Heinrich Schliemann y su desaforado empeño por descubrir la Troya de Homero
No era arqueólogo, ni siquiera había ido al colegio. Ya rico, en 1869 decidió abandonarlo todo para buscar la mítica ciudad. Alfonso Goizueta recrea su increíble historia en "El sueño de Troya", su nueva novela
Fue mi abuelo quien me habló por primera vez de las nueve ciudades de Troya descubiertas por el excéntrico arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, a finales del siglo XIX. Me habló de un hombre obsesionado (como en cierta manera lo estaba yo) con la
Schliemann no era arqueólogo, de hecho ni siquiera había ido al colegio. Aquel padre que le habló de Troya cuando tenía diez años resultó ser un pastor protestante muy pobre que pronto tuvo que mandarlo a vivir con otros parientes. El pequeño Heinrich tuvo que trabajar desde muy niño para salir adelante. La fortuna, sin embargo, lo había agraciado con una brillantísima inteligencia, en particular para los idiomas. Era capaz de aprender lenguas ajenas en apenas semanas. A lo largo de su vida llegó a dominar once idiomas, pero para cuando cumplió veinticinco ya hablaba con soltura ruso, inglés, español, italiano, francés y holandés además de su alemán materno. Gracias a aquella habilidad fantástica, pudo entrar a trabajar en una empresa de importación en la que acabó volviéndose imprescindible. No tardó en comprarle el negocio a los socios; a la edad de treinta años, era un hombre extremadamente rico. Su ambición no tenía límites; su empecinamiento tampoco. Sus métodos para llevar a cabo sus objetivos no siempre fueron limpios. Es conocido que tuvo que salir huyendo de los Estados Unidos, donde había viajado en 1848 buscando hacer fortuna con la fiebre del oro, tras haber estado vendiendo polvo de oro a precio del metal. Acabó en San Petersburgo, donde estableció sus oficinas de comercio de índigo y multiplicó su fortuna. Allí se casó con su primera mujer, Ekaterina Lyschin, que era de buena familia y que le dio tres hijos.
Pero no era feliz. Uno piensa en Schliemann y no puede evitar imaginar en él al doctor Fausto: lo tiene todo en la vida, pero nada le satisface. ¿A qué pacto diabólico recurrió nuestro protagonista? Tal y como hicieran el Quijote o Emma Bovary, Schliemann vendió el alma a los libros, a la literatura. Volvió a la lectura de la Ilíada y la Odisea. Aprendió griego antiguo y latín. Descuidó los negocios pasando horas y horas estudiando al milímetro los poemas homéricos, convencido de que en aquellos versos se encontraría la clave para dar con las ruinas de Troya —un asunto pendiente que todavía rabiaba en su pecho—. Ya en la década de 1860 empezó a viajar por los lares de Grecia, primero por la isla de Ítaca, supuesta cuna del héroe Odiseo, y luego por Micenas, patria del caudillo aqueo Agamenón, buscando rastros de las leyendas. Era la época en la que la arqueología aficionaba a los caballeros cultos y adinerados de Europa. Muchos anticuarios y nobles, estudiosos del pasado, invertían sus fortunas en viajar al Oriente a fin de excavar las ruinas de la civilización. Las esculturas de mármol, los fragmentos de friso, los sarcófagos de oro, las polvorientas momias de milenios de antigüedad embarcaban de la mano de estos "arqueólogos" rumbo a las capitales europeas donde los museos más selectos las acogían. Schliemann no iba a ser menos, pero el sitio de su hallazgo todavía se le escapaba.
En 1869 decidió abandonarlo todo para centrar sus esfuerzos en dar con la ciudad de Troya. No podía ser tan difícil, pensó. La Ilíada, en el canto XXII, describía la ubicación exacta, según él: así volaba Aquiles en su furia derecho hacia él, mientras Héctor huía bajo los muros de los troyanos y, pasando ambos por la atalaya y la higuera silvestre batida por el viento, se fueron cada vez más lejos por un camino de carros, hasta llegar a dos manantiales de hermoso fluir, donde brotaban las fuentes del voraginoso Escamandro; y mientras que de la una mana agua tibia … en la otra, incluso en verano, corre fría como el granizo. Fácil: tan sólo había que localizar el promontorio de Troya, la higuera que vieron los héroes y los manantiales, el gélido y el ardiente, del Escamandro. Ilíada en mano, aquel verso aprendido de memoria, Schliemann se divorció de la pobre Ekaterina, a la que nunca volvió a ver, y partió hacia Grecia. Allí se hizo con una nueva compañera de viaje, la jovencísima Sofía Engastromenos, de diecisiete años, con la que se casó a pesar de ser treinta años mayor que ella. Pero Sofía conocía los versos de Homero tan bien como él y amaba la arqueología. Su viaje de novios no fue a París sino a Turquía, a la zona de los Dardanelos donde ambos confiaban podrían encontrar Troya.
Aquella descripción ilíadica llevó a los Schliemann a un paraje pedregoso conocido como la colina de Pinarbasi. Allí los mineros contratados estuvieron excavando a destajo durante meses sin que apareciera un solo indicio de civilización bajo la tierra. Su desesperación fue máxima. ¿Podía ser que Troya sólo hubiera sido una ficción? La realidad parecía esa. Sin embargo, al arqueólogo aún le aguardaba un golpe de suerte divino. Perdió el vapor que había de llevarlo de vuelta a Atenas y gracias a ello conoció al hombre que habría de salvarlo, y al que él habría de condenar: Frank Calvert.
Nadie recuerda el nombre de Frank Calvert, a pesar de que sin él, Schliemann jamás habría llegado al yacimiento de Troya
Nadie, ni siquiera los que conocen la historia de Schliemann, recuerdan el nombre de Frank Calvert, a pesar de que sin él, Schliemann jamás habría llegado al yacimiento de Troya. Calvert era un arqueólogo (este sí, profesional) británico afincado en el Imperio otomano. Como Schliemann, llevaba toda la vida fascinado por la leyenda de Troya y empeñado en encontrar sus ruinas. Cuando se enteró de que Schliemann había estado en Pinarbasi, Calvert esbozó una sonrisa: hacía años que él había excavado allí y comprobado que no había nada. La ubicación de Troya era otra: la colina de Hisarlik. Daba la casualidad de que dicha colina se encontraba en una finca propiedad del propio Calvert. Él había empezado a excavar allí pero, arruinado, carecía de medios para continuar el proyecto. Los dos arqueólogos no tardaron en llegar a un acuerdo y en 1870 comenzaron las excavaciones que habrían de durar tres años. Años que fueron estériles.
Por más que excavaban no conseguían penetrar los estratos inferiores de la colina, en los que Schliemann apostaba se tenía que encontrar una ciudad tan antigua como Troya. Calvert recomendaba prudencia en la excavación, pero la monomanía de Schliemann —incurable como la de un personaje literario— no daba tregua. Para alcanzar el duro corazón de la roca, no dudó en lanzarse al ataque con la fuerza bruta de ciento veinte mineros y varios kilos de la recién inventada dinamita. Las explosiones fuera de control acabaron destruyeron gran parte del yacimiento que quería explorar y cortando, literalmente, la colina en dos. Aún a día de hoy, una inmensa zanja conocida como "la trinchera de Schliemann" parte en dos el promontorio.
La solución alumbró todavía más problemas: Hisarlik no albergaba una ciudad sino nueve. Nueve Troyas diferentes, cada una perteneciente a un tiempo distinto. La que Schliemann creía era la Troya de la guerra, la de los héroes y el caballo de madera, resultó corresponder al 2600 a.C., al menos mil quinientos años más antigua de lo que él estimaba. Era un laberinto de pruebas históricas que no encajaban, de símbolos que desconocían y órdenes arquitectónicos para los que no había explicación. El alemán, obcecado en que aquello era la ciudad del mito, recurrió a la fantasía y cuando publicitó su descubrimiento no dudó en decir que, efectivamente, era la Troya de Homero: aquello el palacio de Príamo, esto otro, la tumba de Aquiles, la torre de Eneas, las puertas por las que pasó el carro de Héctor, el templo de Atenea…
Mientras, Calvert desesperaba. Estaba horrorizado con los métodos de su socio, que tenían demasiado de aventurero y muy poco de científico. Algunos problemas judiciales de su pasado, convenientemente explotados por Schliemann, limitaban además su acción de maniobra: nada podía reprocharle al socio por miedo a que éste le chantajeara. No tardaron en aparecer los resquemores entre ellos y para 1872, cuando Schliemann valiéndose de su posición aprovechó para timarle en la venta de una escultura, la ruptura fue completa. Calvert decidió abandonar el que también había sido su sueño. Schliemann, frotándose las manos, compró el promontorio de Hisarlik, lo alienó de la propiedad del inglés y lo desterró de la historia del descubrimiento. Calvert cayó en el olvido; Schliemann se encargó de que nadie recordara nunca su vital contribución.
Pero las excavaciones continuaban en vano, sin que ningún objeto o hallazgo confirmara, a ojos del mundo, que aquella era la Troya la leyenda. En abril de 1873, a punto de ordenar clausurar el yacimiento, se produjo el "milagro". Según lo relató Schliemann a la posteridad, fue su propia mujer, Sofía, quien dando un último paseo entre las ruinas observó que algo brillaba al fondo de un agujero. La joven se introdujo en la gruta y de allí sacó un espléndido tesoro: joyas, cálices y escudos de oro puro que sirvieron para que Schliemann proclamara haber encontrado el "tesoro del rey Príamo" y las "joyas de Helena de Troya". Todo en esa historia era, claro, una invención: ni Sofía estaba en el yacimiento cuando se produjo en el hallazgo ni las joyas encontradas pertenecían a Helena. Tiempo después se supo que las alhajas eran de una época mil quinientos años anterior a la supuesta guerra de Troya. La autenticidad de alguna de ellas también estaba en entredicho (se creyó que Schliemann las pudo haber recolectado de otro yacimiento de la zona o incluso encargado a un joyero de su confianza).
Alfonso Goizueta (Madrid, 1999) es doctor en Relaciones Internacionales por King’s College London y licenciado en Historia y Relaciones Internacionales por la misma universidad. Su novela La sangre del padre (2023) lo convirtió en el finalista del Premio Planeta más joven de la historia, y le granjeó un gran apoyo por parte del público, con más de 120.000 lectores, y el aplauso de la crítica.
Su nueva novela, El sueño de Troya (Planeta), revive la apasionante aventura arqueológica de Heinrich Schliemann y el hallazgo que convirtió en realidad uno de los grandes mitos de la humanidad. En este artículo, Goizueta repasa la controvertida biografía de Schliemann.
Fuera como fuese, el tesoro era magnífico y las autoridades del Imperio otomano no tardaron en reclamarlo para sí, hartas de que caballeros como Schliemann expoliasen sus ruinas en nombre de la civilización y se llevaran el arte robado a Europa. Pero para cuando trataron de echar mano del botín, las joyas de Helena se habían volatilizado. Los turcos interpusieron demanda ante los tribunales griegos sin que eso les sirviera más que para arrancarle a Schliemann el pago de una multa. Las joyas aparecieron en Berlín donde Schliemann las había donado al museo arqueológico. Quedaron allí hasta 1945, cuando los soviéticos las robaron como "buena presa" tras la guerra. Hoy siguen en Moscú, sin que el régimen de Putin tenga la más mínima intención de devolverlas.
Schliemann pasó diez años sin poder excavar en Turquía, donde tuvo prohibida la entrada, aunque aquello no le importó en demasía. Ya había encontrado lo que era importante para él. Ahora, buscaba otros objetivos. Después de Troya, volvió sus ojos sobre Micenas, la otra ciudad contendiente de la Ilíada. Allí empezó a excavar en 1875, aunque el Gobierno griego, desconfiado, envió a un comisario a vigilar las excavaciones, temeroso de que se volviera a hallar un buen tesoro y el astuto Schliemann lo hiciera desaparecer. En la ciudad de la Puerta de Leones, el alemán encontró un impresionante círculo de tumbas y, dentro, otro sobrecogedor hallazgo: máscaras mortuorias de oro que nuestro protagonista se apresuró en decir pertenecían al mismísimo rey Agamenón. Echarle un vistazo a esta famosa máscara no deja de ser curioso: está claramente adulterada por la mano del hombre. "Agamenón" tiene los ojos abiertos y cerrados a la vez, la nariz respingona y un bigote retorcido más típico del siglo XIX más que del 1.200 antes de Cristo. Pero nada constituía un obstáculo para la inventiva de Schliemann, un hombre quijotesco, de métodos sin escrúpulos, empeñado en que la realidad representara lo que él tenía dentro de su cabeza. Ello le convirtió en uno de los arqueólogos más famosos de todos los tiempos, y contribuye a que su historia sea fascinante, incluso novelesca.
Fue mi abuelo quien me habló por primera vez de las nueve ciudades de Troya descubiertas por el excéntrico arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, a finales del siglo XIX. Me habló de un hombre obsesionado (como en cierta manera lo estaba yo) con la