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Vargas Llosa: el peruano que me defendió de la Inquisición española
Mi libro 'Todas putas' estuvo a punto de ser prohibido mediante sesión del Parlamento Europeo, promovida por izquierda (PSOE) y derecha (CIU). Hasta que Vargas Llosa ridiculizó en público a mis censores, estos no desistieron en su acoso y derribo
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"Mi hija se va a casar con un joven de familia arequipeña que parece ser pariente lejano nuestro. Con el antecedente de Patricia y mío, no sé yo qué va a salir de ahí: ¡nacerán lagartijas, JA JA JA!"
La insólita broma de Mario y su risa estentórea afloran en el restaurante limeño La Rosa Náutica, donde me ha invitado a comer para conocernos en persona. Nos acompaña en el ágape su amigo el escritor Alonso Cueto, quien durante unos segundos no sabe qué cara poner. Yo río, porque con ese sentido del humor, sé que Vargas Llosa y yo nos llevaremos bien.
De Nobel a novel
Es un soleado día de agosto del 2005, quinto o sexto de mi primera estancia en el Perú, adonde he ido a casarme por lo religioso con Melina, mi mujer, para contentar a sus padres, residentes en la Amazonía. El restaurante es muy bonito, si bien su carta no destaca entre las sublimes posibilidades gastronómicas que ofrece Lima (eso lo descubriré después). Pero su ubicación junto a un espigón de la Costa Verde y sus pabellones náuticos de listones de madera (una construcción de 1983 gastada por la humedad y el salitre que, antes de su reciente restauración, parecía retener el encanto de un siglo anterior) lo convierten en un enclave de exotismo edénico, con todo su atrezo falsamente colonial pero convincente para un palurdo recién llegado de España.
En esos tiempos aún no había leído a Vargas Llosa y mi exploración del boom latinoamericano era casi inexistente: veinteañero me fascinaba el reto inasible, irreplicable de Cortázar, en su Rayuela y en cuentos como Las babas del diablo; pero a mis 33 ya llevaba tres intentonas con Cien años de soledad y el invariable saldo era la renuncia inevitable de mis ojos a la tercera página, con la sensación de incomodidad engorrosa que uno sufre cuando es viuda de buen ver y lo asalta un desconocido a la puerta de su piso para intentar venderle un electrodoméstico; a Carlos Fuentes ni lo caté, porque siempre me pareció un tipo desagradable y arrogante en sus entrevistas televisivas, con su talante de caporal disfrazado de señorito comprensivo con la plebe; a Bryce Echenique decidí no concederle ni una oportunidad tras leerle un artículo muy malo en la prensa peruana… para descubrir lustros más tarde que el artículo que firmaba no era suyo; y el pájaro obsceno de Donoso no había caído todavía en mis manos. Lo mío eran Hammett, Chandler, Cain, Williams, McGivern, Thompson, Fleming, Spillane. Y, por ende, Madrid, Martín, Bartlett, Montalbán cuando se ceñía a Carvalho… ¡Qué le vamos a hacer!
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Meses antes, Mario me había enviado autografiado El paraíso en la otra esquina, pero tampoco pude acabarlo. Para más inri, yo no podía ver ni en pintura a Sartre, su gran ascendiente intelectual, y que para mí no era sino un feo dispuesto a defender lo que fuera con tal de hacerse el interesante para pescar mujeres. De hecho, hacía poco, durante una visita al parisino cementerio Montparnasse, me había cruzado sorpresivamente con su tumba: mi reacción reflejo fue escupirla. Luego, para mi bochorno, vi que bajo el lapo yacía también su pareja, así que a ella le ofrecí mis disculpas y seguí camino para rendirme a los pies de la sepultura de Maurice Leblanc, el verdadero incentivo de mi excursión funeraria.
En días posteriores a ese primer encuentro con Mario, leí su segunda novela, La casa verde, y ahí sí, ahí se me cayeron los huevos al suelo. Ni me agaché a recogerlos, se me hubieran vuelto a caer: otra arquitectura deslumbrante, inasible, como la cortazariana. A su lado, yo era un neandertal.
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Pero el motivo de que me hubiera invitado a comer ese primer día no estribaba ni en mi admiración por su obra ni, supongo, en su aprecio por la mía. Simplemente, dos años antes me había defendido de un linchamiento mediático en España y comprendía que yo era un autor honesto. Y respondió a esa intuición con una calurosa acogida en su país natal.
Porque creo, de manera fehaciente, que él era un autor especialmente honesto. Nunca entendí su obsesión por intervenir en los asuntos públicos ni su interés en la política, mi modelo de autor era el que se limitaba a escribir. Pero claro, si él no hubiera intervenido en mi caso concreto, probablemente yo ya no existiría en el ámbito literario y hasta puede que en ninguno. Gracias a esa honestidad, me salvó el pellejo en el ruedo cultural.
Travesuras del niño malo
Rebobinemos: en abril de 2003, lanzo en Ediciones El Cobre mi primer libro de ficción, el volumen de cuentos Todas putas. Se suceden reseñas simpáticas en medios variados como La Guía del Ocio, Mondo Sonoro o Primera Línea, hasta que en La Vanguardia descubren que mi editora, Miriam Tey, es también directora del Instituto de la Mujer, nombrada por algún cargo del Partido Popular, y ahí se arma la de aquí es Troya: publicitan que una de mis historias, la única preexistente al proyecto de libro y la que convenció a Miriam de encargarme todas las demás, consiste en una sátira social con un protagonista narrador que se jacta de ser violador. Las voces más moralistas de la prensa y la literatura españolas se me lanzan a la yugular, aprovechándose de que yo no soy nadie… Bueno, ya contaba con mis tempranos premios como guionista de cómics, pero en ese entonces, guionizar cómics era, en efecto, ser nadie.
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La prensa se enzarza en un aluvión de insultos y vapuleos hacia mi persona: un psicólogo opina desde un diario que no hay ningún mérito literario en Todas putas que redima lo repulsivo de su contenido, característica que vista en frío me llena de orgullo: pero claro, él la exponía como argumento favorable a mi linchamiento mediático; una vividora de la tele sensacionalista afirma sin conocerme que lo peor de ese libro es su autor (obviamente: lo peor de cualquier libro que merezca la pena es su autor); una escritora de moda señala que «Migoya viene de Ponferrada, ese sitio donde el alcalde acosa a sus concejalas», aportando al cargamontón un inesperado determinismo pseudolombrosiano, al achacar mi presunta zafiedad a mi lugar de origen (qué culpa tendrá Ponferrada, chica) para, un año después, intentar ligar conmigo en un sarao de Sant Jordi: de golpe y porrazo, durante ese juergón me asegura que ella nunca escribió mal de mí, que cómo iba a criticar al traductor de Peter Bagge, y que tomara su tarjeta y la llamara para salir una noche juntos. (Nunca la llamé… y no fue una decisión difícil de tomar). Por su parte, una anciana superviviente de la gauche divine oye campanas, se cree que el libro es una crónica de no ficción, y exige desde uno de sus artículos que yo vaya a la cárcel como iría mi personaje. En los años siguientes, jamás me presentó sus disculpas ni se desdijo, por más que creo que su carrera como gestora cultural y su moral personal resultaron, finalmente, bastante más cuestionables que las mías. Pero ella era de buena clase social y un icono del buen rollo contestatario. Y así pasará a la historia.
Y desde su trinchera a sueldo, un escritor lacayo del conglomerado informativo que lo emplea, seguramente azuzado por su devota militancia corporativista, me ametralló con dos columnas, con apenas unos días de separación, aseverando en ellas que entre un apologeta del nazismo y yo no había ninguna diferencia. Incluso se ofreció voluntario a oírselas conmigo en un debate radiofónico, mano a mano en directo: rechacé su propuesta. Adoro la peliculina, me encanta la frivolité y soy más figureti que nadie… pero sentía que era absurdo rebajarme a defender mi libro, cualquier libro de ficción, desde un enfoque moral. ¿Qué importaba si Todas putas era inmoral o no? ¡Era un libro de cuentos! Me parecía denigrante tener que humillar mi inteligencia solo para salir en los medios. Así que cerré el tenderete público y me negué a asomar la jeta en la prensa, preocupado sobre todo por la tranquilidad emocional de mi madre.
Sin embargo, ese imparable zafarrancho de improperios y mentiras cesó casi por completo a partir del domingo 8 de junio. Esa mañana, algún amigo me llamó a mi madriguera barcelonesa y me rogó que comprara El País. Así lo hice y me senté a leerlo en un banco del Paseo San Juan con Travessera de Gràcia. Dentro incluía un texto de Mario Vargas Llosa consagrado a mi caso en su sección Piedra de toque, en el que el escritor defendía la necesidad de diferenciar entre ficción y realidad. De otro modo, decía, «los tres astros del cine español, Buñuel, Berlanga y Almodóvar, hubieran tenido que ser condenados a cadena perpetua por propagar "la violencia doméstica" y no sé cuántos horrores más».
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En su artículo, Mario no dejaba títere con cabeza y sí en evidencia y pelota picada a mis acosadores, movidos según él «por oportunismo, hipocresía o simple ignorancia» y bajo cuyo proceder acechaba «un miedo pánico a la libertad».
Nada más leer sus palabras me eché a llorar como un niño, aliviado de que alguien, por fin, me entendiera. Y a partir de ese tirón de orejas, la actitud rastrera de mis «colegas» hostigadores cambió por completo: dejaron de atacarme… o al menos desde ese día me atacaron más por lo bajini y bajo la supuesta premisa de que no lo hacían con ánimo inquisidor, sino porque el libro era muy malo y no merecía esa polémica (que ellos habían sido los primeros en avivar); y más bien se concentraron ahora en defenderse, pues, como buenos progresistas de salón en su mayor parte, no podían permitir que se les tildara de lo que en realidad eran, es decir, exactamente lo contrario a lo que fingían encarnar: unos reaccionarios censores, ya no de salón, sino como un templo.
Agente de mi propia agencia
De ahí en adelante muchos medios silenciaron mis siguientes trabajos publicados y en las ferias españolas empezó la política de hielo: periodistas antes cordiales me negaban el saludo y varios autores, directamente, me ofrecían la espalda, por más que compartiéramos amigos comunes. Durante la gala de un premio literario en Madrid ocultaron la existencia de mi libro maldito en la bibliografía oficial, después de relegarme a la última fila nada más conocerse el nombre real tras el pseudónimo de tan indeseable finalista.
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Todo resultaba muy frustrante. Me confirió algo de valor la lealtad de Miriam Tey, quien jamás me vendió y que supo reírse de nuestra lapidación pese a las injustas consecuencias que el escándalo conllevara también para ella. Otro golpe de autoconfianza me lo proporcionó el hecho de que la agencia literaria Balcells, sin comerlo ni beberlo, me quisiera enrolar en su escudería de escritores. Pude hablar en varias ocasiones con Carmen Balcells y su simpatía para conmigo fue irreprochable en todas ellas. Cada vez que acudía a sus oficinas en la Diagonal, contemplaba fascinado el panteón de fotografías en blanco y negro —casi todas obra de Luis Miguel, el afectuoso hijo de Carmen— que atiborraban las altas paredes del vestíbulo y donde se alineaban docenas de nombres ilustres representados por la agencia. Y pensaba: ¿por qué les interesará representarme, si yo solo escribo historias de sexo y violencia? Lo mío no era alta literatura.
Ni siquiera cuando con los años deduje que no sabían qué hacer con mi obra llegué a sospechar la verdad. En una década aproximada de representación, apenas lograron cerrar un solo negocio que me concerniera: la venta de derechos de mi primer libro a Corea del Sur. Todos los demás tratos para mis siguientes novelas y cuentos los cerraría yo mismo, llamando personalmente a las puertas de la casa editorial de turno —fui deambulando como autor por varias— para, acto seguido, cederles a mis agentes la redacción de los contratos, pues me daba apuro que en el desempeño de su labor no me consiguieran jamás ningún editor ni encargo. Yo les conseguía los contratos a ellos y ellos los gestionaban, como si yo fuera su mandado, así podían llevarse su porcentaje: es mi mentalidad sumisa y servil de clase trabajadora. Con una de mis últimas novelas llegamos a un callejón sin salida: tras su lectura, la mirada de incomprensión de mi interlocutor en Balcells fue tan patente que yo mismo me apiadé y ofrecí benévolo romper nuestra asociación. No pusieron ninguna pega, pero siempre les estuve y estaré agradecido.
Solo muy recientemente caí en la cuenta de que nunca estuvieron interesados en mí ni en mi obra. De repente, comprendí que lo más probable es que Vargas Llosa le hubiera pedido a Carmen que me representaran, imagino que como favor personal, justo después del affaire Todas putas.
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Él jamás me mencionó la cuestión ni insinuó que así fuera, pero es la única explicación posible.
Un hombre que escucha
Así que, dos años después de aquella indignada deflagración causada por mi debut literario, me hallaba casualmente en Perú por cuestiones estrictas de mi vida sentimental y comiendo con Mario, la mayor eminencia viva de las letras hispanas. Seguro que en nuestra conversación metí la pata un par de veces mínimo (siempre me sucede con las estrellas del mundo cultural; siempre se me escapa, por mor de la naturalidad, algún comentario arrabalero o inapropiado), pero esa tarde con Mario no debí de hacerlo tan mal porque, al cabo de pocos días, Fiorella, su eficiente exsecretaria, me escribió para convocarme a mí y a mi mujer a una velada en casa de los Vargas Llosa.
Fue una noche inolvidable. Nos recibieron ellos solos en la sala de estar de su doble apartamento en el distrito de Barranco. Allí nos mostraron la biblioteca de Mario (literalmente la biblioteca era de SU autoría: juraría que todos los libros de los estantes los integraban las diferentes, infinitas ediciones de sus obras) y a continuación tomamos un vino y un piscolabis mientras él me interrogaba sobre mis experiencias en Barcelona, en el sector literario, en el mundo del cómic, y también acerca de mis vivencias charnegas. Tiempo atrás le había enviado como obsequio una de mis novelas gráficas (digo «mis», pero la autoría real siempre la comparto con algún dibujante, pues yo únicamente me ocupo de los guiones) y, para mi sorpresa, me confesó haberla leído y que no solo le había encantado, sino que se sentía absolutamente incapaz de ponerse en mi lugar para guionizar con desenvoltura en ese medio. Me impresionó la claridad con que manejaba el concepto de guionista de cómics y, a la vez, la certeza con que manifestaba su impotencia y asumía su impericia para elaborar un guion historietístico, pues en la mecánica creativa y técnica no lo veo un proceso tan distinto del de la literatura o el guion cinematográfico. Yo le reconocí que a mí me pasaba lo mismo con el teatro.
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Melina quedó asimismo fascinada por Mario y Patricia. Esta última fue especialmente amable, una anfitriona dulce e impecable, hasta el punto de que siempre he sentido en ella una aliada. En cuanto a Mario, me sorprendió con qué atención escuchaba lo que yo le contaba. No percibí para nada ese talante seco y envarado que a veces le achacan: al contrario, conmigo siempre se comportó con afabilidad y humor bonachón.
Ya de regreso a España, al año siguiente volví a encontrarme con Mario en su piso de Madrid. El escritor Toni Iturbe, en aquellos días redactor jefe de la revista Qué Leer, me había encargado entrevistarle por el lanzamiento de Travesuras de la niña mala. Para entonces había leído ya varias novelas suyas y, si bien esta última no me enamoró, la consideré una atractiva fábula que parecía creada para ser declamada: en verdad, siempre me ha funcionado más como relato oral. La nueva obra también me dio pie a una hipótesis que expuse esa tarde al autor. Pues esa chica traviesa y malintencionada que hace la vida imposible al enamorado narrador, que lo manipula hasta llevarlo por el camino de la amargura y de Tokio, donde la retendrá secuestrada un desalmado yakuza, planteaba una metáfora meridiana: el narrador era el propio Mario, la chica mala era el Perú, ese Perú que él siempre amó con locura pero que nunca se dejó querer por él, y su raptor nipón se me antojaba el mismísimo Alberto Fujimori, el archienemigo político de Mario. El arequipeño quedó pasmado con mi cábala y no pudo sino darme la razón. Por su reacción atónita, parecía no haber caído antes en ello.
Separaciones y reencuentros
En 2013 me separé definitivamente y, mientras mi ex permanecía en la segura Europa, yo decidí mudarme a Lima, harto del derrotero que estaba tomando la creación de cómics y en general la producción cultural española, ya subvencionada en gran medida y controlada por la injerencia intolerable y las políticas condicionantes del Estado con su agenda de prioridades temáticas. Entre la presión de los grandes sellos literarios que te imponen un estilo «comedido», «sobrio», «sencillo» y sometido al sentido burgués del buen gusto, sumado al ojo vigilante de los políticos y su inoculación constante de un sesgo moral, aquella coyuntura me parecía insoportable. Básicamente, me fui para poder seguir escribiendo en libertad.
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Al año siguiente de instalarme en Lima vi a Mario por última vez. Fue durante la inauguración de la sede peruana de la editorial Penguin Random House. Ya entonces lo encontré un poco avejentado. Pudimos intercambiar cálidas impresiones y Patricia se mostró muy intrigada y muy entusiasta ante mi determinación de hacerme vecino limeño y ciudadano peruano. Les volví a agradecer todo lo que habían hecho por mí.
Continué manteniendo con ambos una relación esporádica de índole epistolar y también enviándoles a Madrid cada nueva obra de mi autoría. Los dos respondían siempre con buen humor y cariño, incluso en la época en que estuvieron separados. Él disfrutaba en grado sumo cuando le relataba alguna de mis tragicómicas peripecias con la burocracia local o como víctima de las «criolladas» (léase estafas) que me infligían con asiduidad algunos pícaros editores. Por más inusitada y estrambótica que fuera mi desventura (y en estos doce años me han pasado singularidades dignas de ¡Esto es increíble!), nunca se sorprendía de nada, todo le parecía de un crudo realismo nacional muy previsible. Gracias también a su rauda y generosa mediación, en un tris logré encarrilar una adaptación a novela gráfica de La ciudad y los perros que, lamentablemente, Mario ya no podrá ver consumada.
Un escritor íntegro
Todo el mundo conoce la estatura literaria de Mario Vargas Llosa, por lo que el objeto de este texto no ha sido otro que dimensionar su estatura moral. Siempre me ha dejado perplejo que gran parte de los opinadores españoles y peruanos se sientan en la obligación de excusar la ideología liberal del autor, pero no hagan otro tanto con el cinismo de García Márquez, quien fue amigo impune de un dictador más impune todavía: es más, se iba con él de cachondeo y farra mientras la población cubana luchaba por subsistir en medio de grandes carestías, habiendo de soportar terror, represión y encarcelamiento por el solo hecho de opinar o de amar distinto. Usa la palabra «pueblo» y te permitirán los mayores abusos criminales sin dejar de reputarte héroe popular.
Su mito nunca morirá en el Perú, tanto por el calado de sus obras como porque las personas que le odian jamás podrán dejar de hablar de él
Sí creo que Vargas Llosa se equivocó en sus últimos años al forzarse a escoger bando entre la corrupción castillista y la corrupción fujimorista. Y que, en la plenitud de sus facultades, hoy hubiera sabido distinguir la deriva gansteril y antidemócrata del gobierno actual. Pero ello no justifica el odio cerril que a menudo genera su nombre, el del ciudadano que mayor gloria, reconocimiento y difusión internacionales ha traído para las letras peruanas. Y un referente identitario hasta para quienes no lo aguantan. De hecho, estoy convencido de que su mito nunca morirá en el Perú, tanto debido al calado de sus obras como porque las numerosas personas que le odian jamás podrán dejar de hablar de él. ¡Les resulta imposible!
Sus odiadores lo harán inmortal.
Por mi parte, solo puedo proclamarlo sin ambages: hace casi veintidós años, Mario Vargas Llosa defendió la libertad de creación en España a pecho descubierto, cuando nada le costaba ponerse del lado de los verdugos y las hienas. Y cuando tantos que se llenan la boca de palabras bonitas para dárselas de sensibles y posicionarse de tolerantes se portaron como sabandijas. Él no fue mi único paladín: recibí el decidido apoyo de escritores como Eloy Fernández Porta, Elvira Lindo, Fernando Iwasaki (mira, también peruano), Llucia Ramis, y un considerable etcétera… Así como Robert Juan-Cantavella, el mentado Toni Iturbe o Sergio Vila-Sanjuán me facilitaron trabajo periodístico en épocas de vacas flacas y sabuesos feroces.
Creo no traicionar a Mario (creo que nunca lo he traicionado, ni a él ni a Patricia) si pongo punto final a mi elegía con la transcripción de uno de sus mensajes privados más nobles, el del correo electrónico que me envió tras contarle algo quejica de mis adversidades y desaires continuos en el ámbito editorial español, recién mudado a Lima a finales de 2013, muy fatigado del vacío al que se me había condenado una década antes.
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Qué mejor manera de homenajearle, agradecerle y desearle buen viaje que con sus propias palabras, tan estimulantes y desprendidas, y que expresan con transparencia la persona que fue:
«Querido Hernán,
He leído tu carta con tristeza e indignación, pero no con sorpresa. Conozco el mundillo literario y sé la mezquindad, la mediocridad, las envidias y pequeñas vilezas que suelen proliferar en él. Lo importante es no darse por vencido y seguir trabajando con convicción en lo que uno cree. Si la obra tiene valor, terminará por imponerse en contra de todos los prejuicios y obstáculos. El hecho de que te atrevieras a romper muchos tabúes desde tus primeros libros te ha creado una cierta hostilidad pero, a la corta o a la larga, eso puede revolverse como un guante, y convertirse en una credencial. Ojalá en Lima encuentres un espacio más estimulante y amistoso. Nosotros estaremos llegando allá a comienzos de diciembre para pasar una temporada más o menos larga, y ahí tendremos ocasión de charlar. Entretanto, ánimo y mucho trabajo, que suele ser el mejor antídoto contra la desmoralización.
Un fuerte abrazo,
Mario».
"Mi hija se va a casar con un joven de familia arequipeña que parece ser pariente lejano nuestro. Con el antecedente de Patricia y mío, no sé yo qué va a salir de ahí: ¡nacerán lagartijas, JA JA JA!"