La prostituta que llevaba estadísticas sexuales (y otras historias de Las Vegas, ciudad del pecado)
En 'Vegas. Memorias de una época Oscura' (Gatopardo) John Gregory Dunne narra con agudeza los claroscuros de la ciudad del vicio y de su propia vida. Publicamos un fragmento
En los cinco años que llevaba en Las Vegas, Artha había generado las siguientes estadísticas. Había tenido 1.203 encuentros sexuales con 1.076 clientes distintos. En 97 ocasiones el cliente no había podido tener una erección y en 214 se había corrido antes de la penetración. Había realizado el coito anal 88 veces y practicado 863 felaciones. Había tenido trece relaciones lésbicas profesionales y tres no profesionales, y la habían contratado 54 veces para trabajos "múltiples", o sea, sexo en grupo. Había sido azotada profesionalmente once veces y a su vez había flagelado a clientes con el cinturón veintitrés veces y una vez con un látigo. Por lo general, los masoquistas habían preferido que los azotara en los genitales y los sádicos azotarle a ella las nalgas. Un cliente le había pagado trescientos dólares para rasurarle el vello púbico, que había procedido a guardar en un frasco de conservas; ella no lo había vuelto a ver. Habían defecado sobre ella seis veces y orinado trece veces; por su parte, ella había defecado sobre doce clientes y orinado sobre veintidós. Su vagina había sido penetrada con éxito por penes, consoladores, botellas, plátanos, salchichas de Frankfurt, velas y vibradores, y sin éxito por una lata de refresco.
Había estudiado contabilidad en su escuela secundaria de Milwaukee y llevaba aquellas estadísticas en una carpeta de tres anillas. Había una marca de verificación para cada acto, con su fecha, y al final de cada columna se sumaban los totales. Decía que llevaba aquellos registros igual que otra gente escribía un diario, y realizaba todas sus anotaciones con tinta verde y una antigua estilográfica Parker 51. Las estadísticas estaban pulcramente transcritas sobre papel de contabilidad que compraba en una papelería del centro comercial de Maryland Parkway, mientras que la carpeta tenía separadores con encabezamientos como "Mamadas" y "Azotes". No conocía el significado ni de "felación" ni de "cunnilingus", y, cuando le definí aquellas palabras, me dijo que le parecían "simpáticas".
Artha iba con retraso. Desde la ventana del dormitorio de su apartamento cercano al Ice Palace, veía el reloj-termómetro de la torre del Hotel Sahara: primero la hora —las 8.17— y después la temperatura, que ya llegaba a los 31 grados. No le funcionaba el aire acondicionado del dormitorio. Hacía cuatro noches, un vendedor de electrodomésticos de sesenta y tres años de Kansas City había arrojado contra el aparato el secador de pelo portátil de Artha, después de eyacular prematuramente en el cuarto de baño mientras ella le estaba lavando el pene con jabón y agua caliente. El secador había quedado doblado y roto de forma irreparable. Artha había intentado devolverlo en la tienda Montgomery Ward del centro comercial Sunrise, donde lo había comprado, pero la encargada del departamento de accesorios le había dicho que el fabricante no aplicaría la garantía, ya que los desperfectos parecían deberse claramente a una negligencia por parte del dueño. Artha había llamado "bollera" a la encargada, y, cuando un agente de policía de la tienda acudió a petición de ésta, Artha lo llamó "negro de mierda chupapollas". A pesar de que aquellas amonestaciones, Montgomery Ward se había seguido negando a cambiarle el secador. Y luego el vendedor de electrodomésticos, que se había quedado dos días en casa de Artha, había desaparecido cuando llevaba su ropa interior a una lavandería automática de Vegas Village. Había dejado su maleta en el apartamento de Artha, y, al quedar claro que no iba a volver, ella la había tirado, tras registrar su contenido y comprobar que no había nada más que camisas limpias, dos números antiguos de la revista Cavalier y el folleto de la convención de Kelvinator con el programa de eventos.
El reloj del Sahara marcaba las 8.22. El técnico del aire acondicionado tenía que venir a las doce. Artha iba a tener que saltarse su clase de las 11.30 en el Manhattan Beauty College para dejarlo entrar en el apartamento. Tenía la ropa de la academia en un armario distinto de la ropa de calle y de la de trabajo. Eligió un vestido de algodón de manga larga con estampado de cachemir y unas sandalias planas de color beige. Nada de botas en la escuela. Tampoco llevaba sujetador cuando iba al Manhattan Beauty College. Sólo se lo ponía por las noches para potenciar su escote. El curso en el Manhattan Beauty College costaba 1.365 dólares y duraba 1.800 horas repartidas a lo largo de cuarenta y siete semanas. Artha había decidido hacer el curso de cosmetología para tener un plan B cuando se retirara de la prostitución. Aun así, cuando terminara el curso tenía intención de seguir compaginando el trabajo con ser puta. Le gustaba decir que le arreglaría el pelo a una mujer de día y le chuparía la polla a su marido de noche. Le parecía un chiste simpático.
Cubierta de 'Vegas. Crónica de una mala racha', de John Gregory Dunne.
Artha eligió una peluca de melena lacia de su armario de las pelucas. Tenía veintiuna distintas en el armario, todas morenas. Le gustaba decir que era morena natural, aunque un Día de San Patricio, cuando tenía diecinueve años y trabajaba con otra chica en una cabaña del campamento maderero de Antigo, Wisconsin, se había teñido el vello púbico de verde. Las 8.26. Hora de leer otro poema. Hacía tres años, una camarera de la cafetería del Hotel Frontier del Strip le había regalado un ejemplar de la poesía completa de Sara Teasdale. La camarera había estado enamorada de ella y ahora todas las mañanas Artha leía por lo menos un poema antes de salir del apartamento. Lo comparaba con aquella gente que leía la Biblia a diario. Decía que le daba una sensación de paz. En los ratos libres, Artha también escribía poesía, a menudo a la manera de Teasdale. A veces, mientras estaba en algún casino esperando a una cita de madrugada, garabateaba un poema en el dorso de un cartón de bingo.
Luz de una estrella, luna tan bella,
¿quién salvará a esta pobre doncella?
Me hago en la madrugada una pregunta endiablada:
¿habré nacido para nada?
Las 8.32. La camarera de la cafetería había dado un volantazo con un Pontiac GTO entre Baker y Barstow a una velocidad que la policía de carreteras de California había estimado en 180 kilómetros por hora. Había salido despedida del coche y se le había partido el cuello como si fuera un palillo; aparte de eso, el accidente apenas le había dejado marcas, salvo por el hecho de que se le había desprendido el pulgar izquierdo del resto de la mano. Nunca habían llegado a encontrar aquel pulgar en medio del polvo alcalino del desierto. Era aquel pedazo desaparecido lo que había afligido a Artha, todavía más que la muerte de su amiga. Creía que la policía de carreteras debería haber dedicado más tiempo a buscarlo por el desierto. Le parecía mal que enterraran a una persona sin estar entera.
Sobre el autor y el libro
John Gregory Dunne (1932-2003) fue periodista, novelista, guionista y escritor de memorias. Entre sus libros figuran cinco novelas, siete obras de no ficción narrativa y una colección póstuma de ensayos. Colaboró con su esposa, Joan Didion, en numerosos guiones, entre ellos Pánico en Needle Park,Una mujer sin mañana, la versión de Barbra Streisand de Ha nacido una estrella y True Confessions. Dos de sus libros, El Estudio y Monster, tratan sobre la industria del cine.
Vegas. Memoria de una época oscura(Gatopardo) es una impactante novela autobiográfica sobre la ciudad del pecado Deprimido por sus fracasos personales y literarios, Dunne abandona a su mujer y a su hija de tres años para refugiarse en la soledad de un apartamento barato junto al Strip de Las Vegas. Allí escribe una crónica salvaje sobre la ciudad.
Las 8.40. Artha cogió su bolsa y su libro de texto y caminó hasta el aparcamiento del bloque, donde tenía su Dodge Dart. Sólo le quedaban tres pagos del Dart y luego tenía intención de cambiarlo por un AMC Gremlin. Una vez había probado a conducir un Fiat, pero opinaba que conducir un Fiat era como follarse a un italiano, o a un "espagueti", como llamaba Martha a todos los italianos: prometía más de lo que daba. Ahora el termómetro de la Torre Sahara marcaba 32 grados. El trayecto en coche desde su apartamento hasta el centro, donde estaba el Manhattan Beauty College, era de quince minutos. Artha sabía que llegaría tarde a clase, pero el examen de aquella mañana no iba a empezar hasta las nueve. El profesor, el señor Luigi, siempre hacía la vista gorda con quienes llegaban tarde. El examen era sobre la teoría del masaje facial.
Artha no conocía a Buster Mano, pero Buster Mano sí que conocía a Artha. Buster era un hombre de cuarenta y muchos años, corpulento y seguro de sí mismo, bastante leído para ser detective privado y sobre todo buen conocedor de la obra de Martín Lutero. Buster se había empezado a interesar por Lutero tras descubrir que el monje de Wittenberg había sufrido estreñimiento. El estreñimiento era un tema que Buster Mano siempre tenía muy presente. Afirmaba que tenía el colon bloqueado, pero nunca se lo había corregido porque, según decía, le daba miedo el bisturí. Cuando le cogía confianza a alguien, Buster abandonaba toda circunspección en relación con su estreñimiento y se dedicaba a tirarse pedos abiertamente y con frecuencia, levantando las nalgas para aumentar la comodidad y la eficacia. "Pedos palomitas —decía—. Hacen ruido, pero no huelen".
"Buster dimitió del departamento, cogió los 412,97 dólares mensuales de su pensión y se mudó a Las Vegas, donde abrió una agencia de detectives"
Buster se había pasado veintidós años en un departamento de policía de tamaño medio en una ciudad mediana del Medio Oeste, donde había tenido una casa adosada, una hipoteca y dos coches, los dos de segunda mano y los dos terminados de pagar. A su mujer le había llegado la menopausia a los treinta y dos años y su hija se había casado a los quince. Lo que desconcertaba a Buster de la boda de su hija era que ni siquiera había estado embarazada. Él sospechaba que la boda había tenido algo que ver con el hecho de que su mujer la hubiera llevado a un ginecólogo para ver si todavía tenía el himen intacto. A su marido lo había conocido una semana más tarde en un parque de atracciones donde estaba repartiendo paquetes de muestra de Philip Morris, de esos que tienen cinco cigarrillos por paquete. Lo último que había oído decir Buster era que el marido seguía repartiendo cigarrillos de muestra en ferias del condado y reuniones de agentes comerciales de Virginia Occidental y Tennessee, pero que se había pasado a los Kent con filtro mentolado. Su mujer había estado rezando una novena diaria desde que su hija se había marchado de casa, ofreciendo las indulgencias plenarias si regresaba sana y salva, pero no la habían vuelto a ver nunca más. Buster había perdido la fe en Dios a los catorce años, pero le parecía útil promover el encaprichamiento de su mujer con ciertos santos, ya que aquellos flirteos le permitían a él no tener que prestar le mucha atención. Le hacía gracia el hecho de que su mujer mostrara tanta familiaridad con su santo de turno. "Como le decía a Jack esta mañana", decía; Jack era san Juan Bosco, y Frank era san Francisco de Sales. Sus letanías actuales se las dirigía al "bebé", que era su apodo para el Niño Jesús de Praga.
Buster había llegado a Las Vegas hacía nueve años, en las postrimerías de una investigación federal por corrupción en su departamento de policía. Les había dicho a sus superiores que, si estuviera robando, no lo encontrarían viviendo en un barrio donde la propiedad valía menos ahora que cuando él había comprado su casa, y que además se podría pagar un coche nuevo con radio, calefacción y cambio de marchas automático, en vez de los dos de segunda mano que tenía, uno con 60.000 kilómetros y el otro con 85.000. Si querían meter a alguien en la trena, les dijo Buster a sus superiores, había un detective de tercera de la Brigada de Estupefacientes que iba por ahí con un BMW con motor de tres litros. Cuando sus superiores le insistieron en que testificara de todas formas, Buster dimitió del departamento, cogió los 412,97 dólares mensuales de su pensión de teniente, más los siete mil que tenía en la cuenta de ahorros y se mudó a Las Vegas, donde abrió una agencia de detectives privados. "Si alguien me hubiera comprado —decía—, habría tenido más de siete mil pavos en la cuenta de ahorros, está claro. Y no estaría viviendo con una chiflada que se dedica a charlar con san Martín de Tours".
Pero Buster era esencialmente un hombre sin rencor. Admiraba la profesionalidad por encima de todas las demás virtudes y la admiraba por igual a ambos lados de la ley. "Desapareció hace cinco años sin dejar rastro —decía por ejemplo de una persona desaparecida—. Como un profesional". Buster había conocido a Artha en un caso precisamente relacionado con una desaparición. Un hombre había viajado a Las Vegas para una convención de la empresa Kelvinator y no había vuelto a casa. Su mujer había localizado a Buster en las Páginas Amarillas y le había gustado cómo sonaba su nombre. Le había contado que las desapariciones de su marido ya empezaban a ser un episodio habitual: se había esfumado dos años antes, a raíz de la convención de Miami, y también cinco años antes, en la convención de Honolulu. La mujer ya no se molestaba en notificar la desaparición a la policía de las ciudades donde tenían lugar las convenciones. Buster le cobraría doscientos dólares por encontrar a su marido y mandarlo de vuelta a Kansas City, pero para ella el hecho de que lo hiciera con discreción ya valía aquel precio. Tanto en Miami como en Honolulu los problemas habían empezado con chicas, de manera que, a la hora de ponerse a buscar al marido desaparecido, Buster trabajó con la misma hipótesis. El tipo se llamaba Al Fogelson y se había alojado junto con el resto del grupo Kelvinator en el Stardust. La última noche de la convención, Al Fogelson se había juntado con Artha en el Stardust. El número de Artha no figuraba en el listín, pero Buster consiguió que le diera su dirección un crupier de blackjack llamado Fran McGraw, que trabajaba en el turno de noche del Stardust. En casos como aquel, siempre había muchas cosas que no se decían. El hotel no quería problemas y Fran McGraw tampoco quería perder su trabajo.
El Stardust, un icónico casino y hotel de Las Vegas que cerró en 2006 y fue demolido en 2007. (iStock)
Fran McGraw había llegado al Strip después de tres años de hacer de crupier de blackjack en el centro, en la calle Fremont. El año anterior había ganado 21.738 dólares, pero a la hora de pagar el impuesto de la renta sólo había declarado 10.738. Lo demás lo tenía guardado en la caja fuerte del banco de su padre. Fran McGraw no tenía cuenta corriente y su cuenta de ahorros era minúscula. Tenía una vieja autocaravana Volkswagen y vivía al oeste del Strip, en un apartamento de dos dormitorios por el que pagaba 185 dólares al mes. No había pruebas de que Fran estuviera defraudando al fisco, pero la caja fuerte de su padre contenía casi 23.000 dólares en billetes de cincuenta y de cien. La llave de la caja fuerte la tenía el padre de Fran y era imposible que éste fuera a dejar que su hijo tocara el dinero, porque Fran era jugador y su padre quería que tuviera ahorros apartados. Fran McGraw no era ningún jugador compulsivo capaz de fundirse 23.000 dólares de golpe, pero sí que era capaz de ir gastándoselos a razón de tres o cuatro mil cada vez. También hacía un poco de proxeneta, nunca por dinero, sino para follar gratis y a cambio de las fichas de juego que le daban los clientes cuando él les conseguía una chica. Los clientes solían ser gente que ganaba en el casino y quería rematar la noche con un polvo, y a veces Fran podía contar con que le dieran una ficha de cincuenta dólares o incluso de cien. De vez en cuando Artha trabajaba en el casino del Stardust, y era así como la había conocido Fran McGraw. Nunca se había acostado con ella, aunque no dejaba de prometerse a sí mismo que acabaría sacándole un polvo gratis y de vez en cuando la llevaba al cine. Siempre le pedía que le hiciera una paja en el cine, pero Artha nunca quería.
A Buster le resultó fácil averiguar todas aquellas cosas. Tenía un amigo que era inspector de Hacienda y, siempre que alguien no quería cooperar, solía mencionar su nombre. Buster era de la opinión de que en Las Vegas todo el mundo defraudaba a Hacienda, y la simple mención del nombre de su amigo ya bastaba para refrescarle la memoria a cualquiera. A Al Fogelson lo habían visto por última vez jugando al blackjack en la mesa de Fran McGraw y a veces Fran McGraw hacía presentaciones. Así de simple.
En cuanto Buster Mano averiguó la dirección de Artha, fue en coche a su apartamento y se quedó esperando fuera. No entró. Entrar habría causado una escena y Buster odiaba las escenas. Tenía una fotografía de Al Fogelson y sabía que tarde o temprano Al Fogelson saldría de la casa. Cuando por fin salió cargado de ropa sucia, Buster lo siguió hasta la lavandería automática de Vegas Village. Al Fogelson estaba metiendo su ropa interior sucia en una lavadora cuando Buster se materializó a su lado y le dijo que había llegado la hora de irse a casa. Al Fogelson no pareció sorprendido; ya había pasado por lo mismo en Miami y en Honolulu. No hubo ni amenazas ni intimidación. Buster sólo tenía una misión, que era encontrar al marido desaparecido. Lo había encontrado y ya no le quedaba más por hacer. Si Al Fogelson decidía volverse a su casa de Kansas City, era asunto suyo. Si no, Buster continuaría persiguiéndolo mientras la mujer de Al Fogelson quisiera. Era un trabajo: cien dólares al día más gastos. El año anterior Buster había ganado 18.000 dólares brutos. No tenía 23.000 en su caja fuerte del banco, y por eso no le suponía ningún problema presionar un poco a Fran McGraw. Al Fogelson quería volver para despedirse de Artha, pero Buster lo convenció de que, como de todas formas se tenía que ir a Kansas City, quizá fuera mejor que condujeran directos al aeropuerto McCarran. La experiencia le decía a Buster que las putas suelen armar jaleo cuando les quitas un cliente, y no le gustaba la idea de que en el Departamento del Sheriff Ralph Lamb lo tuvieran por el típico detective privado que se mete en líos. Buster Mano condujo en persona a Al Fogelson al McCarran, y, en cuanto Fogelson estuvo a buen recaudo a bordo de su avión, Buster llamó a su mujer y le dijo que su marido llegaría a Kansas City, previa escala en Denver, en el vuelo 683 de United Flight. Quedaba pendiente la cuestión de la maleta de Al Fogelson. Buster le dijo a la mujer que la podía conseguir, pero que eso podría causar jaleo. Ella le dijo que no armaba jaleo, que era suficiente con que su marido volviera. Al Fogelson le había estrechado la mano a Buster mientras cogía el vuelo a Denver y Kansas City. "Fue como si yo fuera el director de ventas de su distrito", dijo Buster Mano.
El famoso Strip de Las Vegas, con los hoteles y casinos más grandes del mundo. (iStock)
Buster había encontrado a Al Fogelson antes incluso de tener ocasión de depositar en su cuenta bancaria el cheque por doscientos dólares de la señora Fogelson. Sólo para satisfacer su curiosidad, llamó al director de ventas del distrito de la Kelvinator y descubrió que la convención del año siguiente iba a ser en Nueva Orleans. "¿Y quiere saber una cosa? —dijo Buster Mano—. Su mujer lo dejará ir". Le gustaba decir que era un estudiante de la naturaleza humana, algo muy importante en su profesión. "A ella le aporta emoción a su vida —dijo Buster—. Y a él le da algo por lo que sentirse culpable". Era fácil de explicar. "Es la naturaleza humana —dijo—. En esta profesión hay que ser estudiante de la naturaleza humana". Y añadió que hacía dos días y medio que no tenía ningún movimiento de vientre.
En los cinco años que llevaba en Las Vegas, Artha había generado las siguientes estadísticas. Había tenido 1.203 encuentros sexuales con 1.076 clientes distintos. En 97 ocasiones el cliente no había podido tener una erección y en 214 se había corrido antes de la penetración. Había realizado el coito anal 88 veces y practicado 863 felaciones. Había tenido trece relaciones lésbicas profesionales y tres no profesionales, y la habían contratado 54 veces para trabajos "múltiples", o sea, sexo en grupo. Había sido azotada profesionalmente once veces y a su vez había flagelado a clientes con el cinturón veintitrés veces y una vez con un látigo. Por lo general, los masoquistas habían preferido que los azotara en los genitales y los sádicos azotarle a ella las nalgas. Un cliente le había pagado trescientos dólares para rasurarle el vello púbico, que había procedido a guardar en un frasco de conservas; ella no lo había vuelto a ver. Habían defecado sobre ella seis veces y orinado trece veces; por su parte, ella había defecado sobre doce clientes y orinado sobre veintidós. Su vagina había sido penetrada con éxito por penes, consoladores, botellas, plátanos, salchichas de Frankfurt, velas y vibradores, y sin éxito por una lata de refresco.