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Las señoras los prefieren fofisanos
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Galo Abrain

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Las señoras los prefieren fofisanos

Beban, coman, dense juergas de paladar, sin olvidar mover el culo de vez en cuando. Que su patrimonio sean los placeres de la vida, y no un cuerpo esculpido

Foto: Las ciudades se llenan de gimnasios pequeños y caros. (Guillermo Gutiérrez Carrascal)
Las ciudades se llenan de gimnasios pequeños y caros. (Guillermo Gutiérrez Carrascal)
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Confieso que lo de los cambios físicos extremos siempre me ha llamado la atención. De alguna forma, excrementales programas del tipo Mi vida con 300 kilos consiguen cautivarme. Los miro igual que un accidente de tráfico. Incapaz de apartar la vista de la desgracia ajena. Pero hay otras mutaciones corporales que me repatean: las de los famosos. En especial las de aquellos quienes, viéndose francamente estupendos, deciden provocar en el vulgo una culpable sensación de haraganería, de absoluto abandono, compartiendo sus artificiales jornadas deportivas y su musculatura helénica.

Una de estas metamorfosis ha sido la del cantante Olly Murs. Un tipo que lucía un torso de lo más sano, con su discreta tripilla aristocrática, y que tras unos meses de puro machaque se exhibió como un maniquí. Hasta ahí, lo típico. Lo gracioso viene a colación de una encuesta realizada en la que se comparaba el “antes y el después” de Murs. Los resultados esclarecieron que, mientras casi un 50% de los hombres veía mejor al cantante en su purgación absoluta de la grasa, solo un 7% de las mujeres lo prefería después del cambio.

Por supuesto, cientos de maromos no tardaron en presumir la falsedad de los resultados, algunos incluso lanzando el interrogante a las féminas de por qué mentían al decir que les gustaba menos el Murs estrangulador de mollas, que el sanote con sus lípidos bien repartidos. Resulta que contra la matraca propagandística de los gymbro, las señoras los prefieren fofisanos. Y todo esto tiene una explicación, para la que conviene hacer un breve repasito de la historia cercana de la figura masculina.

Para poner en marcha una cronología de la evolución física reciente de los hombres, diría que primero fueron los cuerpos de pajita. Los años sesenta y setenta vinieron acompañados de pectorales óseos. Caderas de muñeca. Piernas estevadas dirigiendo el balanceo de dos bracitos largos, como de disentería funcional. Se ve en las pelis y en las grabaciones documentales. Triunfaban los cadáveres sanotes contoneándose a lo Mick Jagger. En plan David Bowie. O los lustrosos tipos normalillos, pero atléticos, como Harrison Ford y Julio Iglesias. Hombres a los que les pegaba más un pitillo en las manos que una mancuerna.

Foto: Vial de Ozempic. (EFE/C.J. Gunther)

Más tarde, la inflación corporal fue enorme. Se impuso el sacramento del músculo. Los ochenta trajeron las pieles teñidas en aceite, definiendo las venas del tamaño de un macarrón. Tríceps gibraltareños. Deltoides de búfalo. Bíceps accidentados como colinas hinchadas a helio. O abdominales de Rambo recibiendo calambrazos en un húmedo zulo del Vietcong. Eran tiempos de poderosos dioses caídos frente a una cámara, a los que el planeta rezaba un comprometido halago que se arrastraba hasta allá lejos, en el Olimpo de Hollywood.

Los dos mil fueron más caprichosos. Invocaron el wellness. La ortorexia democratizada extramuros de los idilios del cine y el márquetin. Resbalando por el mundo entero, con esa justicia universal —decididamente injusta— del universo. Los gimnasios sustituyeron a la tercera panadería del barrio. Las semillas dejaron de ser alimento exclusivo para aves. La quinua una excentricidad boliviana. Y los batidos pasaron a convertirse en bilis verde e insípida, o en el resultado de unos polvos disueltos en agua igual que un medicamento. La versión menos golosa de la nouvelle cuisine.

Los gimnasios sustituyeron a la tercera panadería del barrio. Las semillas dejaron de ser alimento exclusivo para aves

Llegado el clímax de las redes sociales, la resistencia a la actualización física fue sobornada por el peso del exhibicionismo. Nunca tantos desconocidos habían alcanzado ese body como de condón lleno de nueces. De globo circense con muchos pliegues. Los selfies con olor a anabolizante y obsesión, aupados por posiciones vigiladas al milímetro, multiplicaron la tarambana privada por guardar la línea. Mejor dicho, por chetarla al máximo. Un efecto colateral de pornificarlo todo.

Lo admito, yo mismo me he visto infectado por la maldición del musculitos aspiracional. Rara vez he estado en sanas nupcias con mi cuerpo y creía, inocente, que un rallador de queso por estómago y unas nalgas minerales me darían el cariño de las féminas, la admiración de los machos y la autosatisfacción del orgullo. Nada más lejos...

La represión y la egocentría son flacos compañeros del atractivo. Renunciar a la cerveza, al vino, al whisky —no por un hígado cirrótico o un estómago coralino, sino por estar más “bello”— también me acabó pareciendo un autosabotaje deprimente. Negar la divina ganchada al postre. Medir cantidades. Contar calorías. Reprimir carbohidratos. Y dar la tabarra con las proteínas, la cetogénesis y la dictadura salutífera.

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Miro las fotos de aquel experimento físico que llevé a cabo y me veo fino y pomuloso, pero con alma de constipaillo. Tristón. Evanescente. Mal querido. El cuerpo es un reflejo del amor que nos profesamos. Da fe de sí nos queremos en incesante sufrimiento —no por ello purificante— o si nos mimamos, rindiéndonos a la caricia de un paladar agradecido y un espíritu disfrutón. El bon vivant, ese tipo engolosinado con la vida, nunca puede ser un ciclado inscrito en la logia de la fibra. Es un oxímoron.

Entiendo la respuesta de las señoras anónimas encuestadas. La clara alergia a ese Olly Murs que expira olor a sobaquina y complejo de narciso, frente al otro sonriente y relajado, sin alimentos vedados. Existe un magnetismo palpable en quien saborea la vida aliviado de represiones. Se huele. Igual que una colonia afrutada. Es un perfume a desprejuicio y ternura.

Tampoco quiero con esto defender a quienes gastan cuerpos como de edredón nórdico homenajeado en comida-vertedero diaria y sesiones 24/7 de sillón. Está claro que el sedentarismo al que nos somete la actualidad laboral y social impone forzar, de tanto en tanto, la maquinaria. Sudar un poco la gota gorda. Darle soltura al engranaje de vez en cuando, y no caer en las redes de los traficantes de drogas precocinadas y las gastronomías basura. Eso también es tenerse cariño, quede claro.

Tampoco quiero con esto defender a quienes gastan cuerpos como de edredón nórdico homenajeado en comida-vertedero diaria

Construir un ídolo de tu reflejo, en cambio, con horarios militares y un holocausto programado a cada pliegue de grasa, negando la sofisticación espiritual del buen comer, como luce en su metamorfosis Olly Murs, demuestra una tremenda falta de amor propio. Ese no es el punto medio que llevan siglos defendiendo los sabios.

Pero, a excepción de estas anecdóticas encuestas, ¿cómo podrían los hombres de este siglo carearse contra la presión de la musculocentría? Las mujeres han ideado el Body Positive. Se halagan ininterrumpidamente en Instagram si alguna de ellas se presta a reconocer su flácida e imperfecta realidad. No faltan las piernas gruesas y estriadas recibiendo aplausos fraternales de otras mujeres, que saben que en ese apoyo se encuentra su propia salvación. Los tíos no...

Los tíos vivimos en el eterno cachondeo y en el miedo a la vulnerabilidad. Lejos de la naturalidad del entorno gay, el hombre heterosexual reniega por costumbre de alabar el cuerpo de sus camaradas de equipo. A no ser que parezca a una aspiración de estallar en mil pedazos. Por eso hay tantos que ven mejor al cantante después de su maniaca obsesión.

Foto: Imagen de 'Los Soprano', considera la mejor serie de todas. (Max)

Y esto va más allá de una primigenia alabanza de la fuerza y el poderío corporal. Porque yo, y creo que cualquiera, me sentiría más seguro con James Gandolfini y su presencia minoica de barriga embutida a mi lado, que con la versión de abdominal reducido de Murs. Al final, todo tiene que ver con la comunicación. Los hombres lo suelen tener crudo para quererse a sí mismos, porque rara vez se quieren abiertamente los unos a los otros. Es uno de los síntomas de esa apendicitis masculina, de esa pulmonía de la próstata, que arrastramos. Un pus difícil de drenar, que se vicia ahora con una sociedad pornográfica de la imagen en la que la psicosis física se radicaliza.

Pero ya saben, caballeros, lejos de maniqueísmos y paranoias corporales, las señoras nos prefieren gozones. Así que beban, coman, dense juergas de paladar, sin olvidar mover el culo de vez en cuando. Que su patrimonio sean los placeres de la vida, y no un cuerpo esculpido con el mazo de su ausencia. Las mujeres, y los hombres, se lo agradecerán.

Confieso que lo de los cambios físicos extremos siempre me ha llamado la atención. De alguna forma, excrementales programas del tipo Mi vida con 300 kilos consiguen cautivarme. Los miro igual que un accidente de tráfico. Incapaz de apartar la vista de la desgracia ajena. Pero hay otras mutaciones corporales que me repatean: las de los famosos. En especial las de aquellos quienes, viéndose francamente estupendos, deciden provocar en el vulgo una culpable sensación de haraganería, de absoluto abandono, compartiendo sus artificiales jornadas deportivas y su musculatura helénica.

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