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La revolución que lo cambió todo: nombres, calendario, moda y hasta relaciones íntimas
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La revolución que lo cambió todo: nombres, calendario, moda y hasta relaciones íntimas

En 'El temperamento revolucionario. Cómo se forjó la Revolución francesa' (Taurus) el historiador Robert Darnton analiza cómo se vivió ese movimiento a pie de calle. Publicamos un fragmento del epílogo

Foto: 'Toma de la Bastilla', cuadro pintado en 1793 por Charles Thévenin. (Museo Carnavalet).
'Toma de la Bastilla', cuadro pintado en 1793 por Charles Thévenin. (Museo Carnavalet).

Más allá de la toma de la Bastilla, surge un interrogante: si el temperamento revolucionario ya existía antes de 1789, ¿qué tuvo de revolucionaria la propia Revolución? La respuesta corta es todo: fue una revolución total, que pretendía transformar el mundo. La mayoría de nosotros aceptamos el mundo tal como es y asumimos que se mantiene unido con la suficiente firmeza como para constituir la realidad, el mundo cotidiano en el que normalmente vivimos. Los revolucionarios —no solo en París, sino en toda Francia— se propusieron crear el mundo como debía ser, de acuerdo con principios que consideraban inherentes a un orden natural normativo.

En 1789, los franceses se enfrentaron al colapso de un orden social —lo que definieron retrospectivamente como Antiguo Régimen— y lucharon por forjar uno nuevo a partir del caos que los rodeaba. Experimentaban la realidad como algo que podía destruirse y reconstruirse, y tenían ante sí posibilidades aparentemente ilimitadas, para bien y para mal, para levantar una utopía y para volver a caer en la tiranía. Sin duda, otras convulsiones sísmicas habían sacudido la sociedad francesa en épocas anteriores: la peste bubónica en el siglo XIV, por ejemplo, y las guerras de religión del siglo XVI. Pero en 1789, los ciudadanos empezaron a tomar las riendas de su destino. Por primera vez participaron en política, tanto en las elecciones a los Estados Generales, que se basaban en algo parecido al sufragio universal masculino, como mediante insurrecciones en las calles de las ciudades y en las parroquias rurales.

Solo una pequeña minoría de activistas se apuntó a los clubes jacobinos, pero todo el mundo se sintió conmovido por la Revolución porque esta llegó a todas partes. Recreó el tiempo y el espacio. Según el calendario revolucionario adoptado en 1793 y utilizado hasta 1805, el tiempo comenzaba con el fin de la antigua monarquía, el 22 de septiembre de 1792, el primero de vendimiario del año I. Con la aprobación formal de la Convención, elegida para sustituir la monarquía por un orden republicano, los revolucionarios dividieron el tiempo en unidades que consideraron racionales y naturales. Semanas de diez días, meses de tres semanas y años de doce meses. Los cinco días que sobraban al final se destinaban a días festivos patrióticos, jours sans-culottides, dedicados a la conmemoración de las cualidades cívicas: Virtud, Genio, Trabajo, Opinión y Recompensas.

Los días ordinarios recibieron nuevos nombres, que indicaban una regularidad racional y matemática: primidi, duodi, tridi, y así hasta décadi. Cada uno de ellos se dedicaba a algún aspecto de la vida rural de modo que el orden de la naturaleza desplazara al santoral del calendario cristiano. Así, el 22 de noviembre, antes dedicado a santa Cecilia, se convirtió en el día del nabo, y el 25 de noviembre, festividad de santa Catalina, en el día del cerdo. Los nombres de los nuevos meses también hicieron que el tiempo se ajustara al ritmo natural de las estaciones. El 1 de enero se convirtió en el 12 de nivoso, el mes de la nieve, que se situaba después de los meses de la niebla (brumario) y el frío (frimario) y antes de los meses de la lluvia (pluvioso) y el viento (ventoso).

placeholder Cubierta de 'El temperamento revolucionario', de Robert Darnton.
Cubierta de 'El temperamento revolucionario', de Robert Darnton.

La adopción del sistema métrico representó un intento similar de imponer una organización racional y natural al espacio. Según un decreto de 1795, el metro sería "la diez millonésima parte de la mitad del meridiano terrestre". Por supuesto, los ciudadanos de a pie no alcanzaban a entender semejante definición. Tardaron en adoptar el metro y el gramo, las nuevas unidades de longitud y peso, y pocos de ellos estaban a favor de la nueva semana, que les daba un día de descanso de cada diez en lugar de uno de cada siete. Pero incluso allí donde se mantuvieron los viejos hábitos, los revolucionarios imprimían sus ideas en la conciencia contemporánea cambiándole el nombre a todo.

Mil cuatrocientas calles de París recibieron nuevos nombres porque los antiguos contenían alguna referencia a un rey, una reina o un santo. La plaza de Luis XV, donde estuvo situada la guillotina más espectacular, se convirtió en la plaza de la Revolución; y más tarde, en un intento de hacer borrón y cuenta nueva, adquirió su nombre actual, plaza de la Concordia. La iglesia de San Lorenzo se convirtió en el Templo del Matrimonio y la Fidelidad; la catedral de Notre Dame, en el Templo de la Razón; y Montmartre, en Mont Marat, en honor del mártir más célebre de la Revolución. Treinta ciudades adoptaron el nombre de Marat, treinta de las seis mil que intentaron borrar su pasado mediante cambios en su denominación. Montmorency se convirtió en Emile; Saint Malo, en Victoire Montagnarde (en alusión a la facción de la Montaña o radical de la Convención); y Coulanges, en Cou Sans-Culottes (los anges eran ángeles, signo de superstición). Los revolucionarios incluso cambiaron de nombre. No serviría, por supuesto, llamarse Louis en 1792 o 1793. Los Luises pasaron a llamarse Bruto o Espartaco. Apellidos como Le Roy o Lévêque, muy comunes en Francia, se convirtieron en La Loi o Liberté. A los niños les impusieron toda clase de nombres, algunos sacados de la naturaleza (Pissenlit o Diente de león para las niñas, Ruibarbo para los niños) y otros de actualidad (Fructidor, Constitución, Diez de Agosto, Marat-Couthon-Pique). El ministro de Asuntos Exteriores Pierre-Henri Lebrun llamó a su hija Civilisation-Jemappes-République.

Hasta las piezas de ajedrez cambiaron de nombre, porque un buen revolucionario no jugaría con reyes y reinas

Mientras tanto, la abeja reina se convirtió en abeja ponedora (abeille pondeuse); las piezas de ajedrez cambiaron de nombre, porque un buen revolucionario no jugaría con reyes y reinas; y los reyes, reinas y sotas de los naipes se convirtieron en libertades, igualdades y fraternidades. Los revolucionarios se propusieron cambiarlo todo: la vajilla, el mobiliario, los códigos legales, la religión, el propio mapa de Francia, que se dividió en departamentos —es decir, unidades simétricas de igual tamaño con nombres tomados de ríos y montañas— en lugar de las antiguas provincias irregulares.

Antes de 1789, Francia era un batiburrillo de elementos superpuestos e incompatibles: fiscales, judiciales, administrativos, económicos y religiosos. Después de 1789 esos segmentos se fundieron en una sola sustancia: la nación francesa. Con sus fiestas patrióticas, su bandera tricolor, sus himnos, sus mártires, su ejército y sus guerras, la Revolución logró lo que había sido imposible para Luis XIV y sus sucesores: unió los elementos dispares del reino en una nación y conquistó al resto de Europa. Al hacerlo, la Revolución desató una nueva fuerza, el nacionalismo, que movilizaría a millones de personas y derribaría Gobiernos durante los doscientos años siguientes y que aún no ha agotado su fuerza.

Por supuesto, el Estado-nación no arrasó con todo. No consiguió imponer la lengua francesa a la mayoría de los franceses, que siguieron hablando todo tipo de idiomas y dialectos incomprensibles entre sí, a pesar de la enérgica campaña propagandística del Comité Revolucionario de Instrucción Pública. Pero al suprimir los órganos intermedios que separaban al ciudadano del Estado, en particular los parlamentos y los estados provinciales, la Revolución transformó el carácter fundamental de la vida pública.

Fue más allá: extendió lo público a la esfera privada, insertándose en las relaciones más íntimas. En francés, la intimidad se transmite mediante el pronombre tu, a diferencia del vous empleado en los discursos formales. Aunque hoy en día los franceses utilizan a menudo el tu de manera bastante informal, en el Antiguo Régimen lo reservaban para las relaciones asimétricas o intensamente personales. Los padres tuteaban a los hijos, que les respondían con vous. El tuteo lo usaban los superiores para dirigirse a los inferiores, los humanos para dar órdenes a los animales y los amantes, después del primer beso o exclusivamente entre las sábanas. Cuando los montañeros franceses alcanzan una gran altitud, suelen pasar del vous al tu, como si todas las personas se volvieran iguales ante la inmensidad de la naturaleza.

Algunos revolucionarios utilizaban la ironía o los chistes subidos de tono, pero la Revolución en general carecía de sentido del humor

La Revolución francesa quería que todo el mundo fuera tu. El 10 de brumario del año II (31 de octubre de 1793), una delegación de sans-culottes solicitó a la Convención Nacional la abolición del vous, excepto para su uso en plural, como resultado de lo cual habría "menos orgullo, menos distinciones, menos enemistad, más familiaridad aparente, más inclinación a la fraternidad y, en consecuencia, más igualdad". Eso puede parecer risible hoy en día, pero era un asunto de lo más serio para los revolucionarios: querían construir una nueva sociedad basada en nuevos principios de relaciones sociales. Además, no eran partidarios de la risa. Algunos revolucionarios, como Desmoulins y Hébert, utilizaban la ironía o los chistes subidos de tono, pero la Revolución en general carecía de sentido del humor.

Los revolucionarios rediseñaron todo lo que olía a desigualdad incorporada a las convenciones del Antiguo Régimen. Terminaban las cartas con un enérgico "salud y fraternidad" (salut et fraternité) en lugar del deferente "su obediente y humilde servidor". Sustituyeron "monsieur" y "madame" por "ciudadano" y "ciudadana". Y cambiaron su vestimenta.

El atuendo sirve a menudo de termómetro para medir la temperatura política. Para designar a los radicales de París, los revolucionarios adaptaron un término extraído de la indumentaria: sans-culottes, los que visten pantalones en lugar de calzones. En realidad, hasta el siglo XIX los obreros no usaron pantalones, que eran una prenda empleada sobre todo por los marineros. El propio Robespierre vestía siempre con la ropa típica del Antiguo Régimen: culotte, chaleco y peluca empolvada. Pero el revolucionario modelo, que aparece en folletines, carteles y vajillas desde 1793 hasta nuestros días, llevaba pantalones, camisa abierta, chaqueta corta (la carmagnole), botas y un gorro frigio sobre una cabellera "natural" (es decir, suelta), que le caía hasta los hombros.

En vísperas de la Revolución, la vestimenta femenina se caracterizaba, al menos entre la aristocracia, por los escotes, las faldas con tontillo y los peinados extravagantes. El peinado "en erizo" (en hérisson) se elevaba treinta centímetros o más por encima de la cabeza y se adornaba con complejos accesorios, como un frutero, una flotilla de barcos o un zoo entero de animalitos. A partir de 1789, la moda se inspiró en las clases populares. Se alisó el pelo, se deshincharon las faldas, se elevaron los escotes y se rebajaron los tacones. Más tarde, tras el final del Terror, cuando la reacción termidoriana puso fin a la República de la Virtud, las mujeres de la alta sociedad, como madame Tallien, enseñaban los pechos, bailaban con vestidos transparentes y resucitaron la peluca. Toda merveilleuse que se preciara, una mujer a la moda, tenía una peluca para cada día de la décade; madame Tallien tenía treinta.

La moda se inspiró en las clases populares. Se alisó el pelo, se deshincharon las faldas, se elevaron los escotes y se rebajaron los tacones

Sin embargo, en el apogeo de la Revolución, de mediados de 1792 a mediados de 1794, la virtud no era una simple moda, sino el elemento central de una nueva cultura política, purgada del libertinaje aristocrático del Antiguo Régimen y profundamente impregnada de rousseaunismo. Para los revolucionarios, la virtud era viril. Era sinónimo de voluntad de luchar por la patria y por la trinidad revolucionaria: libertad, igualdad y fraternidad. Aunque la fraternidad, como los derechos del hombre, pudiera interpretarse en sentido amplio, no dejaba sitio para la participación de las mujeres en política. El lugar de estas, según prescribía Rousseau, era el hogar, aunque algunas feministas, en particular Olympe de Gouges, exigieran derechos políticos para las mujeres.

Al mismo tiempo, el culto a la virtud produjo una revalorización de la vida familiar. Basándose en Rousseau, los revolucionarios sermoneaban sobre la santidad de la maternidad y la importancia de la lactancia. Consideraban la reproducción como un deber cívico y tachaban a los solteros de antipatriotas. "¡Ciudadanos! ¡Dad hijos a la patria!", proclamaba una pancarta en un desfile patriótico. "Ahora es el momento de hacer hijos", advertía un eslogan pintado en la cerámica revolucionaria. Saint-Just, el ideólogo más extremista del Comité de Salvación Pública, escribió en su cuaderno: "Los hijos pertenecen a su madre hasta los cinco años, si les da el pecho, y a la República después, hasta la muerte".

Con el colapso de la autoridad de la Iglesia, los revolucionarios buscaron una nueva base moral para la vida familiar. Recurrieron al Estado y aprobaron leyes que habrían sido impensables en el Antiguo Régimen. Hicieron posible el divorcio, otorgaron pleno estatus legal a los hijos ilegítimos y abolieron la primogenitura. Si, como proclamaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, todos los hombres han sido creados libres e iguales en derechos, ¿no deberían todos empezar la vida con las mismas oportunidades? La Revolución trató de limitar el "despotismo paterno" repartiendo a partes iguales las herencias entre todos los hijos. Abolió la esclavitud y concedió plenos derechos cívicos a protestantes y judíos.

Sobre el autor y el libro 

Robert Darnton (Nueva York, 1939) es uno de los historiadores más prestigiosos de la actualidad. Se graduó en la Universidad de Harvard y posteriormente estuvo en la Universidad de Oxford, donde se doctoró en Historia. Autor de varios libros, está considerado un pionero en el campo del estudio histórico del libro.

Su nuevo libro, El temperamento revolucionario (Taurus), es uno de sus trabajos más ambiciosos. Considerado como uno de los libros de año para The Sunday Times, Times Literary Supplement y The Times, la obra explica la Revolución Francesa desde un novedoso prisma: a pie de calle, explicando las ideas y pensamientos del París de la época, el sentir de los ciudadanos, las motivaciones políticas y cómo estaba estructurada la sociedad de la información de la época.

Sin duda, se pueden detectar lagunas y contradicciones en la legislación revolucionaria. A pesar del lenguaje exaltado de los llamados Decretos de Ventoso sobre la expropiación de los bienes de los contrarrevolucionarios, los legisladores nunca previeron nada parecido al socialismo. Los esclavos de Saint-Domingue (la actual Haití) se liberaron gracias al éxito de su propia insurrección. Aunque sus tropas no lograron derrotar al Gobierno revolucionario de Saint-Domingue, Napoleón revocó la abolición de la esclavitud y las disposiciones más democráticas de las leyes sobre la vida familiar. No obstante, la idea central de la legislación revolucionaria estaba clara: sustituir a la Iglesia por el Estado como autoridad máxima en lo tocante a la vida privada, basando su legitimidad en la soberanía del pueblo.

Soberanía popular, libertad civil, igualdad ante la ley… son palabras que hoy pronunciamos habitualmente sin darles mayor importancia, de modo que apenas podemos imaginar lo explosivas que resultaban en 1789. También nos resulta difícil pensar dentro de las coordenadas mentales del Antiguo Régimen, donde la mayoría de la gente asumía que los hombres son desiguales, que la desigualdad es algo bueno y que se ajusta al orden jerárquico construido en la naturaleza por Dios. A lo largo del siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración cuestionaron esos supuestos, y los panfletistas a sueldo consiguieron empañar el aura sagrada de la Corona. Pero fue necesaria la violencia para quebrar el marco mental del Antiguo Régimen, y la violencia en sí misma, la violencia iconoclasta, destructora del mundo, revolucionaria, nos resulta difícil de concebir. Los conquistadores de la Bastilla no se limitaron a aniquilar un símbolo del despotismo. Ciento cincuenta de ellos murieron o resultaron heridos en el asalto a la prisión; y, como hemos visto, los "conquistadores de la Bastilla" no solo ejecutaron a su gobernador. Le cortaron la cabeza y la pasearon por París en la punta de una pica.

Más allá de la toma de la Bastilla, surge un interrogante: si el temperamento revolucionario ya existía antes de 1789, ¿qué tuvo de revolucionaria la propia Revolución? La respuesta corta es todo: fue una revolución total, que pretendía transformar el mundo. La mayoría de nosotros aceptamos el mundo tal como es y asumimos que se mantiene unido con la suficiente firmeza como para constituir la realidad, el mundo cotidiano en el que normalmente vivimos. Los revolucionarios —no solo en París, sino en toda Francia— se propusieron crear el mundo como debía ser, de acuerdo con principios que consideraban inherentes a un orden natural normativo.

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