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Fascinación y repugnancia: así se creó el mito del Cid, un oportunista mercenario medieval
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Fascinación y repugnancia: así se creó el mito del Cid, un oportunista mercenario medieval

Nora Berend, catedrática de Historia Europa de la Universidad de Cambridge, analiza en 'El Cid' la dimensión histórica del famoso guerrero, a sueldo tanto de cristianos como de musulmanes

Foto: Estatua en Burgos de Rodrigo Díaz, más conocido como el Cid. (iStock)
Estatua en Burgos de Rodrigo Díaz, más conocido como el Cid. (iStock)

¿Qué término sintetizaría más acertadamente las características esenciales del Rodrigo Díaz histórico, más conocido para la posteridad como el Cid? Tras las primeras obras históricas, y especialmente la investigación que llevó a cabo Reinhart Dozy en el siglo XIX, que lo despojó de su fama legendaria, se le etiquetó de "mercenario" como contrapunto a la idea del legendario héroe cristiano. Esta designación incidía en sus servicios, retribuidos, para los reyes musulmanes de Zaragoza, porque era precisamente esta faceta del Rodrigo histórico la que quedó primeramente borrada y distorsionada por otras leyendas posteriores, que lo convirtieron en un héroe inmaculado. Para Dozy, el sentido de esta terminología era señalar que el Cid estaba luchando sin fe ni ley, tanto para los musulmanes como para los cristianos. La airada crítica de Menéndez Pidal a la palabra "mercenario", que según él subestimaba y envilecía al Cid, incluía las afirmaciones de que el Cid no cambiaba de señor, que, a diferencia de los mercenarios, permanecía leal al rey Alfonso y que tenía su patria en Castilla. No obstante, las aseveraciones de Menéndez Pidal no se sostenían frente a un análisis textual riguroso.

Se han producido otros tira y afloja más amables entre académicos en cuanto a la elección del término. Algunos académicos modernos han retomado la etiqueta de "mercenario", entre los cuales destaca Richard Fletcher. Peter Linehan llamó al Cid "un emprendedor por convicción —un emprendedor de sustancia [...]. Claramente, la idea del Cid como 'héroe cristiano' presenta problemas. Es evidente que era un saqueador que ofrecía lo que tenía que ofrecer a todo aquel que pudiera garantizarle el mejor precio a cambio". Brian Catlos modificó cautelosa y levemente esta idea, escribiendo: "Es extremadamente dudoso que se viera a sí mismo, en unos términos cualquier cosa menos difusos, como un participante en una misión teleológicamente inspirada para devolver Hispania a la cristiandad". Simon Barton declaró que el diploma de donación al obispado de Valencia del año 1098 "puede ayudarnos a trazar un camino entre [...] posiciones que en apariencia son implacablemente opuestas". Estas son, por una parte, la afirmación revisionista de que "las acciones del Cid estaban completamente desprovistas del contenido heroico, piadoso, patriótico que le atribuirían generaciones posteriores; Rodrigo Díaz era un hombre para sí mismo, ni más ni menos [...] el Rodrigo Díaz férreo y pragmático, el despiadado soldado de fortuna", y por otra parte "el Cid patriótico, cristiano, el defensor de la Reconquista". Sin embargo, dado que la representación de Rodrigo en el diploma era ya el primer paso hacia la leyenda, no puede contrapesar las otras pruebas; en el diploma no descubrimos una imagen más equilibrada de Rodrigo, sino más bien el mito en ciernes.

Ningún héroe perdió más que el Cid cuando pasó de la leyenda a la historia

Más recientemente, el uso del término "mercenario" ha recibido críticas desde un ángulo distinto. David Porrinas González señaló que, como mucho, Rodrigo solo podía recibir el apelativo de "mercenario" durante sus años al servicio de la taifa de Zaragoza, ya que sus acciones previas y posteriores a esos años no eran las propias de un mercenario: antes de eso, prestó servicio a reyes cristianos igual que hicieron otros vasallos, y después se forjó su propio principado. Así, según dicta el argumento, debería recibir el trato de adalid, más que de mercenario. Si bien es cierto que en su sentido técnico, el de un soldado contratado para el servicio, el término "mercenario" no describe al completo la carrera de Rodrigo y que, a diferencia de él, hubo en efecto otros mercenarios posteriores que dedicaron toda su vida ser soldados de fortuna a cambio de una paga, el término, entendido como alguien motivado por un deseo de obtener beneficios, lo define bastante bien. En efecto, en palabras de Simon Barton, era "un oportunista pragmático que tuvo la habilidad de explotar las fluidas circunstancias políticas de su tiempo". La etiqueta de "mercenario", sobre todo, lo despojaba de un halo que ni siquiera el concepto de "adalid" puede socavar. El académico francés Ernest Renan (1823-1892) tuvo el acierto de señalar que ningún héroe perdió más que el Cid cuando pasó de la leyenda a la historia. Pero hay mucha gente, historiadores incluidos, que no puede evitar elevar al Cid a algo más que un guerrero oportunista y victorioso. Era un hombre de su tiempo, y los hombres de ese tiempo vinculaban el honor a las victorias y a las ganancias, pero en el siglo XXI no tenemos por qué aceptar esa perspectiva y seguir adorándola.

placeholder Cubierta de 'El Cid', de Nora Berend.
Cubierta de 'El Cid', de Nora Berend.

Es importante hacer hincapié en que Rodrigo distaba mucho de ser el único que actuaba a uno y otro lado de la supuesta brecha entre cristianos y musulmanes. Los califas omeyas del siglo XI gozaron del apoyo de algunos señores cristianos en regiones fronterizas en sus incursiones contra los cristianos del norte. En el siglo XII, Tello Fernández y Reverter, señor de La Guardia de Montserrat, estuvieron al servicio del gobernante almorávide del Magreb. Incluso a finales del siglo XII, los cristianos estaban al servicio de los almohades, el régimen rigorista marroquí que llegó después. Fernando Rodríguez de Castro cobró fama inicialmente estando al servicio de Fernando II de Castilla, pero más tarde traspasó su lealtad a los almohades y en el año 1174 atacó territorio leonés. Hay constancia incluso de algunos casos de figuras de alto rango cuyas lealtades fueron oscilando repetidamente. El hijo de Fernando Rodríguez de Castro, Pedro Fernández, participó en la batalla de Alarcos, en 1195, del lado almohade, derrotando a Alfonso VIII de Castilla; más adelante resultó decisivo a la hora de establecer una alianza entre el califa almohade Ya’qūb al-Manṣūr y Alfonso IX de León. Fue excomulgado por el papa Celestino III en el año 1196, aunque consiguió regresar a León y Castilla, solo para acabar refugiándose en el Magreb.

Algunos cristianos pasaron a prestar servicio a los musulmanes porque estaban en el exilio, como es el caso de Lorenzo Suárez Gallinato, desterrado por Fernando III antes de 1236, que entró al servicio del gobernante musulmán de Écija. Otros solo buscaban mejores oportunidades y riquezas. Una de las figuras más conocidas en este sentido es Geraldo Sem Pavor ("sin miedo"). Según una crónica, "el perro [Geraldo] salía en las noches lluviosas y muy oscuras, con viento fuerte y nieve, hacia las ciudades y, habiendo preparado largas escaleras de mano de madera para escalar [muros], para poder sobrepasar la muralla de la ciudad, [...] cuando el grupo había terminado de escalar la muralla más alta de la ciudad, gritaban en su lengua con abominable chillido, y entraban en la ciudad y se enfrentaban a quienquiera que encontraran y les robaban y se llevaban cautivo y prisionero a todo el que allí estuviera". Su conquista incluyó Évora y Beja durante un periodo en que portugueses y leoneses por un lado y almohades por el otro estaban enzarzados en una guerra enquistada, lo que generó oportunidades de autonomía (1172). Cuando en Portugal las cosas se pusieron tensas, él ofreció sus servicios al califato y acabó en Marruecos. Se hizo gobernador en áreas meridionales, pero entabló una correspondencia secreta con el soberano portugués con el fin de preparar una invasión de Marruecos. Cuando se descubrió la conjura, fue ejecutado.

En fecha tan tardía como el siglo XIII, gobernantes almohades de Marruecos empleaban a numerosos mercenarios cristianos; algunos de ellos divulgaban sus intenciones antes de salir de la península ibérica e incluso reclutaban a otros para que los acompañaran. Algunos se instalaron con sus familias en el Magreb. Tampoco fueron estos mercenarios, que buscaban obtener beneficios o escapaban de sus enemigos, los únicos que traspasaron la supuesta línea divisoria religiosa; potentados y gobernantes también buscaron la ayuda de sus enemigos de credo para combatir a correligionarios, aun después de la batalla de Las Navas de Tolosa, que unió por un breve periodo a los mandatarios cristianos ibéricos contra los musulmanes. Entre ellos se encontraban Fernando Núñez de Lara, que murió en la corte almohade, y Sancho VII de Navarra, que buscó la colaboración de los almohades para defenderse contra Castilla y Aragón. Algunos nobles desafectos abandonaron la corte de Alfonso X en el año 1272 y pasaron a ser vasallos del soberano de Granada; al parecer esta práctica sirvió para presionar a Alfonso, ya que estos exiliados recuperaron el favor real al año siguiente.

placeholder Nora Berend, catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge.
Nora Berend, catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge.

¿Por qué los demás son relativamente desconocidos aun entre los académicos, y desde luego para el gran público, mientras que el Cid goza de fama internacional? Resulta tentador interpretar este hecho como el resultado de alguna cualidad inherente al propio Rodrigo Díaz. Sin embargo, por mucho que sobresaliera como guerrero, la única semilla histórica de su fama consiste en su éxito contra los almorávides y los motivos que tuvieron sus descendientes tanto para blanquearlo como para idealizarlo. De hecho, en la época medieval hubo algunos otros guerreros que fueron exaltados del mismo modo, con poemas escritos sobre ellos. Pero la fama del Cid es una historia con muchos protagonistas, y no de un solo héroe; y es que los héroes nacen gracias a las acciones de muchas personas. Jimena, los monjes de San Pedro de Cardeña, la corte real, los ciudadanos de Burgos, novelistas, historiadores y políticos; todos participaron en su transformación. En cada reformulación del relato, su historia se cortó por el patrón que imponían las expectativas de la época y las necesidades de quienes lo ensalzaron. Así fue como pudo adoptar tantas apariencias distintas y tener tantas caras, que incluso fueron completamente contradictorias. El hombre al que se celebraba como guerrero y saqueador triunfante era exaltado por la sanguinaria matanza de enemigos en una de sus versiones, mientras que en otra posterior quedaba retratado como un perfecto caballero amante de la paz. La historia de su exilio atrajo, siglos más tarde, a los propios exiliados por razones políticas. La leyenda de la jura de Santa Gadea apelaba a los que quisieron que los poderosos rindieran cuentas ante su pueblo. El Cid podía transformarse en el perfecto patriota o en el héroe multicultural. Podía amoldarse para personificar la identidad nacional española y ser una figura internacional.

Fue un guerrero de éxito en una época en la que la lucha era endémica y la violencia, la victoria militar y el saqueo hacían famosos a los hombres

Cuando pasó a ser leyenda, resultaba cada vez más fácil escoger una parte de la historia, elegir aquellos hechos o elementos del mito que mejor convinieran a los objetivos de la persona o conjunto de personas que quisieran utilizar al Cid. Se transformó en un héroe para todos los que querían un héroe, fácilmente adaptable a infinidad de moldes.

No fue nada de todo lo que aseguraron las generaciones posteriores. Fue un guerrero de éxito en una época en la que la lucha era endémica y la violencia, la victoria militar y el saqueo hacían famosos a los hombres. Esos conflictos no formaban parte del choque de civilizaciones ni tampoco la sociedad se estaba protegiendo de conquistadores asesinos. A decir verdad, si quisiéramos formular el conflicto en términos de civilizaciones, el mundo del islam en aquel tiempo estaba mucho más avanzado y era más tolerante que el de la cristiandad. La guerra en el siglo XI no consistía en una lucha del "bien" contra el "mal", sino que formaba parte de un proceso caótico de conquista y contraconquista, de brutalidad y muerte, que coexistía con otro proceso de aprendizaje. Los europeos recibieron un conocimiento científico más avanzado de los musulmanes, y en España se desarrolló una fructífera hibridación a través de la fertilización cruzada entre múltiples lenguas y culturas.

Sobre la autora y el libro

Nora Berend es catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge. Ha publicado numerosos trabajos sobre historia medieval. El Cid (Crítica) es su primer libro para el lector general y en él analiza desde el punto de vista histórico la figura del guerrero más famoso de las luchas que tuvieron lugar en la península ibérica durante el siglo XI. 

Rodrigo Díaz tuvo una vida muy agitada: líder militar ambicioso, exiliado y mercenario brutal, sirvió a reyes cristianos, pero también luchó contra príncipes de esa misma religión bajo las órdenes de gobernantes musulmanes, lo que no impidió que asaltara y matara a miembros del credo islámico. Finalmente se independizó, forjando un principado independiente.

Nora Berend explora en El Cid  la creación de la leyenda a lo largo de los siglos y desvela quienes participaron activamente en su elaboración: monjes medievales, las mujeres de la familia del Cid, un dramaturgo y un historiador, entre otros.

¿Por qué creamos héroes a partir de alguien como el Cid? Puede parecer evidente por qué un dictador militar se sintió fascinado por semejante figura, sin embargo Franco distaba mucho de ser el único, e incluso aquellos que aborrecían el asesinato y tenían deseos de reconciliación se sintieron atraídos por el Cid. Hoy en día, algunos españoles dicen que Franco mancilló al Cid, y que la izquierda tiene su parte de culpa por permitir que la derecha lo capitalizara. Parte del problema, no obstante, es por qué quienes no creen en la guerra y el asesinato como el más elevado empeño de la humanidad insisten en ver al Cid como un héroe. El éxito militar disfrazado de objetivo providencial fue inicialmente razón suficiente para celebrar a un Rodrigo mitificado. Su transformación prosiguió hasta convertirse en el hombre ideal, fuerte, valiente, invencible, que prefiere la paz a la guerra, pero que combatirá con éxito si se ve obligado a hacerlo, que lucha por valores a los que todos podemos acogernos, por una sociedad más humanitaria. Así nos imaginamos al héroe perfecto. Necesitamos héroes perfectos en nuestra fantasía, y en tiempos de paz y de abundancia seguimos queriendo tener el consuelo de creer que hay gente ahí fuera que se mantiene firme y que defendería la concordia y nuestro modo de vida. En tiempos de desastres desencadenados por la mano del hombre, en medio de la catástrofe económica y la guerra, necesitamos desesperadamente aferrarnos a la esperanza de que el bien acabará imponiéndose al mal. Ponemos nuestra fe en las figuras históricas mitificadas y en los héroes de ficción, como el Cid y el lord Aragorn de Tolkien.

El Cid puede ser remodelado en tolerante figura multicultural con la misma facilidad con que fue transformado en precursor de la guerra santa

El Rodrigo histórico no era ningún franquista, y tampoco era ningún lord Aragorn. Tal y como lo entendemos en su propio contexto, con las circunstancias y las razones de su transformación, se hace patente que el peligro radica en nuestra comodidad ilusoria: los lord Aragorn no transitan esta tierra, pero los Franco sí. Cuando convertimos en héroes a figuras históricas, las líneas entre la realidad y nuestros sueños se difuminan, pero la primera, por muy oculta que permanezca, tiene un legado que alcanza mucho más lejos. La fama del Cid se basa en última instancia en la glorificación del asesinato; esto siempre se puede reivindicar como el punto de partida de la adoración por parte de los nuevos públicos.

En su artículo de 2010 In Search of the Eternal Nation (en busca de la nación eterna), Simon Barton escribió: "Es cierto, la figura del Cid sigue proporcionando trabajo retribuido a numerosos académicos y es objeto de tropecientas publicaciones y conferencias, además de dibujos animados infantiles e incluso una canción de rock, pero los políticos y los intelectuales han dejado de invocarlo como un modelo a seguir e imitar para los españoles del siglo XXI [...]. ¿Quién está en disposición de afirmar que en algún momento del futuro, en la renovada búsqueda de la cohesión social o la solidaridad nacional, la memoria colectiva del Cid y la Reconquista, tan encarecida y apasionadamente articulada por Menéndez Pidal, no será desempolvada por sus compatriotas españoles para obligarla a ponerse a su servicio?".

Las palabras de Barton resultaron ser escalofriantemente proféticas, pero en 2010 nadie podía imaginar la velocidad a la que se harían realidad con el nuevo auge de la derecha política. El Cid puede ser remodelado para convertirlo en una tolerante figura multicultural con la misma facilidad con la que fue transformado en un precursor de la sangrienta guerra santa. Su historia se presta a esa apropiación a través de la selección discriminada de episodios e interpretaciones distorsionadas. Pero deberíamos recelar incluso de la reconfiguración multicultural más bienintencionada. Podemos construir nuestra propia sociedad en la que vivir y dejar vivir; ¿acaso es necesario justificarlo mediante el uso de personajes históricos distorsionados? Y es que el Rodrigo histórico no encaja en este molde; en realidad, no encaja en ninguno de los moldes actuales. No luchó por la fe y no era tolerante. Tenemos que comprenderlo en el contexto de su propia época, donde era aceptable tanto matar en nombre de la religión como saquear y combatir a otros sin importar su credo. También era posible aliarse con quienes tenían otra fe, pero eso no era multiculturalismo, sino que obedecía a los dictados oportunistas de una sociedad guerrera.

En la época del Cid era aceptable tanto matar en nombre de la religión como saquear y combatir a otros sin importar su credo

Por supuesto, los héroes épicos literarios nunca son retratos realistas de personas de carne y hueso, su función es la de entretener o reforzar la solidaridad de una sociedad. Ninguna de estas cosas depende de la historicidad ni del reflejo verosímil de una realidad. Pero el problema es que los públicos empiezan a mezclar la imagen literaria con la verdad. Ramón Menéndez Pidal es un ejemplo excelente: a pesar de su erudición, a pesar de su profesión, también él se dejó llevar por el encanto de la ficción literaria. Por eso, los héroes puramente ficticios nos prestan un mejor servicio. Se nos da mejor crear personajes de fantasía que encarnen la perfección que engañarnos a nosotros mismos para creer que podemos encontrarlos en la vida real.

¿Habría gozado Rodrigo Díaz de semejante atención póstuma? Desde luego anhelaba la fama y la inmortalidad, igual que todos los guerreros de su época y posición. Pero le habría divertido verse convertido en el centro de tanta atención, con tantos envoltorios distintos. No queda nada de la Valencia del Cid, ni siquiera el Turia. Quienes la visitan hoy en día pueden pasear por un parque en el antiguo cauce del río. También pueden subirse al metro para ir a la playa; allí ya no queda muralla fortificada, solo palmeras, cafeterías y restaurantes en primera línea. El aire está lleno del pacífico rumor del mar. No podemos resucitar el pasado; si tratamos de hacerlo, es por nuestra cuenta y riesgo.

¿Qué término sintetizaría más acertadamente las características esenciales del Rodrigo Díaz histórico, más conocido para la posteridad como el Cid? Tras las primeras obras históricas, y especialmente la investigación que llevó a cabo Reinhart Dozy en el siglo XIX, que lo despojó de su fama legendaria, se le etiquetó de "mercenario" como contrapunto a la idea del legendario héroe cristiano. Esta designación incidía en sus servicios, retribuidos, para los reyes musulmanes de Zaragoza, porque era precisamente esta faceta del Rodrigo histórico la que quedó primeramente borrada y distorsionada por otras leyendas posteriores, que lo convirtieron en un héroe inmaculado. Para Dozy, el sentido de esta terminología era señalar que el Cid estaba luchando sin fe ni ley, tanto para los musulmanes como para los cristianos. La airada crítica de Menéndez Pidal a la palabra "mercenario", que según él subestimaba y envilecía al Cid, incluía las afirmaciones de que el Cid no cambiaba de señor, que, a diferencia de los mercenarios, permanecía leal al rey Alfonso y que tenía su patria en Castilla. No obstante, las aseveraciones de Menéndez Pidal no se sostenían frente a un análisis textual riguroso.

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