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Los santos mártires españoles de Damasco: historia del atroz genocidio cristiano de 1860
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HISTORIA

Los santos mártires españoles de Damasco: historia del atroz genocidio cristiano de 1860

El Papa Francisco canonizó en octubre a los siete franciscanos asesinados durante los Sucesos de Damasco. Ahora, el historiador Eugene Rogan publica las claves de esos siete días de muerte, violaciones y horror

Foto: Imagen del barrio cristiano de Damasco reducido a ruinas tras los ataques registrados en 1860. (Wikipedia)
Imagen del barrio cristiano de Damasco reducido a ruinas tras los ataques registrados en 1860. (Wikipedia)

La primera noche de los Sucesos de Damasco, la violenta turba atacó el monasterio franciscano de Tierra Santa en el barrio de Bab Tuma. Manuel Ruiz, superior de la orden, había rehusado salir escoltado con los guardias argelinos del emir Abd al-Qadir, enviados por el cónsul francés para rescatarlos. Junto a otros siete franciscanos –todos españoles menos uno– , tres hermanos de la iglesia maronita, además de un cristiano laico, decidieron quedarse, creyéndose protegidos por las sólidas puertas que daban acceso a la iglesia y al claustro, unos imponentes portones cubiertos por grandes láminas de hierro.

Pero la muchedumbre siguió aporreando la entrada durante toda la noche con la perspectiva del rico botín de la excelsa decoración de la iglesia católica. En un momento de la angustiosa noche, los franciscanos bajaron a la capilla para comulgar, para recibir la extremaunción y también para proteger el sagrario y evitar que lo profanara la turba sedienta de sangre, según el testimonio del cristiano laico Mitri Qara, que se había refugiado allí con los frailes.

Es dudoso como llegó a entrar la enfurecida turba en el monasterio. Según la versión del historiador Eugene Rogan, la puerta finalmente cedió, mientras que para Fray Fadi Azar, párroco del Convento del Sagrado Corazón de Jesús en Latakia (Siria), se debió a la traición de un judío "servidor de los franciscanos y beneficiado por ellos", que señaló una pequeña puerta detrás del convento. Eso es al menos lo que Fadi Azar señaló a la revista Tierra Santa.

El ataque al monasterio franciscano era sin embargo tan sólo una diminuta escena de lo que sucedía en un cuadro enorme, como lo era el barrio cristiano de Damasco, que ardió hasta los cimientos con las calles sembradas de miles de cadáveres, durante siete días de auténtica pesadilla, entre el 9 y el 15 de julio de 1860, en los que los musulmanes, con la ayuda de milicias drusas y la connivencia de las propias fuerzas del orden del imperio otomano, se dedicaron al pillaje y la barbarie. Alrededor de 5.000 cristianos serían asesinados según las cifras menos alarmistas y unas 1.500 casas destruidas, una violencia extrema con la idea clara de exterminar por completo a la comunidad cristiana, como demostraban además los incontables casos de secuestros de niños y violaciones a mujeres e hijas de los cristianos, que tenían el objeto de reeducar en la fe musulmana a los primeros y de que fueran repudias por su comunidad las segundas.

El detonante de la matanza

El detonante en Damasco se había producido cuando unos alborotadores musulmanes, hartos de lo que consideraban un intolerable privilegio cristiano, dibujaron cientos de cruces en los adoquines en el barrio de esa comunidad, obligándoles a pisar su símbolo sagrado. Las airadas protestas ante el gobernador turco de los ricos comerciantes cristianos resultaron en que los considerados culpables fueron encadenados en fila y obligados a barrer las calles por orden del gobernador turco Ahmad Pachá. Un castigo humillante que sólo podía pensarse casi como un acicate para encender aún más los ánimos y el odio de los musulmanes. Fue entonces cuando se desató la locura sanguinaria que acabó en un genocidio cristiano y abocó a toda la ciudad al caos ante la pasividad de los otomanos.

Eugene Rogan relata en Los sucesos de Damasco (Crítica), la temible situación que se produce cuando se percibe que una minoría recibe privilegios y prebendas en detrimento de una mayoría sometida y humillada, –sea o no cierto– y cuando las autoridades exacerban el odio, por una mezcla de ineptitud y connivencia con la turba ¿Hay algo más terrorífico que el linchamiento de una masa enfurecida? Por increíble que parezca es lo que ocurrió en Damasco, una de las ciudades emblemáticas del imperio otomano, en donde, según explica Rogan, el abuso de la minoría cristiana era real, al calor de las potencias europeas, cada vez más encima del decadente imperio otomano en su propio territorio.

placeholder Cubierta de 'Los sucesos de Damasco', de Eugene Rogan, profesor de Historia Moderna de Oriente Medio en la Universidad de Oxford.
Cubierta de 'Los sucesos de Damasco', de Eugene Rogan, profesor de Historia Moderna de Oriente Medio en la Universidad de Oxford.

El conflicto en la ciudad venía precedido de un conflicto entre la comunidad drusa y maronita en el Líbano: los drusos, de origen egipcio, representaban una minoría religiosa surgida como una secta durante el califato fatimí y se habían asentado en la zona en el siglo XI, casi al mismo tiempo que los maronitas; cristianos ortodoxos de Bizancio, declarados cismáticos por diferencias doctrinales y que habían abrazado el catolicismo y la autoridad del papa durante las cruzadas, aunque mantuvieran algunos de sus ritos ortodoxos. La larga serie de disputas y agravios habían desembocado tan sólo un mes antes en varias matanzas drusas contra los cristianos. La mecha que prendió en Damasco tenía sin embargo su propia pólvora.

¿Cómo era posible que en una ciudad otomana una minoría cristiana hubiera dado la vuelta a la pirámide jerárquica social? En Damasco y Monte Líbano, las comunidades musulmana, cristiana y judía, habían convivido durante siglos bajo ese concepto de multiculturalidad, muy a menudo mal entendido: ciertamente existían esas diferentes culturas, pero al igual que ocho siglos antes en Al-Andalus, bajo unas premisas muy claras:

"Los musulmanes de Damasco respetaban plenamente a las personas y las propiedades de los habitantes cristianos y judíos de la ciudad, como establecían las normas islámicas. Musulmanes, cristianos y judíos vivían en los mismos barrios, sus tiendas se entremezclaban en los mercados y miembros de las distintas comunidades religiosas trabajaban juntos en sus profesiones. Sin embargo, la mayoría musulmana sometía a las comunidades minoritarias a estrictos códigos de conducta y vestimenta que confirmaban a los cristianos y judíos como sujetos protegidos, pero de segunda clase", señala Eugene Rogan en su libro Los sucesos de Damasco.

placeholder 'Abdelkader El Djezairi salvando a cristianos durante la lucha druso-cristiana de 1860', de Jan-Baptist Huysmans. (Wikipedia)
'Abdelkader El Djezairi salvando a cristianos durante la lucha druso-cristiana de 1860', de Jan-Baptist Huysmans. (Wikipedia)

Ese statu quo fue el que se empezó a resquebrajar a mediados del siglo XIX. Primero con la invasión egipcia de Monte Líbano y Damasco en 1831, que alteró para siempre el panorama socio cultural de ambos lugares y después, cuando fue recuperado por los otomanos en 1840, con la nueva política del Tanzimat –Reorganización en turco–, diseñada para contentar a las potencias europeas. A diferencia de la Sublime Puerta, Egipto había permitido que se crearan consulados del viejo continente, que se establecieron en Damasco con la idea de sacar provecho del comercio damascense. Estos acogieron inmediatamente bajo su protección a los cristianos, creando de facto algunas diferencias notables con los musulmanes.

Cuando los otomanos recuperaron Damasco y el Líbano a los egipcios, lo hicieron dependiendo de la buena voluntad de Europa, porque creían que para asegurarse su territorio y su soberanía frente a la amenaza egipcia, necesitaban demostrar a las potencias europeas que eran capaces de adherirse a sus normas de gobernación.

"Esto desembocó por ejemplo en el derecho de extraterritorialidad que permitía a los extranjeros que cometían delitos ser juzgados no por las autoridades otomanas, sino por las de los consulados a los que pertenecían. ¿Quienes gozaban de esa protección? no sólo los extranjeros y ni tan siquiera los diplomáticos y los empleados de los consulados como los ‘dragoman’ –traductores–, que cada vez eran más, sino los propios comerciantes cristianos, ya que la mayoría de las firmas europeas de comercio mantenían sus oficinas en Beirut y recurrían a agentes locales para promover sus intereses en Damasco: "De este modo, los cristianos locales, y en menor medida los judíos, al ser intermediarios eran los principales beneficiarios de la expansión del comercio europeo en Damasco, ya que, además de asegurarse comisiones por la mayor parte de las mercancías europeas que inundaban los mercados damascenos, muchos de los que trabajaban para las firmas comerciales de Europa también conseguían protección jurídica europea", se lee en Los sucesos de Damasco, el libro de Eugene Rogan.

La comunidad cristiana gozaba de notables ventajas gracias al 'Berat'

La injerencia de Francia, Gran Bretaña o Rusia en el imperio otomano era de tal magnitud que tan sólo seis años antes "una disputa relativamente trivial entre distintas confesiones cristianas por los privilegios en los lugares santos de Palestina había desembocado en la Guerra de Crimea". Bajo esa premisas y con la amenaza constante de intervención europea, las autoridades turcas pusieron en marcha el Tanzimat y aplicaron leyes como las de igualdad entre musulmanes y no musulmanes.

Eugene Rogan centra parte de su relato por ejemplo en los papeles del cónsul de EEUU en Damasco, Mijaíl Mishaqa, que además de representar un crónica extraordinariamente vívida de la matanza, ejemplifica en gran parte la situación que se vivía. Mishaqa no era estaodunidense de nacimiento, de hecho en 1860 EEUU era aún un pequeño país sin capacidad para disponer de un cuerpo diplomático tan extenso.

"El hombre más culto de Damasco", tal y como lo califica Rogan, había nacido en un pueblo humilde del Líbano en el seno de una familia greco-católica y se había convertido en uno de los notables cristianos más destacados de Damasco, pero como representante de los EEUU disponía sobre todo del Berat: una licencia del gobierno otomano que les eximía de varios impuestos, que les reconocía como protegidos y por tanto con derecho a ventajosos aranceles además del estatuto jurídico extraterritorial. Y el Berat se había ido extendiendo desde los consulados a la comunidad cristiana, que gozaba de ventajas notables. La situación sólo podía generar resentimiento, incluso entre los propios funcionarios otomanos que debían aplicar el giro del Tanzimat y hacer cumplir la ley y el orden.

placeholder La Plaza de San Pedro, durante la ceremonia de canonización el pasado 20 de octubre de los siete franscicanos españoles asesinados en Damasco en 1860. (Europa Press)
La Plaza de San Pedro, durante la ceremonia de canonización el pasado 20 de octubre de los siete franscicanos españoles asesinados en Damasco en 1860. (Europa Press)

Cuando los encadenados musulmanes desfilaron barriendo las calles, la locura se desató y todos los odios sobre la comunidad cristiana –sobre sus privilegios y sobre su propia existencia– se plasmaron en una idea de genocidio. El primer día la masa se abalanzó sobre Bab Tuma, el barrio cristiano, asesinando a todos los que encontraban a su paso en un linchamiento descomunal. Entraron en la casa de Mishaka, que recibió un hachazo en la cabeza, un garrotazo que le dejó ciego de un ojo y varios tajos de espada: tuvo suerte porque consiguió salir con vida pagando una fortuna.

Durante toda la mañana la turba atacó iglesias y monasterios como el de los franciscanos, entró en las residencias saqueando todo lo que encontraron, asesinando a los hombres, secuestrando a los niños y violando a las mujeres. Se ofrecía en algunos momentos la posibilidad de conversión, que no garantizaba en realidad salvar la vida y que, de aceptarse, implicaba una circuncisión en el acto, según los preceptos musulmanes, lo que en condiciones tan precarias y apremiantes equivalía casi a una mutilación.

Por todas las calles los desesperados cristianos corrían intentando alcanzar los consulados de Gran Bretaña, Francia o Rusia, o en su defecto la casa de algún musulmán compasivo que los escondiera. Otros tantos se escondieron en los sótanos y pozos de las casas donde estarían varios días hasta ser descubiertos y asesinados en la mayoría de los casos.

En medio del caos, la figura salvadora fue el emir Abd al-Qadir, que ofreció su residencia como refugio y desplegó a su millar de soldados

El relato de los testigos que recopila Eugene Rogan es brutal, y sin embargo deja claro en sus páginas que ninguno de los notables musulmanes participó o alentó la matanza, aunque sólo hubiera algunos que hicieran por detenerla. De hecho, en medio del caos la figura salvadora fue el emir Abd al-Qadir, que no sólo ofreció su residencia como refugio, sino que desplegó al millar de sus soldados argelinos, bien armados y disciplinados, que realizaron misiones de salvamento y escolta, para poner a salvo a los cristianos que pudieron durante los siete días que duró la barbarie, la misma ayuda que rechazaron los franciscanos. Mientras, los cónsules europeos demandaban una y otra vez al gobernador otomano Ahmad Pachá que pusiera fin a la matanza con la única respuesta por su parte de condenar absolutamente el ataque y reconocer al mismo tiempo que no confiaba en que las tropas a su mando no se pusieran del lado de los asaltantes, como de hecho hicieron.

Después de una semana, la milicia de Abd al-Qadir consiguió reunir en la ciudadela a unos 10.000 cristianos despojados de todo, heridos en muchos casos, en una especie de campo de refugiados, mientras se pudrían en las calles 5.000 cadáveres, la mitad refugiados que habían huido de la matanza de un mes antes en el Líbano.

En el monasterio franciscano, cuando la turba consiguió entrar encontró a los once religiosos en el altar, los españoles Manuel Ruiz López (Burgos, 1804), Carmelo Bolta Bañuls ( Valencia, 1803), Nicanor Ascanio Soria (Madrid, 1814), Nicolás María Alberca Torres (Córdoba, 1830), Pedro Nolasco Soler Méndez (Murcia, 1827), Francisco Pinazo Peñalver (Valencia, 1802) y Juan Jacobo Fernández (Orense 1808), además del austriaco Egelbert Kolland (Salzburgo, 1827) y de los hermanos Massabki de la iglesia maronita, donde fueron asesinados. El arabista y superior de la orden Manuel Ruiz fue degollado en el altar.

El martirio se puso en conocimiento de la Iglesia Católica 18 años después y Pío XI los beatificó en 1926. Su memoria es honrada en Damasco desde entonces con una pequeña procesión el 10 de julio. Fue durante la guerra civil siria cuando los franciscanos pidieron en 2022 al papa Francisco su canonización. El 20 de octubre de 2024 los mártires de Damasco fueron elevados a santos.

La primera noche de los Sucesos de Damasco, la violenta turba atacó el monasterio franciscano de Tierra Santa en el barrio de Bab Tuma. Manuel Ruiz, superior de la orden, había rehusado salir escoltado con los guardias argelinos del emir Abd al-Qadir, enviados por el cónsul francés para rescatarlos. Junto a otros siete franciscanos –todos españoles menos uno– , tres hermanos de la iglesia maronita, además de un cristiano laico, decidieron quedarse, creyéndose protegidos por las sólidas puertas que daban acceso a la iglesia y al claustro, unos imponentes portones cubiertos por grandes láminas de hierro.

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