Simone Weil: la judía que no quiso serlo
No se reconocía judía y no quería ser tratada como judía. Mantuvo con los judíos una actitud fría, incluso durante la II Guerra Mundial, que muchos tacharon de antisemita. Un nuevo libro aborda esa controversia
"Soy de origen israelita, pero mis padres, completamente agnósticos, dejaron que ignorase mi origen hasta la edad de once años y me educaron fuera de toda religión”, escribe Simone Weil en 1942 al filósofo católico francés Jacques Maritain. Enterada de su condición, y en absoluto conforme, Weil nunca se dio por aludida. Ni siquiera cuando en 1940 el gobierno colaboracionista de Vichy promulgó el Estatuto de los judíos, un conjunto de leyes antisemitas que abolía derechos civiles de la población judía. Para centrar la cuestión, a la profesora que era entonces Simone Weil no le asignaban destino docente, por lo que escribió al ministro de Instrucción Pública dando y pidiendo explicaciones: ella que nunca había “entrado en una sinagoga’”, ella que tampoco tenía vínculos, “sea por parte de padre, sea por parte de madre, con el pueblo que vivía en Palestina hace dos mil años”, dijo: “si, a pesar de todo, la ley exige que se considere el término ‘judío’, cuyo sentido desconozco, como un epíteto aplicable a mi persona, estoy dispuesta a someterme al Estatuto como a cualquier otra ley. Pero deseo en ese caso ser informada oficialmente”.
Aparte del desapego y la resistencia personal a reconocerse como judía, Simone Weil armó un corpus teórico donde volcó, evidenció y multiplicó un recelo, que roza la aversión. Por ejemplo, cuando formula en
Dos consideraciones a partir de esta sucesión. La primera es que esto es lo no se debe hacer, y el autor de
No deja de causar estupor que la autora de las citas anteriores sea la misma persona que de niña dejaba de comer dulce al pensar en las privaciones de los soldados en la I Guerra Mundial; la joven profesora que no caldeaba su habitación, pensando en sus compañeros de lucha obrera que no tenían esa posibilidad; que vivía con el mínimo y repartía su salario entre los camaradas que más lo necesitaban; la que trabajó en el campo y entró por voluntad propia en la fábrica para recibir en la propia carne la marca de la esclavitud; la que denunció y luchó contra la opresión colonial de todos los pueblos; la llamada virgen roja; la reina de compasiones; la mística que llegó hasta el autosacrificio cuando, gravísimamente enferma, pedía con insistencia que su comida fuera a parar a los prisioneros franceses de la II Guerra Mundial…
¿Es posible que esta persona permaneciera insensible, imperturbable, que diera la espalda a la comunidad judía durante los años del Holocausto? Es como si no hubiera estado a la altura de sí misma y sin embargo, Chenavier, habla de una lógica, una “lógica ilógica”, si se quiere, usando su propia expresión. Levantar la voz en favor de los judíos hubiera significado una aceptación, quizá pasiva, latente o por defecto, de esa condición propia que ella no toleraba en sí. “¿Busca Simone Weil dar prueba de que no combate el nazismo en tanto que judía […]?” se lee en el libro.
Otra de estas paradojas es el pacifismo extremo de Weil. Un pacifismo que, con tal de no promover la guerra, está dispuesto a hacer concesiones cuestionables. En 1938, ante la anexión de los Sudetes por la Alemania nazi, la pensadora escribe: “Los checos pueden prohibir el partido comunista y excluir a los judíos de las funciones de cierta importancia, sin perder nada de su vida nacional. En pocas palabras, injusticia por injusticia; puesto que debe haberla de todos modos, escojamos la que represente el riesgo menor de llevar a una guerra”. Quizá el hecho de haber participado en 1936 en la guerra civil española estaba detrás de ideas como estas. Por cierto, la decisión de la pacifista francesa de marchar a la guerra del país vecino también engrosa el capítulo de la lógica ilógica. “No me gusta la guerra —escribió a George Bernanos—, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia”.
Dos mujeres contra el Estado judío
Es muy interesante echar la vista atrás y, dado el contexto actual, recoger algunos pareceres sobre la posibilidad, entonces, en 1938, de implantar un Estado judío en Palestina. Weil veía un peligro en ello: “¿Por qué crear una nacionalidad nueva? Sufrimos ya la existencia de naciones jóvenes, nacidas en el siglo XIX, y animadas por un nacionalismo exasperado […]. Por esto, no hay que dar luz hoy a una nación que, en 50 años, podrá convertirse en una amenaza para Próximo Oriente y para el mundo. La existencia de una vieja tradición judía en Palestina es precisamente una razón para crear un hogar judío fuera de Jerusalén”.
Sobre este punto, Chenavier también expone el testimonio de Hannah Arendt, para mostrar que Weil no era muy original en dicho planteamiento. Arendt también rechazaba la fórmula del Estado-nación para los judíos y temía el repunte del nacionalismo y del militarismo. Recupera el autor aquí una cita de su ensayo Salvar la patria judía, donde expresa sus temores: “El pensamiento político estaría centrado en la estrategia militar; el desarrollo económico estaría exclusivamente determinado por las necesidades de la guerra […]. Los judíos de Palestina degenerarían en una de esas pequeñas tribus guerreras sobre cuyas posibilidades e importancia la historia, desde la época de Esparta, nos ha instruido largamente”.
Negar la identidad
Frente al paralelismo anterior, las dos filósofas mantuvieron respecto a su propia condición judía una actitud bien distinta que subraya el autor de este ensayo. Es bien conocida la frase de Arendt que dice que si la atacan como judía, se defiende como judía; mientras que Weil, sin embargo “niega ser judía cuando se la ataca en calidad de judía”, escribe Chenavier.
Y no eran solo palabras o escritos, los que aprovechaba Simone Weil para desentenderse de su condición judía. Si algo caracteriza a esta filósofa es que no hay falla entre la obra y la autora. Por ello, aparte de sus declaraciones, está la negativa a dejarse ayudar, por ejemplo, por los estadounidenses, siempre receptivos y hospitalarios con los judíos que huían de la persecución nazi. “Me repugna ser un objeto de filantropía”. Si en el verano del 42 Simone Weil marcha a EEUU con su familia, a los cuatro meses está de vuelta: no soporta, de nuevo, ver pasar la historia desde la barrera. Ella tiene que estar en medio y, de hecho, para estar bien en medio se le ocurrió, ya de vuelta en Europa, en Londres, la idea de lanzarse en paracaídas para asistir en el frente a los soldados enfermos… Así se lo dijo a los responsables del movimiento de la Francia Libre, que lo descartaron de inmediato. Weil acabó realizando tareas editoriales.
Simone Weil nunca se declaró judía —“prefiero ir a la cárcel antes que al gueto”, afirmó— y nunca se dejó ayudar como judía. No sabía bien qué hacer con su condición de nacimiento o de origen, que la paralizaba, la bloqueaba. Chenavier aporta aquí un punto de vista muy interesante: “No desea, por lo demás, pensarse en términos de nacimiento, igual que tampoco desea pensarse en cuanto francesa, socialista o lo que sea como figura identitaria en términos de una colectividad”. Incluso como mujer tuvo recelo o rechazo a la condición: no es solo que vistiera como un hombre (quizá porque le resultara cómodo o barato), es que en alguna ocasión usaba el género masculino para referirse a ella misma. En
Acción y exculpación
El estudio de Robert Chenavier dedica mucho espacio al comentario que Simone Weil hizo del texto en el que la OCM (Organización Civil y Militar) se ocupó de las “bases de un estatuto de las minorías francesas no cristianas y de origen extranjero”. La OCM era un movimiento de la Resistencia no comunista que buscaba una forma de vida en común “entre los judíos franceses y la nación”, explica el autor. Refiriéndose al contenido de dicho texto, explica: “Enumerando los ‘inconvenientes’ creados por la existencia de una minoría judía, propone a un tiempo prohibir el acceso de los judíos a determinadas altas funciones […]”, entre otras medidas abiertamente discriminatorias. Esto Simone Weil lo rechaza frontalmente porque lo que consigue es “cristalizar” una minoría, mientras que “el objetivo debe ser provocar su desaparición”. ¿Cómo? Por asimilación en una sociedad de “inspiración auténticamente cristiana”.
Para Weil, los judíos no son una minoría nacional al uso, para ella son el epítome del “desarraigo y la irreligión” y por tanto, como explica el autor del libro: “la solución del problema judío se inscribe en el proyecto más vasto de tratar el mal original; supone la instauración de una sociedad fundada en una ‘espiritualidad auténtica’”. En dos o tres generaciones, Weil cree que es posible esta asimilación. En caso de no ser posible propone medidas más drásticas como privarlos de la nacionalidad francesa. El autor habla de “impaciencia escatológica” a la hora de hacer ingresar o reingresar lo absoluto en la vida política.
La tesis, exculpatoria finalmente, de Chenavier, es que las ideas y propuestas de Weil sobre esta cuestión no son tan elaboradas y centrales en su trayectoria como pueden serlo las que dedicó a la cuestión colonial o a la supresión de los partidos. Ante el fenomenal objetivo, a la postre, de fundar una sociedad nueva, el problema judío nunca fue prioritario: “ver la única fuente de su pensamiento en un antihebraísmo, un antijudaísmo o, a fortiori, un antisemitismo que irrigaría toda su obra es absurdo”. ¿Contradicciones? En abundancia, por descontado. En desgranarlas hasta comprenderlas o intentarlo repetidamente hasta el cansancio —tal y como ella exigía— consiste básicamente este libro.
"Soy de origen israelita, pero mis padres, completamente agnósticos, dejaron que ignorase mi origen hasta la edad de once años y me educaron fuera de toda religión”, escribe Simone Weil en 1942 al filósofo católico francés Jacques Maritain. Enterada de su condición, y en absoluto conforme, Weil nunca se dio por aludida. Ni siquiera cuando en 1940 el gobierno colaboracionista de Vichy promulgó el Estatuto de los judíos, un conjunto de leyes antisemitas que abolía derechos civiles de la población judía. Para centrar la cuestión, a la profesora que era entonces Simone Weil no le asignaban destino docente, por lo que escribió al ministro de Instrucción Pública dando y pidiendo explicaciones: ella que nunca había “entrado en una sinagoga’”, ella que tampoco tenía vínculos, “sea por parte de padre, sea por parte de madre, con el pueblo que vivía en Palestina hace dos mil años”, dijo: “si, a pesar de todo, la ley exige que se considere el término ‘judío’, cuyo sentido desconozco, como un epíteto aplicable a mi persona, estoy dispuesta a someterme al Estatuto como a cualquier otra ley. Pero deseo en ese caso ser informada oficialmente”.