Así fue el saqueo y destrucción de Persépolis hace 3.000 años a manos de Alejandro Magno
La historiadora Rachel Kousser traza en "Alejandro en el fin del mundo" (Arpa) la crónica de los últimos y olvidados años del gran conquistador. Publicamos un fragmento
"Alejandro, el triunfador", óleo de Charles Le Brun (1665) . (Museo del Louvre, París)
Cuando Alejandro dio rienda suelta a sus hombres en la ciudad baja de Persépolis, aquel aire frío y enrarecido se llenó con los sonidos del saqueo: hombres gritando, carreras apresuradas, mujeres llorando presas del pánico y el ruido sordo y nauseabundo de las espadas encontrándose con la carne. Los soldados se debatían entre sí por los objetos preciosos y mataban a los cautivos cuyo rescate palidecía en comparación con la riqueza que los rodeaba. Algunos persas se suicidaron, vistiéndose con sus ropas más caras antes de saltar desde las altas murallas de la ciudad junto con sus esposas e hijos. Otros prendieron fuego a sus casas y se quemaron dentro. Fue una desgracia terrible en el corazón simbólico del Imperio persa.
No era, sin embargo, un destino inédito o inesperado para una poderosa ciudad imperial. Los caudillos de la Antigüedad autorizaban regularmente —cuando no fomentaban— los ataques contra las poblaciones civiles. Les resultaban útiles para sus fines porque permitían a la tropa hacerse con un botín, componente que era una parte fundamental de la soldada en el mundo antiguo. Y al tiempo servían como advertencia para otras ciudades, al dejar claros los castigos ante cualquier oposición. Alejandro ya había perpetrado varios ataques contra civiles en la ciudad griega de Tebas, en Halicarnaso (región de Caria) y en la importante urbe fenicia de Tiro. Persépolis no recibió un trato muy diferente. Fue brutal e implacable, pero equitativo: todos los demás líderes militares de su época, incluidos los persas, habían hecho lo mismo.
Concluido el saqueo, Alejandro y su ejército permanecieron todavía cuatro meses en Persépolis. Tocaba esperar. Los soldados habían ido perdiendo poco a poco el aspecto famélico que presentaban en invierno cuando llegaron, aunque seguían cansados. Llevaban casi cuatro años luchando en Persia, a miles de kilómetros de su patria y sus familias. No sabían cuándo volverían, o si eso sería posible alguna vez. Aquella tropa debió de sentirse incómoda al permanecer, inusualmente para el ejército de Alejandro, tanto tiempo en un mismo lugar, sin una batalla importante que librar ni un asedio que emprender. El duro clima invernal les impedía acometer campañas importantes y, en cualquier caso, tampoco sabían exactamente dónde estaba Darío ni qué nuevas estratagemas podía estar maquinando para continuar la guerra. Lo que sí comprobaban los soldados era que el gran rey no había comparecido —como Alejandro había esperado— para entregarse, someterse a su conquistador, reconocer la soberanía del macedonio y recibir, a cambio, alguna porción de su reino de nuevo. Con Darío aún libre, los soldados tendrían que seguir luchando, al menos una vez que el clima lo permitiera y se averiguase el paradero de su enemigo. Mientras tanto, a esperar. Durante cuatro meses descansaron en Persépolis, aunque con cautela, y disfrutaron de los beneficios del pillaje.
Por su parte, los habitantes de Persépolis, embrutecidos por el saqueo, habían pasado esos mismos cuatro meses adaptándose a la difícil realidad de vivir bajo la ocupación. Contemplaron la completa depredación de los barrios humildes, pero los invasores no se habían marchado y el destino de los palacios seguía siendo una incógnita. Mientras tanto, habían de compartir sus elegantes casas porticadas con la soldadesca; suministrarles comida, bebida y cualquier otra cosa que demandaran; o verlos realizando sacrificios a sus dioses desconocidos y participando en competiciones atléticas —carreras a pie desnudos, lanzamientos de disco y el pankration, una especie de lucha libre que era el arte marcial mixto de su época—, costumbres todas ellas chocantes a los ojos persas. Hasta fueron testigos de cómo los soldados partían en fugaces incursiones contra los recalcitrantes pueblos montañeses de la región para regresar, como siempre, victoriosos. Resultaba todo muy desalentador, desagradable, sobre todo porque eran demasiados y abarrotaban la ciudad: el contingente de Alejandro, más la población que lo seguía en campaña, probablemente superasen incluso a la población total de la región de Persépolis antes de la llegada de los macedonios. Pero, además, la mayoría eran hombres adultos, armados y exigentes: una amenaza constante.
Cubierta de 'Alejandro en el fin del mundo', de la historiadora Rachel Kousser.
El ejército pudo descansar esos cuatro meses, pero Alejandro en cambio no se quedó ocioso. Ni mucho menos. El rey macedonio presidía los juegos atléticos de sus soldados y les otorgaba generosos premios, o dirigía personalmente los sacrificios del ejército. A lo largo de toda su trayectoria, el argéada honró asiduamente a los dioses, y ahora, llegado a Persépolis, tenía mucho que agradecerles.
Pero además de sus deberes piadosos, el rey macedonio tenía otras ocupaciones menos elevadas. Empezó por requisar de los territorios circundantes —a pesar de la nieve en lo más crudo del invierno— veinte mil mulas y cinco mil camellos, y los acercó cuanto pudo al tesoro de Persépolis, que había preservado cuidadosamente mientras dejaba sueltas a las tropas en la ciudad baja. A continuación, metódica e inexorablemente, retiró de allí las riquezas que tanto había codiciado. Se llevó monedas, lingotes, tal vez algunos objetos preciosos, todo lo que —pensó— podría ayudar a su causa y todo cuanto no deseaba ver de nuevo en manos de Darío. El tesoro que había perseguido con tanto ahínco era suyo y quería mantenerlo a salvo. Lo cargó en las mulas y camellos y los envió a hacer su lenta y penosa travesía cruzando los pasos montañosos occidentales hasta el palacio real de Susa, a 625 kilómetros de distancia. Fue un desafío logístico extraordinariamente complejo incluso para los estándares de Alejandro. Según ha estimado un especialista, la procesión era tan larga que los últimos animales de la fila llevaban cinco días de retraso con respecto a la cabeza de la expedición.
Solo cuando el tesoro estuvo ya a salvo llevó a cabo Alejandro su arriesgado y devastador plan para la ciudad de Persépolis.
Fue en un agradable día de primavera del año 330 a. C. cuando Alejandro entregó a las llamas la joya de la coronas del Imperio persa. Lo primero que hizo fue disponer un segundo saqueo, aunque esta vez no concentrado en la ciudad baja y sus ya maltratados habitantes, sino en las edificaciones de la terraza superior. Por tanto, dejó que sus soldados asaltaran los palacios y el tesoro y se apoderasen de cuantos objetos de valor desearan. Saqueadores experimentados, se llevaron todos los cuencos de oro y plata que quedaban en la terraza —eran ligeros y fáciles de transportar, y además se podían fundir—, pero dejaron en cambio otros, demasiado pesados, bellamente pulidos en piedra dura. También dieron con todas las espadas y dagas realizadas en metal precioso que alguna vez se guardaron en dependencias palaciegas fuertemente custodiadas, dejando solo unas pocas armas de bronce desgastadas y un puñado de puntas de flecha.
La tropa tenía que moverse rápido: Alejandro no les había dado mucho tiempo. Para el macedonio, aquel saqueo no era otra cosa que un preludio. Permitió que sus soldados robaran todo cuanto quedase, pero igualmente debió de advertirles: quien actuara demasiado despacio se arriesgaba a morir quemado. Y los rastros de aquel pillaje indican hasta qué punto se hizo a una velocidad desenfrenada. Sin paciencia con los recovecos laberínticos del tesoro, habilitaron una vía más rápida: subieron por una rampa, cruzaron el tejado plano y bajo del edificio y bajaron por una escalera cerrada, rompiendo la puerta en el proceso. E incluso, a los soldados, en los puntos estrechos de su ruta de escape, se les cayeron algunos objetos de valor: seis rosetas de oro y fragmentos de una banda de oro en la escalera, restos de oro y monedas a lo largo de la rampa. Tanto habían cogido, y tan deprisa necesitaban moverse, que ni se dieron cuenta de lo que dejaban atrás. Y como a continuación intervino el fuego, ya nunca regresaron a por ello.
Estatua de Alejandro Magno. (iStock)
El incendio fue algo extraordinario. Alejandro dispuso que sus hombres lo prepararan en un almacén del lado sur de la sala de audiencias, donde apilaron divanes de madera ricamente ornamentados, así como tejidos suntuosos, para quemarlos. Y además, los soldados prendieron fuego a grandes cantidades de material inflamable en la sala más grande del tesoro, el pórtico del salón del trono y el centro de la sala de audiencias. De esta manera se aseguraban de que aquellos edificios, los más grandes y prominentes de la terraza, resultaran destruidos. En otros lugares, los pirómanos de Alejandro no fueron tan meticulosos: algunas dependencias del tesoro muestran apenas daños menores, y el edificio de triple puerta que comunicaba la zona pública con los palacios resultó prácticamente intacto. El objetivo de los incendiarios era la destrucción, pero también la rapidez: aunque quedaran algunos edificios pie, ya habían hecho lo suficiente.
Terminados esos preparativos llevados a cabo por los soldados, las llamas se fueron extendiendo por todo Persépolis. Carbonizaron los muros de los palacios sobre la terraza; su calor hizo añicos las bases de las columnas de piedra caliza, fundió los astiles de las flechas y derritió el hierro. El fuego devoró doseles y tapices de telas doradas, convirtió en cenizas los divanes con incrustaciones de oro y coció las paredes de adobe del tesoro. Las chispas subieron hasta los dieciocho metros de altura y alcanzaron el techo de la sala de audiencias: sus grandes vigas de cedro ardieron y terminaron por desplomarse. Para cuando aquello hubo terminado, Alejandro había convertido los palacios de la terraza en un conjunto de ruinas cubiertas por una pesada capa cenicienta de entre treinta y noventa centímetros de espesor. La riqueza acumulada en la gran capital persa, sus jardines exuberantes, sus ornamentadas esculturas y sus inmensos edificios que un día se creyeron eternos, todo ello había sido destruido de manera irrevocable.
Sobre la autora y el libro
Rachel Kousser es catedrática de Historia del Arte en el Brooklyn Collage y profesora en el Graduate Center de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). Autora de dos libros fundamentales sobre la Antigüedad clásica y su legado, ambos publicados por Cambridge University Press, su obra se distingue por el rigor académico, la claridad narrativa y su capacidad para conectar el mundo antiguo con los debates contemporáneos.
Su ensayoAlejandro en el fin del mundo(Arpa) es una apasionante crónica de los últimos años de Alejandro Magno: una odisea de ambición desmedida, victorias deslumbrantes y derrotas que sellaron su legado.
En el año 330 a. C., tras derrotar a Darío III y tomar Persépolis, Alejandro parecía haber alcanzado la cima de su reinado. Pero su ambición era mayor que cualquier mapa conocido. Decidió continuar hacia el este, persiguiendo un horizonte mítico: el confín del mundo. Ese viaje lo llevó a enfrentarse no solo a enemigos poderosos y a los elementos más extremos —monzones, desiertos y cordilleras heladas—, sino también a las consecuencias imprevistas de su propia gloria. La historiadora Rachel Kousser reconstruye en este libro el giro más inesperado y desconocido de la vida de Alejandro: la transformación de un conquistador brillante en un rey que debía aprender a gobernar un vasto imperio, diverso y lleno de tensiones internas. Asistimos a episodios decisivos como la quema de la gran ciudad de Persépolis, la integración de pueblos vencidos en su ejército, su intento de unir Oriente y Occidente, y el desgaste de avanzar hacia un destino incierto.
Al incendiar sin miramientos una ciudad rica y poderosa como Persépolis, Alejandro estaba asumiendo un riesgo calculado, uno de los mayores en una carrera llena de movimientos audaces. Fue una decisión sorprendente, dramática y, al menos desde la perspectiva de los asesores macedonios de Alejandro, insensata y autodestructiva: Persépolis había sido un centro imperial, un nexo de control en la intersección de los caminos reales que se extendían por los cuatro puntos cardinales del reino aqueménida.Como los consejeros podían ver claramente, destruirla suponía el riesgo de fragmentar ese control y ponía en entredicho la pretensión de Alejandro de ser el nuevo gran rey.
Perplejos ante el comportamiento del macedonio, la mayoría de los escritores antiguos culpan al vino y a una mujer. Cuentan que, en el curso de una fiesta generosamente regada con alcohol que Alejandro celebraba sus compañeros (como se denominaban los integrantes de su alto mando o círculo más íntimo), a una cortesana ateniense se le ocurrió la idea, y que todo el grupo, ya ebrio, se precipitó tras ella agitando antorchas. Pero la realidad fue más calculada y siniestra. Al fin y al cabo, el argéada había pasado cuatro meses vaciando el tesoro. Lo hizo tan minuciosamente que de los cuarenta mil talentos que originalmente albergaba el edificio solo quedaron treinta y nueve monedas: nueve de oro, dos de electro, veintisiete de plata y una de bronce. También dispuso un saqueo adicional de lo que quedaba por parte de los soldados antes de que el tesoro ardiera, y provocó incendios de manera selectiva en los edificios grandes e impresionantes de la terraza. Como demuestran los restos arqueológicos, Alejandro actuó con una violencia despiadada y consciente, no con la impulsividad propia de un borracho.
Al llevar a cabo semejante acto, el macedonio estaba mandando recados a más de un destinatario: por un lado, aquello complacería a los griegos, que llevaban siglo y medio clamando venganza contra Persia. Y puede que a Alejandro también le atrajera la idea personalmente: no en vano, dormía con la Ilíada cerca, y esto era lo más cerca que estaría del incendio de Troya. Pero además, muy probablemente, la destrucción de Persépolis fuera un mensaje dirigido sobre todo a los persas. Al quemar la joya de su imperio, dejaba claro que había vencido. De manera definitiva y sin piedad. Toda oposición resultaría inútil. Por tanto, para aquellos que estuvieran considerando la posibilidad de proteger a Darío, o de unirse a él en algún tipo de resistencia contra el rey macedonio, la destrucción de la capital era una advertencia de las consecuencias a las que podían enfrentarse. Era una señal de que Alejandro no se iba a conformar con lo ya ganado hasta el momento. Seguiría adelante, en pos de Darío, del imperio oriental y hasta del fin del mundo, si era capaz. Alejandro quemó Persépolis tan a fondo que prácticamente nunca más fue habitada. Completada la destrucción, marchó con su ejército fuera de aquellas ruinas humeantes. Dirección: las tierras montañosas del noroeste de Irán adonde, se rumoreaba, Darío había huido. El invierno había pasado y el tesoro de Alejandro se encontraba a buen recaudo. Había llegado el momento de reanudar su persecución del gran rey.
Cuando Alejandro dio rienda suelta a sus hombres en la ciudad baja de Persépolis, aquel aire frío y enrarecido se llenó con los sonidos del saqueo: hombres gritando, carreras apresuradas, mujeres llorando presas del pánico y el ruido sordo y nauseabundo de las espadas encontrándose con la carne. Los soldados se debatían entre sí por los objetos preciosos y mataban a los cautivos cuyo rescate palidecía en comparación con la riqueza que los rodeaba. Algunos persas se suicidaron, vistiéndose con sus ropas más caras antes de saltar desde las altas murallas de la ciudad junto con sus esposas e hijos. Otros prendieron fuego a sus casas y se quemaron dentro. Fue una desgracia terrible en el corazón simbólico del Imperio persa.