El perturbador surrealismo de Óscar Domínguez aterriza en Málaga en una expo fabulosa
Después de 30 años se organiza en España una gran retrospectiva sobre el pintor canario que fue uno de los más grandes de las vanguardias. Más de cien cuadros que se pueden ver en el Museo Picasso de la ciudad andaluza
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La noche del 31 de diciembre de 1957, los amigos del pintor tinerfeño Óscar Domínguez (1906-1957) le esperaban para cenar y recibir el año nuevo en París, la ciudad en la que residía desde 1936. El artista no acudió y, al día siguiente, fueron a buscarle a su casa en el barrio de Montparnasse (una vivienda que curiosamente había pertenecido al periodista César González Ruano). Allí se encontraron lo que más temían por su conocida depresión (y sus últimos internamientos psiquiátricos y episodios etílicos): el cuerpo de Domínguez con las venas abiertas, desangrado y con un fuerte golpe en la cabeza. Fallecía así uno de los grandes tótems del surrealismo internacional y uno de los pintores más geniales de este movimiento en nuestro país, solo a la altura de Dalí o Miró.
Sin embargo, pese a ser uno de los grandes, pese a contar con el entusiasmo (y amistad) de Pablo Picasso y los mejores vanguardistas de los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX… Domínguez cae con cuentagotas en España (y no está entre los más conocidos por el público popular). Este viernes, con justicia, se inaugura una gran retrospectiva de su obra en el Museo Picasso de Málaga —una estupenda conexión además entre los dos amigos— que cuenta con más de cien cuadros, una gran mayoría de ellos procedentes del TEA de Tenerife (que posee en total una cincuentena de su obra). Es solo la segunda gran retrospectiva de este pintor en nuestro país… y la primera se hizo ya hace 30 años, en 1996, en el Museo Reina Sofía.
"La colección Domínguez es ya un milagro. Hasta 1995 el Cabildo de Tenerife no tenía ninguna obra su suya"
“La colección Domínguez es ya un milagro”, reconoce Isidro Hernández, comisario de esta muestra malagueña que ha contado, además de con los lienzos del TEA con aportaciones del Reina Sofía —su Mariposas perdidas en la montaña (1934)—, de Abanca de A Coruña y de coleccionistas privados extranjeros (aunque la mayor parte de la obra del canario fuera de España pertenece a una colección privada de Nueva York y, de momento, no presta nada). “Fue en 1995 cuando se inició el trabajo de recuperación, ya que hasta entonces el Cabildo de Tenerife no tenía nada. Ha sido un proceso de adquisición difícil. Hay coleccionistas que rara vez prestan… Por eso es difícil hacer una retrospectiva…”, argumenta Hernández.
Un niño grande y excesivo
Pero ya está aquí y es una muestra fabulosa para entrar en la mente y pincel de un pintor que, nacido entre algodones (hijo del dueño de una plantación de plátanos), se marchó a París a finales de los años veinte —en realidad, fue enviado por su padre como ayudante para llevar los negocios comerciales de la fruta, aunque aquello no es que le entusiasmara— y allí conoció a los más grandes artistas del siglo para convertirse él también en uno de ellos. Además, como manifiesta Hernández, con su propio imaginario isleño: los volcanes, el drago, los guanches. Todo Tenerife está en la paleta enigmática y perturbadora del pintor. Tenía un mundo propio misterioso y provocador, es decir, muy interesante. Si ya conocen a Dalí, que es el surrealista obvio, déjense llevar por este canario, “un niño grande lleno de excesos”, como le define Hernández.
La exposición está dividida en siete secciones con un orden cronológico, pero también temático. Hay unos primeros cuadros algo más figurativos de finales de los años veinte, pero enseguida se entra en 1933 cuando conoció al grupo de André Breton y consiguió hacer su primera muestra en el Círculo de Bellas Artes de Tenerife (desde 1936 no viviría en la isla, pero nunca abandonaría del todo la isla). En esta primera sala podemos encontrar un autorretrato muy premonitorio de su suicidio y algunos de sus cuadros más famosos como Le dimanche o Rut Marin (1935), las famosas mitades de caballos (la realidad y el deseo, lo real y lo imaginario).
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En la siguiente sala se alcanza “la cima de lo imaginario” con los conocidos abrelatas (El abrelatas, 1936), “una forma de abrir el interior de las cosas de una manera divertida”. Otra vez el niño juguetón. Y, por supuesto, aparece toda la parte de la sexualidad (siempre oscura para el surrealismo) en Máquina de coser electrosexual (1934), que es un encuentro entre un paraguas y una máquina de coser en una tabla de disección… Y ahí que cada uno imagine lo que quiera.
En los años treinta Domínguez llegó también a la “decalcomanía”, una forma de presionar una pintura junto a otra que daba lugar a formas enigmáticas que pueden ser lava, malpaís, pero que tenía que ver con el paisaje agreste de las islas. Son también un poco como esas figuras de manchas del psicoanálisis. Pintura que trataba de explorar esos mundos que están más en la mente que nuestra realidad, si bien no es que no mirara hacia lo que tenía delante como demuestra el cuadro La apisonadora y la rosa (1937) donde lanzaba el mensaje, si se quiere naïf: la destrucción puede o debe ser parada por la belleza.
Llegaban los años oscuros —la II Guerra Mundial se cernía sobre Europa— y Domínguez empezó a componer su pintura cósmica que muestra “la angustia de una inminente catástrofe”. Son cuadros de entre 1938 y 1940 como el Toro herido (le encantaba el bestiario), que es una especie de autorretrato en el que le atraviesa una espada con la letra D.
Otra de las salas tiene que ver con los años de la ocupación nazi de Francia. Domínguez vivió la guerra en París. No se exilió, sino que formó parte de la Resistencia con el grupo La Main a Plume. Fueron años complicados y para sobrevivir hizo copias de Chirico (entre otros pintores) que llegó a vender como originales, también para ayudar a financiar la Resistencia. Es cuando pinta su famoso Autorretrato con cabeza de toro (1941) donde podemos ver las influencias de Picasso, ya por entonces uno de sus grandes amigos y con quien estableció una especie de relación paterno-filial. Son años de pinturas en las que aparecen revólveres, escorpiones y también muchas líneas geométricas. Oscuridad, malestar, tensión, dolor… la guerra al fin y al cabo.
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Porque Domínguez, atenazado después de la guerra por una gran melancolía que hoy llamaríamos depresión y a la que se sumaba una enfermedad neurodegenerativa que iba avanzando… fue yéndose hacia una pintura cada vez más esquemática, más de líneas. Como resalta el comisario, se ha dicho muchas veces que fue un pintor apolítico, “pero no es verdad. No militó, pero sí apoyó a los intelectuales que defendían la II República y estuvo en la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Y él lo que pensaba, como tantos otros, es que los aliados acabarían entrando también en España para liberarla…”. De ahí que pintara incluso tapices en los que emula a la Marianne francesa de la libertad en los años cincuenta y que se pueden ver en esta muestra. Deseaba que España fuera libre. Hoy sabemos que eso no pasó.
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Esta exposición en el Museo Picasso de Málaga se acompaña de otro par de salas. Una de ellas reúne a otros compañeros del movimiento surrealista (han traído un Magritte joven muy interesante sobre un animal prehistórico con manos y pies humanos) como el gran amigo canario de Domínguez y uno de los grandes impulsores de su trabajo, Eduardo Westerdhal. La otra son fotografías de la vida del pintor desde que era un adolescente en Tacoronte, al norte de Tenerife. Es muy interesante conocer también cómo fue su recorrido vital desde una familia acomodada que en los años treinta lo perdería casi todo (y Domínguez se tuvo que poner a trabajar de publicista en París), a sus mujeres (como Maud Bonnneaud, Nadine Effront, Marie-Laure de Noailles), sus amigos artistas o sus últimos (y difíciles) años por la enfermedad mental.
Domínguez fue un pintor perturbador que estuvo en la cima del movimiento surrealista mundial y que merecía esta exposición. Si van a Málaga, vayan a verla.
La noche del 31 de diciembre de 1957, los amigos del pintor tinerfeño Óscar Domínguez (1906-1957) le esperaban para cenar y recibir el año nuevo en París, la ciudad en la que residía desde 1936. El artista no acudió y, al día siguiente, fueron a buscarle a su casa en el barrio de Montparnasse (una vivienda que curiosamente había pertenecido al periodista César González Ruano). Allí se encontraron lo que más temían por su conocida depresión (y sus últimos internamientos psiquiátricos y episodios etílicos): el cuerpo de Domínguez con las venas abiertas, desangrado y con un fuerte golpe en la cabeza. Fallecía así uno de los grandes tótems del surrealismo internacional y uno de los pintores más geniales de este movimiento en nuestro país, solo a la altura de Dalí o Miró.