Una explicación a las guerras de género en España que va a destruirte los esquemas
La investigadora Nuria Alabao, que publica libro sobre la política sexual de las derechas radicales, desmonta las contradicciones transversales del feminismo punitivo
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Un testimonio anónimo en internet deja caer que Íñigo Errejón podría ser un abusador. El político se echa a un lado con una frase para la posteridad: "He llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona". Su espacio político (Sumar/Más Madrid) entra en combustión acusado de no estar a la altura de sus estándares morales feministas. Sus excompañeros podemistas (rivales políticos ahora) aprovechan para sacar pecho y tajada (para sorpresa de nadie, el boomerang se les vendría encima enseguida con otra denuncia anónima contra sus propias filas). Cierta izquierda se rasga las vestiduras en redes sociales y acusa a los hombres de ser todos igual de chungos. Cierta derecha (antifeminista) celebra el furor digital que ha acabado con Errejón (es decir, compra el marco Me Too pese a estar en contra de él; resumiendo: las denuncias anónimas son malas… salvo si se llevan por delante a un aliade). Casi todo el mundo, en definitiva, se suma al zarandeo de Errejón los primeros días. Una mujer denuncia a Errejón en los juzgados. Una segunda mujer (personaje televisivo conocido por su oportunismo) también denuncia a Errejón (inevitable banalización del abuso sexual cuando los casos se mediatizan a lo loco). Un juzgado admite a trámite la primera denuncia. Durante la instrucción, el juez somete a la mujer a un interrogatorio faltón (para m, macuchoshista; para otros, judicialmente incisivo). La primera denunciante firma un contrato de decenas de miles de euros para contar su caso en televisión; ante las críticas, dice que invertirá lo ganado en que víctimas de abusos trabajen en un edificio Airbnb de su propiedad... comprado con lo ganado en la tele. Raro. Todo ello en medio del máximo ruido mediático.
¿Qué queremos decir con todo esto? Que las guerras de género no solo se han convertido en un asunto socialmente explosivo, sino repleto de aristas y contradicciones, material inflamable (y desasosegante) cuando se polariza, mediatiza y judializa a lo bestia. De escapar de las ideas preconcebidas, de los lugares comunes y de las posiciones indulgentes se ocupa la investigadora Nuria Alabao (Valencia, 1976), que acaba de publicar el ensayo Las guerras de género, centrado en la política sexual de las derechas radicales. Feminista y cercana a los movimientos sociales autónomos, Alabao no solo tiene un discurso crítico con las nuevas derechas, sino incómodo para las izquierdas que han comprado el pack completo del feminismo punitivo. Pensamiento a la contra… también de los tuyos. Hablamos con Nuria Alabao sobre las nuevas guerras de género.
PREGUNTA. En el libro dices que la guerra contra el feminismo de Vox refleja una visión de una sociedad que, según ellos, habría superado la lucha de clases y géneros (la diferencia social entre hombres y mujeres sería armoniosa y no necesitaría corrección alguna). La única lucha vigente sería entre valores progres y valores nacional conservadores, es decir, la herramienta clásica de la guerra cultural, navaja Suiza multiusos de la política contemporánea. ¿Vox hace algo fuera de la lógica de la guerra cultural?
RESPUESTA. Vox no existiría sin la guerra cultural. Su estrategia consiste en identificar puntos de conflicto en temas sensibles, allí donde perciben malestar o rechazo hacia los consensos políticos y culturales de una sociedad que, en realidad, es mayoritariamente progresista en valores. A partir de ahí, buscan articular una coalición de votantes que les permita alcanzar relevancia electoral. Van experimentando con todo lo que pueden, sin importarles la coherencia programática: los conflictos del campo, los agraviados por el feminismo, etc., incluso han llegado a reivindicar el 15-M.
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Pero Vox se topa con un problema para su crecimiento, una especificidad española. En muchos países europeos y en EEUU se verifica que las bases de los partidos de izquierda han pasado "de partido de los trabajadores a partido de los titulados", según la fórmula de Thomas Piketty; es decir, a que sus apoyos fundamentales sean los profesionales instruidos. De manera que los partidos de extrema derecha pueden impulsarse en esa división social tratando de asimilar los temas progresistas —las temáticas feministas o ecologistas por ejemplo— a preocupaciones de esa clase educada frente a los intereses de la "gente común", que ellos dicen representar. De ahí toda su matraca con que las "élites globalistas" son las culpables de todo: impulsan las migraciones, atentan contra los intereses económicos de España, alimentan los "lobbies LGTB" o el "feminismo supremacista". Sin embargo, esto solo funciona a medias en España, primero porque la situación económica es mejor que en otros lugares, y después porque aquí esta tendencia no se cumple con exactitud: a diferencia de muchos otros lugares, el PSOE todavía retiene importantes apoyos de clase trabajadora, también la menos formada o incluso de los parados. Aunque este análisis de clase en relación a la [alta] educación en general sí se verifica en el caso de Sumar y Podemos.
Hoy en día, las guerras culturales, con sus exageraciones y sus fake news, es una de las formas privilegiadas que ha adoptado la política contemporánea en un contexto de crisis múltiples. Pero no se trata únicamente de un instrumento táctico, el modo en que abordan cuestiones como el género o las migraciones forma parte de su visión de sociedad, son proyectos que apoyan un refuerzo de las jerarquías sociales y profundizan tendencias autoritarias hoy en expansión.
"Vox no existiría sin la guerra cultural"
P. Una de las banderas de Vox es la pelea contra las políticas de género. Carla Toscano, diputada y portavoz del partido en la Comisión de Violencia de Género, dijo que "la ideología de género lleva a la destrucción del ser humano". Este tipo de exageraciones, al margen de su humorismo involuntario, ¿apelan a la mayoría social o simplemente buscan diferenciar a Vox de sus rivales políticos?
R. Estas formas comunicativas de la exageración y los pánicos morales buscan volver a interesar en política en momentos de gran desafección política. Son útiles porque generan movilización en momentos de crisis de representación, e incluso de las democracias liberales. En cuestiones de género no apelan a la mayoría social, que hemos dicho que es más bien progresista, pero consiguen generar bases muy movilizadas, capaces de activarse políticamente, de convertirse en activistas o en guerreros del teclado, y eso es una herramienta muy útil cuando poca gente quiere participar en política.
Una de las preguntas que atraviesa el libro es por qué las cuestiones de género y sexualidad resultan especialmente eficaces para activar este tipo de movilización. Desde la puesta en cuestión de los roles tradicionales hasta la supuesta amenaza que representa la educación sexual para la infancia, o el reconocimiento de los derechos trans, todas estas temáticas despiertan reacciones emocionales intensas en amplios sectores de la población. Las derechas radicales lo saben y han demostrado una gran habilidad para instrumentalizar esas emociones —sobre todo el miedo— como herramienta central en su estrategia política.
P. En los últimos años, diversas encuestas europeas han mostrado que las chicas han girado a la izquierda y los chicos a la derecha. Algunos analistas lo achacan a la incomodidad masculina juvenil con el feminismo o las políticas de género. ¿Cómo interpretas tú estas encuestas? ¿Hay resistencia al cambio social? ¿Por qué generaría rechazo el feminismo entre los jóvenes varones?
R. Primero hay que matizar porque las generaciones más jóvenes en realidad son más abiertas en cuestiones de sexualidad y hasta más igualitarias en la práctica. Aunque es cierto que entre una parte de los jóvenes se detecta un crecimiento antifeminista. De hecho, en esos mismos estudios cuando se pregunta por la igualdad entre hombres y mujeres, los chavales se muestran mayoritariamente favorables, pero la cosa cambia si se interroga directamente usando la palabra feminismo. De manera que algo está pasando. Hay un malestar ahí al que quizás tenemos que atender. Se podrían apuntar muchos factores, voy a señalar solo algunos.
Por una parte, creo que en cierta medida existe una identificación del feminismo con la autoridad, con una ideología de Estado: es el lenguaje del Gobierno, de las autoridades escolares, de buena parte de los medios… De manera que oponerse a él se asocia con una posición antisistema, políticamente incorrecta. Hay jóvenes que entienden su rechazo como una forma de insubordinación o de actitud contracultural. La extrema derecha sabe cómo instrumentalizar eso: tanto Vox como los influencers que consumen estos chicos consiguen canalizar sus malestares, o sus indeterminaciones ante un futuro que se presenta sombrío, hacia una reacción antifeminista.
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Por otra parte, el mensaje que estos chicos están recibiendo del feminismo es más bien culpabilizador —"todos los hombres son violadores"— o se les dice que "tienen renunciar a sus privilegios", que, en su entorno más inmediato, en la escuela por ejemplo, ni siquiera logran identificar. De hecho, las chicas son mejores estudiantes. El feminismo no parece tener nada positivo que ofrecerles. Sin embargo, las derechas radicales sí les proponen un proyecto que les incluye, que les da un sentido de orgullo y respeto. Es un proyecto ilusorio, desde luego, porque no va a resolver sus problemas reales —vivienda, empleo, precariedad o el del cambio climático—, pero sí logra traducir esos malestares y esas angustias vitales a un registro cultural. Intenta convertirlos en una narrativa de oposición al feminismo similar a "los inmigrantes te quitan el trabajo": el feminismo busca privilegios para las mujeres, o puedes ser víctima de una denuncia falsa. Esos desvíos simbólicos son uno de los principales dispositivos retóricos de la extrema derecha.
Por eso es urgente que el feminismo tenga algo que ofrecer a estos jóvenes, un horizonte que vaya más allá de la culpabilización, donde puedan formar parte activa de una política emancipadora que los incluya como sujetos de transformación.
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P. Uno de los principales actores civiles de los noventa fueron las víctimas del terrorismo, pero el peso social de las víctimas en general parece haber crecido desde entonces. Vox dice ahora que los hombres son víctimas de la agenda feminista radical. El Me Too ha llevado a las mujeres víctimas al máximo empoderamiento en redes. Todos los días surgen nuevas víctimas de los asuntos más variopintos. En Victimalandia, a cada testimonio desgarrado le sigue una ola de empatía y solidaridad, ergo casi todo el mundo es bueno o presume de bueno en Victimalandia. ¿Tiene Victimalandia un lado oscuro? ¿Presentar a las mujeres como perennes víctimas indefensas sirve al feminismo?
R. La figura de la víctima se ha convertido en uno de los principales vectores de legitimación política contemporánea. En Victimalandia el daño se convierte en capital simbólico: el sufrimiento otorga autoridad moral. Pero esta lógica no es exclusiva del feminismo, la extrema derecha también la instrumentaliza, presentando hoy a los hombres como víctimas de la "ideología de género" o del "feminismo supremacista".
Evidentemente es importante visibilizar las violencias sociales, entre ellas las relacionadas con el género y a veces es inevitable que su forma sea testimonial. Estos últimos años, por ejemplo, se han denunciado violencias que antes permanecían en gran medida ocultas, por ejemplo en el ámbito laboral. Pero el problema es que a veces, tal y como se está haciendo, este reconocimiento queda atrapado en una política afectiva que a menudo sustituye la capacidad de análisis estructural por un moralismo paralizante. Se convierte así en una suerte de política del testimonio individual o incluso anónimo, donde no parece importante entender las estructuras sociales que permiten o fomentan esta violencia o transformar las condiciones que la producen sino demostrar la máxima indignación y buscar algún tipo de reparación simbólica. Además, este tipo de casos mediáticos producen una solidaridad selectiva: solo trascienden los que afectan a famosos o a determinados ámbitos profesionales de clase media. Lo que sucede a las migrantes en los CIE o a las temporeras de la fresa no concita apenas respuesta.
"Existe una identificación del feminismo con la autoridad, con una ideología de Estado"
Por otra parte, esta profusión de testimonios adopta muchas veces la forma de los pánicos morales, ya que la violencia aparece en una nebulosa como omnipresente, ubicua, inevitable, y ya sabemos que estos pánicos siempre han servido para la restricción de las posibilidades de vida o de movimientos de las mujeres a través del miedo. Esta posición de vulnerabilidad permanente también refuerza los roles de género: nos infantiliza y nos resta agencia y capacidad. Va contra nuestra propia liberación. Y ese discurso puede ser fácilmente capturado por el Estado o por sectores conservadores que adoptan el feminismo solo en la medida en que este se ajuste a una lógica punitiva o securitaria: para aumentar las penas, o pedir más protección policial.
Por tanto, sí, creo que este régimen de visibilidad de la víctima tiene un lado oscuro. No porque las víctimas no deban hablar o ser escuchadas, sino porque el marco desde el que se construye esa escucha está cada vez más mediado por la lógica neoliberal de la subjetividad: el yo herido, expuesto, legitimado en su dolor, pero desvinculado de cualquier posibilidad de acción común. El reto, creo, es recuperar una política que parta de las experiencias concretas de violencia y opresión, pero que sea capaz de articular análisis, organización y horizontes transformadores que no reduzcan el feminismo a un dispositivo de gestión del daño.
P. Al hilo de esto, has escrito bastante contra el feminismo punitivo. ¿Qué es y por qué lo consideras contraproducente para el feminismo?
R. Es un concepto que se usa para explicar como una parte del feminismo recurre a la justicia penal como solución principal para los problemas sociales y políticos relacionados con el género. Por ejemplo, ante la violencia machista, responde con la demanda de más castigo: más policía o más cárcel. Se apoya en una lógica penal que confía en que el Estado —a través de su aparato represivo— puede garantizar la seguridad de las mujeres. Pero esta respuesta es profundamente problemática. Primero, porque se apoya en las mismas instituciones que históricamente han sido parte del problema, ya que desoyen o incluso estigmatizan a las propias mujeres, especialmente a las más precarizadas, migrantes o racializadas.
Además, en un contexto como el actual, el feminismo puede confluir aquí con la agenda reaccionaria. Precisamente una línea fundamental de estos actores en toda Europa es tratar de asociar la violencia de género o sexual con los inmigrantes o musulmanes para reforzar su agenda securitaria. Hemos visto cómo los discursos sobre la defensa de las mujeres son constantemente instrumentalizados por fuerzas reaccionarias: el feminismo se vuelve entonces un dispositivo femonacionalista, que sirve para justificar políticas racistas en nombre de los derechos de las mujeres.
"El feminismo debe desmarcarse del punitivismo"
Frente a esa deriva, creo que es urgente que el feminismo se desmarque del punitivismo y recupere su vocación emancipadora.
P. A los pocos días de estallar el caso Errejón, participaste en un texto colectivo (Colectivo Cantoneras) titulado: "Un linchamiento feminista da la puntilla a la nueva política". Fue altamente difundido, criticado y celebrado dentro y fuera de la izquierda alternativa. ¿Por qué calificasteis de linchamiento lo de Errejón y por qué decís que dio la puntilla al espacio Sumar/Podemos?
R. El término "linchamiento" se utiliza para describir una dinámica en la que parece que, ante unas acusaciones, todo el mundo está llamado a manifestar su absoluta repulsa públicamente y de manera inmediata sin atisbo de duda y sin tiempo para reflexionar. Se instala así un clima en el que no posicionarse públicamente se percibe casi como una falta o una complicidad, y donde se trata de evitar convertirse en el próximo en ser señalado. En este caso justo, era evidente su utilización en las guerras internas entre partidos, pero eso, parecía que no se podía comentar.
Respecto a los partidos, estos venían, como he dicho, de un contexto de fuerte impugnación: supuestamente nacían para cambiar completamente la forma de hacer política institucional, para dar lugar a una "democracia real". Sin embargo, muy pronto adoptaron dinámicas marcadas por el personalismo, las luchas intestinas y la ausencia de mecanismos democráticos, lo que facilitó la concentración del poder en figuras mediáticas sin contrapesos internos. Al final eran partidos menos democráticos que los existentes. Esta cultura de enfrentamiento ha llevado a que terminen devorándose entre ellos, incluso mediante el uso abiertamente político de las acusaciones de agresión, lo que ha erosionado aún más la legitimidad de estos proyectos. En ese contexto, estas denuncias solo han sido la puntilla en una dinámica que viene de más atrás.
Por otro lado, estos partidos se apoyaron —e incluso instrumentalizaron— el capital político del feminismo. Por eso, cuando estallan este tipo de casos, es comprensible que se les exijan responsabilidades, lo que no sucedería con tanta fuerza en propuestas de derechas. A su vez, esto contribuye a asentar la idea de que, en el fondo, quienes venían a cambiarlo todo no son tan distintos del resto de la clase política, algo en lo que han machacado mucho los medios de derechas durante todo este ciclo. Pero bueno, quizás no es menor que haya sido precisamente la cuestión sexual —esa gran pasión movilizadora— la que haya servido como una suerte de última palada de tierra para su sepultura.
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P. En ese texto decíais que el "todos los hombres son violadores" -reacción recurrente de cierta izquierda tuitera tras el shock Errejón- es la "representación que más conviene a la extrema derecha". ¿Por qué?
R. Porque esa frase, "todos los hombres son violadores", aunque no sea representativa del conjunto del feminismo, sí aparece en redes y en la discusión pública como reacción ante los casos recurrentes de violencia machista. El problema es que, en lugar de ayudar a pensar colectivamente cómo se produce esa violencia y cómo enfrentarla, desplaza la discusión hacia una lógica moralizante y esencialista, donde todos los varones supuestamente quedan definidos por su condición de agresores y las mujeres, como víctimas permanentes.
Este enfoque contribuye a codificar la desigualdad de género como guerra de sexos, algo totalmente funcional para la extrema derecha, que se esfuerza por representar al feminismo como una ideología de odio, divisiva, autoritaria, que ataca a los hombres como grupo. Esta caricatura refuerza su relato victimista y les permite ganar terreno. Pero más allá de la extrema derecha, este marco también mina en sí mismo la potencia política del feminismo que es un proyecto de liberación no de remoralización social, ni de construcción de monstruos o enemigos. El desafío sería el de hablar de estructuras de poder o desigualdad y de la mejor manera de enfrentarlas, y también de cómo en el proyecto feminista puede anidar la semilla de una sociedad mejor para todos y todas, también para los hombres.
P. También se decía que "las relaciones de mierda no son agresiones machistas". ¿Qué problemas políticos genera meter todos los tipos de relaciones tóxicas, erráticas o limítrofes en el mismo saco?
R. Aquí estamos intentando señalar un problema político de fondo: una tendencia creciente a expandir el concepto de violencia hasta englobar bajo esa categoría experiencias muy diversas; desde relaciones donde existe desigualdad de poder, hasta prácticas sexuales o incluso relaciones que pueden ser frustrantes, incómodas o incluso éticamente cuestionables, pero que no constituyen necesariamente violencia en un sentido político o jurídico.
"El reto político es poder hablar de las violencias y las desigualdades reales sin caer en esa inflación conceptual o los pánicos morales"
Esta extensión tiene varias consecuencias. Primero, borra las distinciones necesarias entre situaciones muy distintas, lo que dificulta identificar, nombrar y combatir las violencias graves, estructurales y sostenidas. Si todo es violencia, nada lo es con claridad. Eso banaliza el concepto: diluye su gravedad e incluso puede desproteger a las víctimas, al generar confusión sobre qué comportamientos requieren una respuesta colectiva, institucional o jurídica, y cuáles deben entenderse en otros marcos —éticos, afectivos, relacionales—.
Además, esta expansión va de la mano de una creciente patologización y normativización del deseo y del sexo, en la que cualquier práctica que no encaje en una idea de consentimiento transparente, idealizado y verbalizado puede ser vista como peligrosa. Eso limita la posibilidad de explorar, experimentar y asumir contradicciones o ambivalencias en la vida afectiva y sexual. Se instala así una especie de pedagogía afectiva que, aunque nace de una voluntad protectora, termina reforzando una visión puritana del sexo, en la que la agencia y el deseo, sobre todo el de las mujeres, quedan subsumidos en una narrativa del daño inevitable.
El reto político, creo, es poder hablar de las violencias y las desigualdades reales sin caer en esa inflación conceptual o los pánicos morales. Hacerlo desde una mirada crítica, pero también compleja, que no renuncie al horizonte emancipador del feminismo y sobre todo, capaz de generar respuestas colectivas.
Un testimonio anónimo en internet deja caer que Íñigo Errejón podría ser un abusador. El político se echa a un lado con una frase para la posteridad: "He llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona". Su espacio político (Sumar/Más Madrid) entra en combustión acusado de no estar a la altura de sus estándares morales feministas. Sus excompañeros podemistas (rivales políticos ahora) aprovechan para sacar pecho y tajada (para sorpresa de nadie, el boomerang se les vendría encima enseguida con otra denuncia anónima contra sus propias filas). Cierta izquierda se rasga las vestiduras en redes sociales y acusa a los hombres de ser todos igual de chungos. Cierta derecha (antifeminista) celebra el furor digital que ha acabado con Errejón (es decir, compra el marco Me Too pese a estar en contra de él; resumiendo: las denuncias anónimas son malas… salvo si se llevan por delante a un aliade). Casi todo el mundo, en definitiva, se suma al zarandeo de Errejón los primeros días. Una mujer denuncia a Errejón en los juzgados. Una segunda mujer (personaje televisivo conocido por su oportunismo) también denuncia a Errejón (inevitable banalización del abuso sexual cuando los casos se mediatizan a lo loco). Un juzgado admite a trámite la primera denuncia. Durante la instrucción, el juez somete a la mujer a un interrogatorio faltón (para m, macuchoshista; para otros, judicialmente incisivo). La primera denunciante firma un contrato de decenas de miles de euros para contar su caso en televisión; ante las críticas, dice que invertirá lo ganado en que víctimas de abusos trabajen en un edificio Airbnb de su propiedad... comprado con lo ganado en la tele. Raro. Todo ello en medio del máximo ruido mediático.