de derrotados. No hay épica, hay memoria. Y en la memoria, Fernán Gómez encuentra su redención.
Lo más admirable de El tiempo amarillo, reeditado ahora por Debate y concebido originalmente en 1998, es su tono: una mezcla de humor y amargura que convierte lo cotidiano en filosofía. El autor no escribe como actor que quiere parecer escritor, sino como escritor que actúa su propia vida. Su estilo —sobrio, exacto, sin alardes— aloja la elegancia del escepticismo. Nada sobra, nada suena impostado. Ni siquiera cuando se cita a sí mismo con una modestia burlona: "Presumo de mi pereza", confiesa. Pero esa pereza es la forma más alta de la lucidez: la de quien no necesita fingir entusiasmo por un mundo que ya no le pertenece.
David Trueba, "responsable" del prólogo, acierta al situar El tiempo amarillo junto a El cuaderno gris de Josep Pla y Los Baroja de Julio Caro Baroja. Pero Fernán Gómez no necesita genealogías: es un género en sí mismo. Su voz, entre la del pícaro y la del sabio, se inscribe en una tradición española que va de Quevedo a Camba, de Azcona a Berlanga. En sus memorias no hay trascendencia, pero sí verdad. Y la verdad, en España, siempre ha sido un acto de rebeldía.
Y hay en 'El tiempo amarillo' algo que excede la literatura: una ética. La ética del descreído que, sin embargo, no deja de creer en el ser humano
El libro funciona también como espejo moral de una profesión —la del cómico— a la que la sociedad española nunca ha perdonado su vocación popular. "Un actor no puede ser un intelectual", parecían decirle sus contemporáneos. Fernán Gómez respondió escribiendo la mejor literatura que ha dado un actor en lengua española. Desde
Y hay en El tiempo amarillo algo que excede la literatura: una ética. La ética del descreído que, sin embargo, no deja de creer en el ser humano. De ahí que sus páginas estén pobladas de afectos discretos, de mujeres admiradas (Pradera, Gadé, Cohen), de colegas respetados y de fantasmas familiares. Nunca se disfraza de héroe: se muestra vulnerable, incluso patético. Pero esa fragilidad lo engrandece. Su autobiografía es la de un hombre que supo estar dentro y fuera de su tiempo, y que al final mira el pasado con la serenidad de quien se sabe condenado a desaparecer.
Fernán Gómez tituló su libro con un verso de Miguel Hernández: "Pero yo sé que algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía." El tiempo, efectivamente, se ha puesto amarillo. Pero sus palabras, no. Siguen intactas, como si el actor se resistiera a salir de escena. En cada capítulo hay una lección de inteligencia moral, un recordatorio de que la ironía es la forma más educada de la tristeza.
En la España del olvido rápido y de la memoria impostada, El tiempo amarillo permanece como un monumento a la lucidez. No es un libro sobre la fama, sino sobre la fugacidad. No trata de lo que fue Fernán Gómez, sino de lo que somos los demás: espectadores de un teatro que se desmorona mientras seguimos fingiendo que la función continúa.
Y acaso por eso su lectura conmueve tanto. Porque Fernán Gómez no nos habla desde el pasado, sino desde el futuro que ya envejeció. Nos recuerda, con su voz de tabaco y sarcasmo, que la vida es un ensayo general que nunca llega al estreno. Que todo es provisional, incluso la memoria. Y que el único modo de soportar el tiempo es aprender a reírse de él.
Hay memorias que se escriben para la posteridad y memorias que se escriben para salvarse del olvido.