"Somos esclavos del móvil". Si tus días no se acaban nunca, tienes que leer a este hombre
Juan Tallón publica una novela que toca fibra sensible en todos los hogares: los mil marrones diarios que no sabes cómo quitarte de encima. Con la mierda cotidiana hasta el cuello
El escritor Juan Tallón posa para El Confidencial. (A. B.)
A las 05:58 de la mañana del día que hice esta entrevista, me llegó el siguiente mensaje de WhatsApp en inglés: "Querido amigo, este es tu link de pago con tarjeta de crédito". Y un link. A juzgar por su foto, el mensaje me lo mandaba una joven atractiva. Lo vi cuando me desperté -desvelado- media hora después. Antes de tomarme el primer café del día, ya había bloqueado el número de una rubia misteriosa con aviesas intenciones, mientras pensaba en cosas como el desayuno de los niños, el peliculón que es Una batalla tras otra, la última mamarrachada de Donald Trump o qué preguntarle a Juan Tallón en un rato. Todo ello, también, mientras intentaba (por tercera vez) apuntar a mi hija a una extraescolar, en el típico bucle informático de restablecimiento de contraseña del que no se sale nunca. Fracasé (la gestión se culminará a lo largo del día con la siguiente factura mental: 60 minutos gastados, 25 wasaps enviados y una llegada a la parada equivocada de tren por estar mirando el móvil…). No eran todavía las 7 de la mañana, en definitiva, y ya empezaba a sentir una vaga niebla en la cabeza que sin duda anticipaba una jornada doméstica y laboral de gran clarividencia...
Multipliquen todo esto por mil, súmenle un bebé en casa y una amenaza de ERE, y se harán una idea de lo que propone Juan Tallón en su nueva novela, Mil cosas (Anagrama), trepidante filigrana sin un gramo de grasa sobre los mil marrones cotidianos de una pareja el día antes de irse de vacaciones. Como si Cortázar hubiera vivido en la era digital de la multitarea kafkiana. O Tallón tocando tecla humana muy sensible.
Escribe Tallón en boca de su sufrido coprotagonista subido a un vehículo en el arranque de su maratoniana jornada:
"Ya sufre el calor. Y lo que falta. Ha oído en la radio que en el centro alcanzan los cuarenta y cinco. Nunca ha vivido nada parecido. Y además el tráfico. Todos esos tubos de escape y esos motores caldeando aún más el aire. La circulación avanza lenta. Alguien detrás de él toca el claxon, y por contagio, otro más, y luego otro, y se desencadena una sinfonía espantosa. Y dentro silban los mensajes y los mails, como obuses en la noche. No hay ni un minuto de sosiego. Pero no quiere estar consultando el móvil. Bastante alienado vive el resto del tiempo por él. Aun así, vuelve a mirar… Las sirenas de dos camiones de bomberos y una sucesión de patrullas de policía lo obligan a echarse a la derecha y detenerse. Bajo el clamor, suena el teléfono. Ve en la pantalla un número larguísimo. Duda si descolgar o no, porque no funciona el manos libres, lo que se suma a una pequeña lista de disfunciones, como la del aire acondicionado… Los números largos, en su experiencia, proceden mayoritariamente de organismos públicos. Eso le produce en muy pocas ocasiones curiosidad; la mayoría de las veces indiferencia y pereza. En el fondo, no contempla otra opción que responder. Se asegura de que no ve policías en el horizonte.
-¿Andrea Traviso?
-Soy yo.
-Tenía esta mañana una cita con nosotros. ¿Se va a presentar?
-Disculpe, estoy despistado. No sé de qué me habla.
-Le llamo de Euromutua. Tiene cita para control médico y analítica…
Intenta hacer memoria, pero no logra acercarse al recuerdo de una cita por un control médico. ¿Es posible que Recursos Humanos le remitiese un mail… que por supuesto no leyó? Claro que es posible. Todo es posible cuando vives sobrepasado por un millón de mails que se devoran entre sí para atraer tu atención. Ahora mismo solo tiene clara la confusión".
Salvador Dalí diseñó una vez un teléfono cuyo auricular era una langosta. Pensábamos que nunca nadie inventaría un teléfono con connotaciones psicológicas más inquietantes. Nos equivocamos. Hablamos con Juan Tallón (Ourense, 1975) sobre el estado febril de las cosas domésticas, digitales y laborales.
PREGUNTA. Esta novela fue fruto de un calentón, ¿verdad?
RESPUESTA. Algo así. Yo tenía en mente el final de una historia, como tantas cosas que anotas en una libreta y nunca sabes si van a servir para algo. Estaba a mitad de mi nueva novela, en diciembre del año pasado, cuando, de repente, vi el comienzo de la historia que solo era un final de una línea en una libreta. Y no solo vi el comienzo, vi también a sus protagonistas y cómo conseguir que ESO que a nosotros nunca nos podría pasar, porque somos gente responsable, les pasara a ellos. La novela se construyó sobre esa pregunta: ¿Qué tiene que pasar para que lo que creemos que nunca podría pasarnos, pase? Entonces, paré la nueva novela y me puse con la nueva nueva novela. Sin notas previas, sin trabajo de libreta. De una sentada. La escribí en 23 días.
'Mil cosas' de Juan Tallón. (Anagrama)
P. ¿Te había pasado antes?
R. Bueno,Rewind la escribí en 37 días, pero la reescribí durante un año. Esta la escribí en 23 días porque me parecía que, además, eso contribuiría al ritmo que hicieran creíble las cosas que iban pasando. La adrenalina y el vértigo. Escribir con urgencia para contar una historia urgente… y que al final esa urgencia aplastase a los protagonistas.
P. ¿Te costó dejar la primera novela parada para empezar con otra surgida de la nada?
R. Cómo fue un calentón, no algo meditado, no supuso mucho esfuerzo mental ponerme con otra cosa. De hecho, acabé esta novela el 6 de enero, la corregí, la envié a la editorial y retomé mi nueva novela. Como si tal cosa. Fue un proceso un poco raro. Como si alguien llamara a la puerta de casa, te vendiera una Biblia o un aspirador y volvieras luego a tus quehaceres como si no hubiera pasado nada.
P. Leyendo el libro me preguntaba si el móvil no nos ha acabado dando más trabajo del que nos quita…
R. Yo creo que los móviles eran, al principio, una solución a nuestros problemas, pero poco a poco se han convertido en causa de muchos de nuestros problemas. Creímos que servirían para que la vida fuese más fácil y nos hemos convertido en sus esclavos, nuestra vida es ahora mucho más pobre y alienada, no nos podemos separar de él. Son el equivalente a tener permanentemente una olla en el fuego, no puedes distraerte, como ese niño que está jugando siempre a medio metro del enchufe. Tenemos que estar tocándolo continuamente. Nada se resuelve a través de él y, a través de él, sin embargo, llegan todos los problemas, con los que contabas y con los que no contabas.
P. En el texto hay una lucha constante por la atención del protagonista. El aluvión de mensajes de móvil acaba monopolizando su monólogo interno hasta que, ¡ay, deja de atender a lo verdaderamente importante. ¿Cómo resuelves tú esa tensión en el día a día?
R. No sé si soy la persona más indicada para contestar esto porque tengo un estilo de vida muy alejado de la velocidad, de los ritmos, del apuro de los habitantes de una gran ciudad. Vivo un poquito fuera del tiempo o fuera de la noria. Soy un observador de la velocidad. Yo puedo permitirme la lentitud y no hacer (tantas) cosas. Bueno, también he hecho renuncias. Vivo en una ciudad pequeña donde ir de un sitio a otro no implica consumo de tiempo. Tengo el control sobre mi tiempo. Los personajes de la novela, por contra, no tienen control sobre su tiempo. Esto está muy generalizado, la gente se queja continuamente de no tener tiempo para hacer lo que le apetece hacer, engullidos por su trabajo o por las dinámicas sociales.
Juan Tallón. (A. B.)
P. ¿Qué diría Marx de que tengamos la oficina en casa 24/7?
R. Lo hemos puesto todo al servicio de las fuerzas de producción. Les hemos entregado nuestra casa. Cuando trabajaba en prensa local, y estaba en una situación un poco precarizada, me ofrecieron irme de corresponsal a Santiago de Compostela para llevar información parlamentaria. Me encantó porque me ofrecían un contrato, que era lo que necesitaba. Pero me dijeron que allí no habría redacción, que sería en mi casa. No lo vi mal hasta que entendí que no me ayudaban a pagar el alquiler, la luz o internet, que entonces iba un poco lento. Pero para ellos la situación era ideal.
Y bueno, al final, acabamos todos un poco así, trabajando en casa, pero accesibles todo el rato. No necesitamos vigilantes, aunque estemos lejos, porque tenemos que producir. Siempre a disposición de la empresa. Tienes el ordenador, tienes el móvil, no tienes un horario, te pueden llamar en cualquier momento. No hay desconexión. ¿Cómo separas tu vida personal de tu tiempo profesional cuando trabajas desde casa?
"Cuando no pasa nada, surge el mayor desastre"
P. Al poco de arrancar la novela, viendo la tensión sobre los protagonistas, deduces que acabará en escalada, quizá en un thriller/pérdida de papeles a lo Un día de furia. Pero, finalmente, lo llevas a un terreno mucho más cotidiano, sin grandes estallidos, al menos hasta la última página. ¿Por qué te decidiste por ese tono?
R. El propósito era simular un día normal, un poco sofocante por la carga de trabajo, por la altura del mes —jornada de cierre para él [subdirector de una revista] y víspera de vacaciones de verano para ambos—, pero dentro de un orden, aunque por acumulación pudiera ser estresante. La idea era que el lector percibiera que no estaba pasando nada, pero a la vez se fuera gestando una tormenta que no sabes cuándo va a descargar. No pasa nada… pero puede acabar pasando algo terrible.
Y, al mismo tiempo, abrir varias líneas narrativas potencialmente catastróficas. Está la relación del protagonista con el trabajo; cree que lo puede perder, se obsesiona, interpreta conspiranoicamente pistas que apuntan a su despido. Paralelamente, su mujer está viviendo un episodio de acoso en el trabajo. Hace un calor de la hostia. Y del teléfono no paran de llegar contratiempos o contrariedades.
Nada de eso parece descontrolado de por sí. Pero no puedes quitarte de la cabeza que no está pasando nada y eso es espantoso, porque en una novela siempre tiene que pasar algo, tiene que producirse un cambio, una alteración del estado de las cosas.
La novela va avanzando, y además va avanzando frenéticamente. Frase corta, presente de indicativo, pequeñas acciones, porque todo el tiempo los personajes están haciendo algo, aunque sea abrir una pantalla más en el ordenador. A algunos lectores el final de la novela les va a pillar mirando a un sitio, y a otros les va a pillar mirando a otro…
P. Hay un solapamiento, por tanto, entre tema y estilo.
R. Hay una alineación. Yo creo que el estilo tiene que estar al servicio de la historia. Cuando un carpintero quiere ejecutar un proyecto y no tiene las herramientas adecuadas, las fabrica. Esto es un poco lo mismo. Si la novela va de la vida alienada de dos personas durante unas horas, el ritmo no puede ser moroso. Sí quieres generar angustia y estrés, mejor no utilizar un tiempo narrativo que abarque meses. Lo que yo quería transmitir tenía que pasar en menos de 24 horas de tiempo narrativo. En presente de indicativo, que da sensación de inmediatez, de futilidad, de que las cosas pasan y se olvidan. Y frases cortas que aceleren el ritmo de lectura. Todo para retratar la vida acelerada. La idea es que estés en movimiento, que el exceso de acción vaya desgastando, apretando la respiración, según aparecen los imprevistos, los contratiempos y las fallas. Todo eso que uno no puede planificar.
Foto: A. B.
P. La novela tiene pequeñas decisiones narrativas en las que todo el mundo se puede reconocer. Por ejemplo, transcurre el día antes de las vacaciones, que a veces es como tirarse de un tren en marcha para dejarlo todo listo...
R. Sí, pero el mejor día de las vacaciones también son las vísperas de las vacaciones, porque sabes que viene lo bueno. Aún no se ha gastado lo bueno, ni te has planteado cómo será volver a la normalidad cuando se acaben. Estás en lo bueno, la posibilidad de lo malo no la contemples. Los personajes, aunque están en un estado de tensión, porque es el último día de mucho trabajo, ven los rayos de sol al final de la jornada. El día se va a acabar y mañana no va a ser más de lo mismo. Mañana empieza lo bueno, están muy predispuestos a que todo esto acabe bien. Y quizás el lector asuma la misma actitud. Creen que las cosas se van a ir arreglando. Pero quizás las cosas no se arreglen…
P. ¿Qué tal se te da la multitarea?
R. Es que yo no hago muchas cosas a la vez. Yo escribo una novela, que interrumpo dos veces a la semana para escribir una columna para un medio escrito y preparar una intervención radiofónica los domingos. Si quitamos eso, los demás son los equilibrios de una familia normal. Llevar a una niña al cole, ahora ya ni la llevo, se lleva sola. Pensar qué comer. Esas microdecisiones que a todos nos resultan familiares. Por eso es tan fácil la identificación con los personajes, muchas de sus tareas cotidianas son las mismas que las tuyas: abrir la nevera y sentir la desolación, meterte en la ducha y experimentar el alivio de que es el único momento del día en el que solo tienes que hacer una cosa y pensar una cosa. Todo eso somos nosotros, aunque yo no gire 80 platos al día en mi vida cotidiana.
P. Leyendo la novela se me vino a la cabeza algún relato de Cortázar donde las pequeñas cosas pueden acabar enredándose malamente. Aunque la novela se haya escrito sin red, ¿tenías alguna referencia literaria en mente?
R. No lo sé. Con otras novelas, mucho más trabajadas antes de ser ejecutadas, había referencias, yo hacía lecturas que me podían servir de guía. Pero esta, como llegó de esa forma tan impetuosa, se escribió paralizando todo lo demás, volcándome durante muchas horas, pero durante muy pocos días, no hubo referencias explícitas. Claro, después están tus lecturas que tu cerebro ha asimilado a tus espaldas y que, aunque lo desconozcas, se filtran en el texto. Y de eso solo puedes tomar conciencia a través de terceros. Has mencionado a Cortázar y cómo de una pequeña falla o una insignificancia creaba un conflicto que podía destrozar tu vida. Puede haber algo de eso, cómo cuando no pasa nada, surge el mayor desastre.
A las 05:58 de la mañana del día que hice esta entrevista, me llegó el siguiente mensaje de WhatsApp en inglés: "Querido amigo, este es tu link de pago con tarjeta de crédito". Y un link. A juzgar por su foto, el mensaje me lo mandaba una joven atractiva. Lo vi cuando me desperté -desvelado- media hora después. Antes de tomarme el primer café del día, ya había bloqueado el número de una rubia misteriosa con aviesas intenciones, mientras pensaba en cosas como el desayuno de los niños, el peliculón que es Una batalla tras otra, la última mamarrachada de Donald Trump o qué preguntarle a Juan Tallón en un rato. Todo ello, también, mientras intentaba (por tercera vez) apuntar a mi hija a una extraescolar, en el típico bucle informático de restablecimiento de contraseña del que no se sale nunca. Fracasé (la gestión se culminará a lo largo del día con la siguiente factura mental: 60 minutos gastados, 25 wasaps enviados y una llegada a la parada equivocada de tren por estar mirando el móvil…). No eran todavía las 7 de la mañana, en definitiva, y ya empezaba a sentir una vaga niebla en la cabeza que sin duda anticipaba una jornada doméstica y laboral de gran clarividencia...