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De los pilares de la Tierra a la construcción de Stonehenge: lo nuevo de Ken Follett
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De los pilares de la Tierra a la construcción de Stonehenge: lo nuevo de Ken Follett

'El círculo de los días' (Plaza&Janés), el nuevo libro del escritor, está ambientado en el famoso monumento megalítico y sale mañana a la venta en todo el mundo. Publicamos un fragmento

Foto: El escritor Ken Follett en  Stonehenge. (Gareth Iwan Jones)
El escritor Ken Follett en Stonehenge. (Gareth Iwan Jones)

Ken Follett es uno de los autores de más éxito del mundo. Los pilares de la Tierra , su épica novela sobre la construcción de una catedral medieval, ha vendido alrededor de 30 millones de ejemplares desde su publicación en 1989 y alcanzó el número uno en las listas de libros más vendidos de todo el mundo. Años después, se convirtió también en una serie de televisión producida por Ridley Scott, que se emitió en 2010. Su nueva y esperada novela, El círculo de los días (Plaza&Janés) relata la construcción del monumento de Stonehenge y se publica simultáneamente en todo el mundo hoy, 23 de septiembre. Publicamos en exclusiva el arranque.

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Seft avanzaba con dificultad por la Gran Llanura cargando a la espalda un cesto de mimbre lleno de sílex para intercambiar. Iba con su padre y sus dos hermanos mayores. Los detestaba a los tres.

La llanura se extendía en todas direcciones hasta el horizonte. La hierba verde del verano estaba salpicada de ranúnculos amarillos y florecillas de trébol rojo que, a lo lejos, se fundían en una bruma anaranjada y verdosa. Grandes manadas de ganado y numerosas ovejas, muchas más de las que era capaz de contar, pastaban contentas. No había ningún camino, pero ellos conocían el trayecto y sabían que tenían tiempo de sobra para llegar antes de que acabara el largo día estival.

El sol caía con fuerza sobre la cabeza de Seft. Casi toda la llanura era plana, aunque también había suaves subidas y bajadas, que no resultaban tan moderadas cuando llevabas una carga pesada a cuestas. Su padre, Cog, mantenía el mismo ritmo a pesar de los cambios en el terreno. "Cuanto antes lleguemos, antes podremos descansar", solía decir. Una obviedad muy idiota que molestaba a Seft. El sílex era la más dura de todas las piedras, y su padre tenía el corazón de sílex. Cog, de pelo canoso y tez cenicienta, no era muy alto pero sí fuerte y, cuando sus hijos lo contrariaban, los castigaba con unos puños como rocas.

Cualquier herramienta que tuviera un filo cortante estaba hecha de sílex, desde las hojas de hacha hasta los cuchillos o las puntas de flecha. Todo el mundo necesitaba sílex, así que siempre podían intercambiarlo por otra cosa que quisieran, como comida, ropa o animales. Algunas personas hacían acopio de él porque sabían que no perdía valor y no se deterioraba nunca.

Seft tenía muchas ganas de ver a Neen. Había pensado en ella todos los días desde la Ceremonia de Primavera. Se habían conocido su última tarde allí, y estuvieron hablando hasta que se hizo de noche. Neen fue tan agradable y simpática con él que estaba seguro de que le había gustado. Durante las semanas siguientes, mientras se deslomaba trabajando en el pozo de sílex, a menudo había recordado su rostro. En sus fantasías, Neen siempre le sonreía y se inclinaba hacia él para decirle algo. Algo bonito. Estaba preciosa cuando sonreía. Al despedirse, Neen le había dado un beso.

Como Seft trabajaba todo el día metido en un agujero en el suelo, no conocía a muchas chicas, pero las que se había cruzado hasta entonces no lo habían impresionado de esa forma.

Sus hermanos, que lo habían visto con ella, adivinaron que estaba enamorado. Ese día, mientras caminaban, se burlaban de él con comentarios vulgares.

—Esta vez vas a metérsela, ¿eh, Seft? —dijo Olf, grandullón y tonto.

Cam, que siempre le seguía la corriente a Olf, se puso a mover las caderas como si embistiera, y entonces los dos se echaron a reír; casi sonaban como un par de cuervos en un árbol. Se creían ocurrentes. Continuaron un rato con burlas por el estilo, pero no tardaron en quedarse sin pullas. No eran muy imaginativos.

placeholder Cubierta de 'El círculo de los días', de Ken Follett.
Cubierta de 'El círculo de los días', de Ken Follett.

Ellos llevaban los cestos cargándolos con los brazos, sobre los hombros o encima de la cabeza, pero Seft había ideado una forma de atarse el suyo a la espalda con unas correas de cuero. Era complicado ponérselo y quitárselo, pero resultaba muy cómodo una vez estaba fijo en su sitio. Sus hermanos se reían de él y lo llamaban enclenque, pero Seft ya estaba acostumbrado a ese trato. Era el pequeño de la familia y el más inteligente, y le tenían manía por ser tan listo. Su padre nunca intervenía. Incluso parecía disfrutar viendo cómo discutían y se peleaban sus hijos. Cuando sus hermanos se metían con él, el hombre le decía que se curtiera.

A medida que avanzaban, Seft empezó a notar cada vez más el peso de su cesto, por mucho que lo llevara sujeto con su artefacto. Miró a los demás y reparó en que no estaban demasiado cansados. Le pareció extraño, porque él era igual de fuerte que ellos y, en cambio, estaba empapado de sudor.

Por la posición del sol, parecía que ya era mediodía cuando Cog anunció un descanso y pararon debajo de un olmo.

Dejaron los cestos y bebieron con sed de las vasijas con tapón que llevaban colgadas con cintas de cuero. La Gran Llanura limitaba con ríos al norte, al este y al sur, pero en su extensión había muy pocos arroyos o charcas, y muchos de ellos se secaban en verano; los viajeros sensatos llevaban su propia agua.

Cog repartió tajadas de cerdo frío y todos comieron. Seft se tumbó entonces boca arriba y contempló las frondosas ramas del olmo mientras disfrutaba del silencio.

Apenas un rato después, su padre anunció que debían seguir camino. Seft se volvió para cargar otra vez su cesto y, al verlo, se extrañó. Los sílex de las vetas subterráneas eran de un negro intenso y brillante, con una suave corteza blanquecina por encima. Al golpearlos con una piedra, se les desprendían lascas, y así se les podía dar forma. Las piedras de sílex del cesto de Seft estaban ya medio trabajadas por su padre, que las había dejado de un tamaño más o menos adecuado para acabar siendo cuchillos, hojas de hacha, raspadores, punzones y demás utensilios. Cuando estaban a medio formar, pesaban algo menos y se transportaban mejor. También tenían más valor para un experto tallador de sílex, que terminaría dándoles su configuración definitiva.

Parecía que en el cesto de Seft había más sílex que cuando habían partido esa mañana. ¿Eran imaginaciones suyas? No, estaba seguro. Miró a sus hermanos. Olf sonrió de oreja a oreja y a Cam se le escapó una risilla.

Seft comprendió al instante lo que había ocurrido. Mientras caminaban, esos dos habían cogido piedras de sus propios cestos y las habían echado disimuladamente en el suyo. Se acordó entonces de cómo se le habían acercado por detrás para hacerle bromas groseras sobre su amada. Así lo habían distraído, y él no se había dado cuenta de lo que tramaban en realidad.

No era de extrañar que la caminata de esa mañana lo hubiera dejado exhausto.

Los señaló con un dedo.
—Vosotros... —dijo con enfado.

Los dos se echaron a reír, y Cog se les unió también. Era evidente que estaba al tanto de la jugarreta.
—Cerdos asquerosos —les soltó Seft con ira.
—¡Pero si solo era una broma! —repuso Cam.
—Muy gracioso. —Seft se volvió hacia su padre—. ¿Por qué no se lo has impedido?
—No te quejes tanto —contestó este—. A ver si te curtes de una vez.
—Ahora tendrás que llevarlas lo que queda de camino, porque has caído en la trampa —dijo Olf.
—¿Eso es lo que crees? —Seft se arrodilló y volcó el cesto para tirar unos cuantos sílex al suelo, hasta quedarse más o menos con la misma carga que al principio.
—No pienso recogerlos —advirtió Olf.
—Yo tampoco —dijo Cam.

Seft levantó su cesto, que ya pesaba menos, y se lo recolocó alrededor de los hombros antes de echar a andar.
—¡Vuelve aquí! —oyó que exclamaba Olf.
No hizo caso.
—Vale, pues voy a por ti.

Seft dio media vuelta, siguió andando hacia atrás y vio que Olf avanzaba hacia él.

placeholder El escritor Ken Follett. (Cedida)
El escritor Ken Follett. (Cedida)

Un año antes, se habría rendido y habría hecho lo que le decía su hermano, pero desde entonces había crecido y se había hecho más fuerte. Olf todavía le daba miedo, pero no pensaba ceder ante ese temor. Alargó una mano hacia atrás por encima del hombro y cogió un sílex del cesto.

—¿Quieres llevar otro más? —preguntó.

Olf soltó un gruñido furioso y arrancó a correr.

Seft le tiró la piedra. Tenía los brazos potentes de un joven que se pasaba todo el día cavando, así que la lanzó con fuerza. El sílex alcanzó a Olf justo encima de la rodilla y lo dejó aullando de dolor. Aún dio otros dos pasos cojeando, pero cayó al suelo.

—La próxima te abrirá la cabeza, so animal —amenazó Seft, que se volvió hacia su padre y añadió—: ¿Así de curtido te vale?
—Basta de estupideces —advirtió Cog—. Olf y Cam, cargad con vuestros cestos y arreando.
—¿Y las piedras que Seft ha tirado al suelo? —preguntó Cam.
—Recógelas, pedazo de idiota.

Olf se puso de pie como buenamente pudo. Estaba claro que no tenía ninguna herida grave, aparte de la de su orgullo. Cam y él recogieron los sílex y los metieron en sus cestos, luego siguieron a Seft y a Cog, aunque Olf cojeaba.

Cam alcanzó a su hermano pequeño.
—No deberías haber hecho eso —dijo.
—Solo ha sido una broma —repuso Seft.

Su hermano aminoró el paso y él siguió adelante. El corazón le latía deprisa: había pasado miedo, pero la jugada le había salido bien..., de momento.

En el tiempo transcurrido desde la Ceremonia de Primavera, Seft había decidido que abandonaría a su familia en cuanto tuviera ocasión, pero todavía no había encontrado la manera de ganarse la vida él solo. En las minas siempre se trabajaba en equipo, nadie excavaba en solitario. Debía planear bien su futuro. Sería demasiado humillante tener que regresar junto a su familia, abatido y hambriento, para suplicarles que le dejaran ocupar su antiguo lugar.

Lo único de lo que estaba seguro era de que quería que Neen formara parte de ese plan.

El Monumento estaba rodeado por un alto terraplén. Al círculo se entraba por una abertura orientada hacia el nordeste y, a cierta distancia, había un grupo de casas que pertenecían a las sacerdotisas. Nadie podía pisar el Monumento todavía, ya que la Ceremonia del Solsticio de Verano no se celebraría hasta el día siguiente.

La gente acudía al Monumento para participar en los rituales estacionales, pero la reunión de todas esas personas, venidas tanto de cerca como de lejos, representaba una gran oportunidad, así que normalmente llevaban consigo cosas para intercambiar. Algunos ya estaban colocando sus mercancías allí fuera. Sabían que no debían invadir el círculo sagrado, pero la zona más buscada era alrededor de la entrada, a cierta distancia de las casas de las sacerdotisas.

Más peregrinos se sumaban en cada poblado, hasta que, convertidos en una columna de personas y animales, llegaban al Monumento

Mientras Seft y su familia se aproximaban, oyeron el rumor de las conversaciones y notaron el entusiasmo en el ambiente. Llegaba gente desde todos los confines. Había un grupo que siempre se reunía en un poblado situado en lo alto de una colina a cuatro días de camino hacia el nordeste, y desde allí seguía un sendero muy hollado que decían que era un camino ancestral. Más peregrinos se sumaban a ellos en cada poblado por el que pasaban, hasta que, convertidos en una larga columna de personas y animales, llegaban al Monumento.

Cog se detuvo junto a Ev y Fee, una pareja que fabricaba cuerda con tallos de madreselva. Los mineros vaciaron sus cestos y Cog empezó a amontonar los sílex en una pila. Mientras estaba en ello, lo interrumpió Wun, otro minero, un hombre bajito y con los ojos amarillentos. Seft lo había visto muchas otras veces. Era un tipo sociable, amigo de todo el mundo, y le encantaba charlar, sobre todo con mineros como él. Siempre estaba enterado de lo que pasaba en todas partes. A Seft le parecía un poco entrometido.

Wun le estrechó las manos a Cog con el apretón informal: la mano izquierda con la derecha del otro. El saludo formal era derecha con derecha, y transmitía más respeto que amistad. El gesto afectuoso, en cambio, consistía en unir la mano derecha con la izquierda del otro y, al mismo tiempo, la izquierda con la derecha.

Cog se mostró taciturno, como siempre, pero a Wun no parecía importarle.
—Veo que habéis venido los cuatro —comentó—. ¿No se ha quedado nadie a vigilar el pozo?

Cog lo miró con suspicacia.
—Cualquiera que intente quedárselo acabará con la cabeza abierta.
—Así se habla —opinó Wun, fingiendo que aprobaba esa belicosidad. En realidad, no le quitaba el ojo de encima al montón de sílex medio tallados, evaluando su calidad—. Por cierto —dijo entonces—, ha venido un hombre con un cargamento enorme de astas. Una maravilla.

Las astas de ciervo rojo, casi tan duras como la piedra y acabadas en punta, se contaban entre las herramientas más importantes para los mineros porque las usaban como picos.
—Tendremos que ir a ver eso —le dijo Olf a Cam.

Puesto que todos estaban pendientes de Wun, nadie le prestaba atención a Seft. Este, al ver su oportunidad, se alejó sin llamar la atención y desapareció enseguida entre el gentío.

Desde el Monumento había un camino recto que iba hasta el cercano poblado de Aguacurva, y a ambos lados de la pista hollada pastaba el ganado. A Seft no le gustaban las vacas. Cuando lo miraban, no sabía qué estaban pensando.

Salvo por eso, envidiaba al clan de los ganaderos. Lo único que hacían todo el día era sentarse a vigilar a los animales. No tenían que martillear el sílex sin pausa para romper la dura piedra y luego subirla hasta la superficie trepando por un poste. El ganado, las ovejas y los cerdos se reproducían a poco que los ayudaran, y los ganaderos no hacían más que enriquecerse.

placeholder Un grupo de personas celebran el equinoccio de primavera en Stonehenge el 20 de marzo de 2025. (Reuters/Jaimi Joy)
Un grupo de personas celebran el equinoccio de primavera en Stonehenge el 20 de marzo de 2025. (Reuters/Jaimi Joy)

Cuando llegó a Aguacurva, se quedó mirando las casas, que eran todas iguales. Consistían en una pared no muy alta, hecha de zarzo y barro —un entramado de ramas finas entretejidas y rebozadas luego con lodo—, y una cubierta consistente en un manto de hierba dispuesto sobre vigas. La entrada la formaban dos postes con un dintel encajado encima. En verano, todo el mundo cocinaba fuera, pero en invierno siempre había un fuego encendido en el hogar que ocupaba el centro de cada casa, y de las vigas colgaba carne, que así se ahumaba.

En esos momentos, una pantalla de mimbre que alcanzaba hasta la mitad de la altura de la entrada dejaba pasar el aire fresco y al mismo tiempo mantenía fuera a los perros sin dueño y las alimañas que por las noches merodeaban en busca de alimento. En invierno, la entrada quedaba del todo cerrada con una pantalla más consistente, hecha para que encajara a la perfección.

Había muchos cerdos paseándose por el poblado y las tierras de alrededor. Rebuscaban con el morro cualquier cosa que fuera comestible.

Más o menos la mitad de las casas estaban vacías, ya que las destinaban a los visitantes que acudían cuatro veces al año. Los ganaderos atendían muy bien a los forasteros, pues les suponían una gran riqueza al ir allí a comerciar.

Se celebraban ceremonias en el equinoccio de otoño, el solsticio de invierno, el equinoccio de primavera y, por último, el solsticio de verano, que sería al día siguiente. La labor fundamental de las sacerdotisas consistía en llevar la cuenta de los días del año para poder anunciar, por ejemplo, que faltaban seis días para el equinoccio de otoño.

Seft detuvo a una ganadera y le preguntó cómo se iba a la casa de Neen. Casi todo el mundo la conocía porque su madre era una persona importante, una sabia, así que la mujer le indicó cómo llegar. La encontró enseguida. Estaba limpia, ordenada y vacía. "Aquí viven cuatro personas —pensó—, ¡y todas están fuera de casa!". Aunque, sin duda, tendrían mucho trabajo a causa de la ceremonia.

Seft, impaciente, empezó a buscar a Neen. Se paseó por las demás casas para ver si encontraba su rostro dulce y sonriente y su exuberante melena oscura. Reparó en que muchos visitantes se habían instalado ya en las edificaciones vacías: había personas que viajaban solas, pero también familias con niños, algunos con los ojos muy abiertos a causa de la curiosidad al encontrarse por primera vez en un lugar desconocido.

Nervioso, se preguntó cómo reaccionaría Neen cuando lo viera. Había pasado una estación entera desde aquella noche en que estuvieron hablando. Ella había sido muy acogedora entonces, pero tal vez sus sentimientos se hubieran enfriado.

Era tan atractiva y agradable que sin duda habría muchos jóvenes interesados en ella. "Yo no tengo nada de especial", se dijo Seft. Además, Neen le sacaba un par de años. A ella no había parecido importarle, pero él tenía la sensación de que era una joven distinguida.

Llegó a la orilla del río, que siempre estaba muy concurrida. Había gente recogiendo agua fresca corriente arriba para luego ir más abajo a lavarse el cuerpo y la ropa. No vio a Neen, pero le alegró encontrar a su hermana, a quien también había conocido en la última Ceremonia de Primavera. Era una chica muy segura, con un montón de rizos y una barbilla que le otorgaba un gesto decidido. La otra vez debía de tener trece años, así que ahora ya serían catorce. Los habitantes de la Gran Llanura calculaban su edad con el solsticio de verano, de manera que todo el mundo cumpliría un año más al día siguiente.

¿Cómo se llamaba? Enseguida lo recordó: Joia. Joia iba con dos amigas, y parecían estar lavando zapatos en el río. El calzado era como el de todos los demás: unas piezas planas de cuero duro cortadas a medida y perforadas con unos agujeros por los que se pasaban unos cordones hechos con tendones de vaca, que luego se apretaban hasta quedar tirantes y ajustar bien los zapatos.

Se acercó a ella.
—¿Te acuerdas de mí? —le dijo—. Me llamo Seft.
—Claro que me acuerdo. —Joia lo saludó con formalidad—: Que el dios Sol te sonría.
—Y a ti también. ¿Por qué laváis los zapatos?

Ella soltó una risa.
—Porque no queremos que nos huelan mal los pies.

Seft nunca lo había pensado. Él no lavaba el calzado. ¿Y si Neen le olía los pies? Le dio vergüenza y decidió que se lavaría los zapatos en cuanto tuviera ocasión.

Las dos amigas de Joia susurraron algo entre risitas, como hacían a veces las chicas, a saber por qué. Ella las miró, soltó un suspiro molesto y habló en voz bien alta:
—Supongo que buscas a mi hermana, Neen.
—Por supuesto.
Las dos chicas pusieron una cara que decía: "Ah, conque se trata de eso".

—En vuestra casa no hay nadie —dijo Seft—. ¿Sabes dónde está?
—Ayudando con la fiesta. ¿Quieres que te acompañe allí?
A Seft le pareció muy amable que se ofreciera a dejar a sus amigas para ayudarlo.
—Sí, por favor.
Joia cogió los zapatos mojados y se despidió de las dos chicas con alegría.
—La fiesta la preparan Chack y Melly y toda su familia: hijos, hijas, primos, primas y no sé qué más —explicó Joia, parlanchina—. Tienen muchos parientes, y menos mal, porque el banquete será enorme. En el centro del poblado hay una esplanada y lo están montando allí.

Los habitantes de la Gran Llanura calculaban su edad con el solsticio de verano, de manera que todo el mundo cumpliría un año más al día

Mientras caminaban los dos juntos, Seft pensó que quizá Joia pudiera decirle lo que Neen sentía por él.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.

Seft se detuvo, y ella también.
—Contéstame con sinceridad. ¿Tú crees que a Neen le gusto? —preguntó bajando la voz.

Joia tenía unos preciosos ojos color avellana que entonces lo miraron con franqueza.
—Creo que sí, aunque no sabría decirte cuánto.

Esa respuesta no le satisfizo del todo.
—Bueno, ¿alguna vez habla de mí?

La chica asintió, pensativa.
—Sí, te ha mencionado. Creo que en más de una ocasión.

Seft, frustrado, pensó que Joia se mostraba prudente para no desvelar demasiado. Aun así, siguió insistiendo.
—De verdad que me gustaría conocerla mejor. Creo que es... No sé cómo describirla. Adorable.
—Esas cosas deberías decírselas a ella, no a mí. —La joven sonrió para suavizar la reprimenda.

Él volvió a intentarlo.
—Pero ¿se alegrará de oírlas?
—Creo que se alegrará de verte, pero no puedo decirte más que eso. Es mejor que hable ella por sí misma.

Seft era dos solsticios de verano mayor que Joia, pero no logró convencerla para que confiara en él. Comprendió que era una chica de mucho carácter.
—Es que no sé si Neen siente lo mismo que yo —comentó con impotencia.
—Pregúntaselo y lo descubrirás —repuso ella.

Seft percibió un matiz de impaciencia en su tono.
—¿Qué tienes que perder?
—Solo una pregunta más —dijo él—. ¿Hay algún otro que le guste?
—Bueno...
—O sea, que sí.
—A él le gusta ella. Eso, seguro. Pero no sabría decir si a ella también le gusta él. —Joia olfateó el aire—. ¿Hueles eso?
—Carne asada. —A Seft se le hizo la boca agua.
—Sigue tu olfato y encontrarás a Neen.
—Muchas gracias por tus consejos.
—Buena suerte. —Joia dio media vuelta y regresó.

Mientras seguía andando, Seft pensó en lo diferentes que eran las dos hermanas. Joia resultaba enérgica y segura; Neen era dulce y sabia. Ambas eran muy atractivas, pero él amaba a Neen.

El olor a carne asada se hizo más intenso y entonces Seft llegó a la explanada, donde se estaban asando varios bueyes en espetones. El banquete no se celebraría hasta la tarde del día siguiente, pero supuso que se tardaba mucho en cocinar animales tan grandes. Los más pequeños, las ovejas y los cerdos, seguramente no los pondrían al fuego hasta un día después.

Una veintena de hombres, mujeres y niños andaban atareados ocupándose de las hogueras y dando vueltas a los espetones. Un momento después, Seft localizó a Neen, que estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza gacha, concentrada en alguna labor. Le pareció diferente a como la recordaba, pero más guapa todavía. El sol del verano la había bronceado y su melena oscura tenía algunos mechones más claros. Observaba su trabajo frunciendo el ceño, un gesto con el que estaba encantadora a más no poder.

Ken Follett es uno de los autores de más éxito del mundo. Los pilares de la Tierra , su épica novela sobre la construcción de una catedral medieval, ha vendido alrededor de 30 millones de ejemplares desde su publicación en 1989 y alcanzó el número uno en las listas de libros más vendidos de todo el mundo. Años después, se convirtió también en una serie de televisión producida por Ridley Scott, que se emitió en 2010. Su nueva y esperada novela, El círculo de los días (Plaza&Janés) relata la construcción del monumento de Stonehenge y se publica simultáneamente en todo el mundo hoy, 23 de septiembre. Publicamos en exclusiva el arranque.

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