Por qué es tan sospechoso un hombre leyendo un libro en el metro
El gusto cultural minoritario o todo aquello que requiera un esfuerzo siempre parece raro: es imposible que le guste, lo hace solo por aparentar. Otro síntoma de antiintelectualismo
Pero ¿qué se cree? (Getty Images/Pablo Blazquez Dominguez)
Si es parroquiano de El Confidencial, ya habrá leído sobre el performative reading, valga la redundancia: leer para que los demás vean que uno lee, reforzar su capital cultural portando en el metro un tocho tipo Tan poca vida de Hanya Yanagihara, que además, pesa unos cinco kilos. Leído y con buenos bíceps.
Este concepto suele aparecer relacionado con esa clase de hombre moderno (pretendidamente feminista, pretendidamente comprometido, pretendidamente culto) que exhibe sin pudor determinados signos culturales para llamar la atención de las mujeres (feministas, comprometidas y cultas). Es un estereotipo que, seamos sinceros, la experiencia nos ha mostrado más o menos real. Sobre todo, una caricatura de determinada masculinidad deconstruida que, para demostrar que lo es, exhibe una constelación de labubus, té matchas, aritos, mullets, discos de jazz y libros de poesía.
Entiendo la crítica a esos productos de consumo que se ponen de moda de un día para otro o a decisiones estéticas discutibles (no cabe otro bigotillo más), pero es sintomático que lo más sospechoso sea el gusto cultural. ¿Por qué un hombre leyendo un libro en el metro lo hace por aparentar, mientras que el que mira el móvil simplemente está haciendo lo que se espera que haga? Es semejante al viejo debate entre consecuencialistas y deontológicos respecto a la caridad: ¿qué es más importante, el resultado de lo que hacemos, independientemente de nuestra motivación, o los motivos por los que lo hacemos?
No es casualidad que la mayor sospecha aparezca siempre relacionada con la cultura. De hecho, vivimos en un nuevo apogeo de la sospecha. Las sociedades represivas y conservadoras tienden a examinar hasta el detalle los comportamientos y las intenciones de los demás, como ocurría durante el franquismo con la moral católica. Ahora volvemos a ser moralistas por una razón muy distinta: gracias a las redes sociales, todos nuestros actos son mucho más visibles, y por lo tanto, susceptibles de ser performativos, es decir, estar pensados como exhibición. Cada día somos más conscientes de todo lo que compartimos y sabemos qué efecto va a ocasionar así que ya nadie es inocente.
Los nuevos moralistas son todos esos que dicen que la gente ya no viaja por viajar sino por hacerse la foto o que va a conciertos no porque les guste la música sino para decir que ha estado. Esa gente al mismo tiempo considera que sus motivos son siempre sinceros. Sin embargo, sospecho que ninguno de nosotros es capaz de saber al 100% por qué hace las cosas, si porque desea hacerlas o porque desea mostrarlas. Seguramente, un poco de ambas cosas, de igual forma que compramos ropa porque nos gusta, pero también porque puede gustar.
Aunque todo es suspectible de ser performativo, hay una jerarquía de actitudes sospechosas. Cuanto más exigente, intelectual o minoritario es algo, más sospechoso resulta. Cuanto más fácil, banal o mayoritario, menos sospechoso. Hemos llevado nuestras tendencias antiintelectuales hasta un punto en el que leer un libro de Simone de Beauvoir, escuchar un disco de Clairo o ir a una exposición (tres de los lugares comunes del performative male) resulta instantáneamente sospechoso. No es “natural”, y por lo tanto, solo se puede hacer como una forma de exhibición ante los demás.
Lo único que parece sincero es que te guste lo mismo que a todo el mundo
Por el contrario, el gusto mayoritario nunca se percibe como performativo. Si te gusta Aitana (parece que ya ha pasado el momento del pobre reguetón), ver Operación Triunfo o comer pasta, la estadística está de su parte: todo el mundo lo hace. También influye la edad. Decir que te gusta el reguetón a los 50 te convierte en un guarro si eres hombre y en descarriada si eres mujer. A cada cual le corresponden unos comportamientos culturales determinados por edad, género y origen social, y escaparse de ellos es sospechoso.
La lógica del consumo capitalista nunca resulta sospechosa porque siempre promete que hay un producto perfecto para cada persona. Esto es a lo que nos han conducido tantas lecturas mal digeridas de La distinción de Pierre Bourdieu: si todo gusto es una forma de expresión de clase, todo aquello que se salga de determinados patrones y nos diferencie resulta sospechoso. Todo es performativo hoy. Llevando esta lógica hasta las últimas consecuencias, lo único que parece sincero es que te guste lo mismo que a todo el mundo porque, precisamente, es mayoritario. Vaya silogismo.
*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí
Así, leer un libro en el metro es sospechoso, pero mirar el móvil no. ¿Cómo va a serlo, si es lo que hacemos todos por instinto cuando nos aburrimos, nos ponemos nerviosos o no sabemos de qué hablar? No es premeditado, sino puro acto reflejo. No como el de ese tipo que seleccionó un libro de más de 500 páginas, lo compró en una librería y se metió en el metro con él. Qué se cree. Sin embargo, todas esas cosas que sabemos que nos perjudican y que hacemos por pura costumbre, como el doomscrolling, comer por ansiedad o beber demasiado parecen “naturales”.
Por primera vez, el hombre se siente observado y sabe qué puede gustar
El problema final es la división entre una serie de comportamientos “naturales” y otros “performáticos”. Los naturales, aunque nos hagan daño, se ven con buenos ojos porque todos nos sentimos identificados con ellos. Placeres culpables que pasan a ser “lo normal”. Por el contrario, la cultura “performática” es automáticamente sospechosa porque requiere esfuerzo, atención o tiempo. No soy el mayor defensor de la cultura del esfuerzo, pero sí creo que hay una peligrosa tendencia a dar por hecho que nadie puede disfrutar de nada que requiera perseverancia.
Solo la risa es espontánea
Quizá también haya algo de inversión de roles de género en esta sospecha. Los hombres performativos son varones que intentan llamar la atención (es decir: ligar) a través de signos culturales que consideran que pueden atraer a determinado perfil de mujer, quizá simplemente porque ellas leen más. Por primera vez, los hombres se sienten observados, así que se lanzan a identificar aquellos comportamientos, signos externos o guiños que pueden agradar a ciertos perfiles. Como el que sale escalando en su perfil de Tinder, pero en culto.
Un buen ejemplo de esta lógica son las respuestas a un artículo sobre esas silent reading parties en las que un grupo de jóvenes desconocidos se juntan en un parque para leer en silencio y, más tarde, comentarlo. O ligar, como deslizaban con sorna los comentaristas, porque el fin último de todo lo performativo es ligar. Son fiestas que para más inri se celebran en Barcelona, la ciudad sospechosa y performática por excelencia, al haber sido durante décadas metonimia de la modernidad europeizante, cuna de la gauche divine y de las gafas de pasta de colores frente al casticismo de Madrid. “Tonterías para hacer Tiktoks haciéndotelas pasar de que estás leyendo un libro”, escribía alguien.
En un mundo en el que nos sabemos observados continuamente, ¿qué nos queda que esté a salvo de esa sospecha? Tan solo lo espontáneo, lo que no puede controlarse. Una risa incontrolable, una expresión de sorpresa, el bostezo que no se puede reprimir. O resbalarse por la calle con una cáscara de plátano, algo que hace tanta gracia porque no se puede planificar ni anticipar. Y aun así, no hay más que ver las entregas de premios de Hollywood para darse cuenta cómo incluso la risa o la sorpresa pueden performarse, como Ariana Grande forzando aspavientos al ver el tributo a Ozzy Osbourne en los VMA o Beyoncé fingiendo sorpresa al ganar un premio.
Quizá todo esto sea uno de los motivos por los que tanta gente publique cada vez menos en redes sociales. No solo porque nuestros amigos ya no nos ven, no solo porque no queremos competir con otra larga serie de estímulos por la atención de los demás, sino porque en esta creciente autoconciencia nos hemos dado cuenta de que cualquier cosa que subamos puede resultar sospechosa. ¿Un libro? Postureo. ¿Un selfie? Postureo. ¿Una comida? Postureo. La única salida es el silencio. Pero quizá ocultarse también sea performativo, así que yo seguiré compartiendo los discos, películas o libros que me gustan y, si sirven para alguien los descubra, mejor. Y que me llamen hombre performativo, me da igual.
Si es parroquiano de El Confidencial, ya habrá leído sobre el performative reading, valga la redundancia: leer para que los demás vean que uno lee, reforzar su capital cultural portando en el metro un tocho tipo Tan poca vida de Hanya Yanagihara, que además, pesa unos cinco kilos. Leído y con buenos bíceps.