La vida de novela de un portero de discoteca en el Madrid de los 90
En 'József el húngaro' (La Esfera de los Libros), Luis Enríquez relata el apasionante periplo vital de este personaje real, un ex boxeador que acabó trabajando en un garito nocturno. Publicamos un fragmento
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József 'el húngaro' existe. O, al menos, ha existido. Llegó a las puertas del Irish Rover, un garito muy popular en el Madrid de los años noventa, de parte de su compañero de celda en Carabanchel. József tenía experiencia como portero de discoteca y era corpulento, lo cual resultaba conveniente como factor disuasorio en las madrugadas de Madrid, cuando el alcohol engrandece el carácter de los veinteañeros a la vez que les achica la paciencia. Era reservado del modo en que solo pueden serlo aquellos que han vivido mucho y saben que nadie nunca se metió en problemas por callar demasiado. Su cara desfigurada de boxeador, nariz rota incluida, estaba suavizada por sus ojos extrañamente azules, pero cualquier rasgo físico resultaba irrelevante si uno reparaba en sus manos: en vez de nudillos parecía que le hubieran injertado dos puños americanos.
Ahora Luis Enríquez, Senior Advisor de El Confidencial, novela la vida de este curioso personaje en
Con todos los músculos agarrotados después de pasar la noche en vela, alarmado por los ruidos que cualquier otra madrugada hubieran sido inaudibles por normales y levantándose a mirar por la ventana cada dos por tres, decidió ir al gimnasio un poco antes de lo normal para despejarse. Al llegar y pasar por delante de la entrada observó la ruptura de la palabra de Nick en forma de comisario de policía.
—¿Qué pasa Sugar Ray? ¿No ibas a contarme lo de la amenaza?
—Es una gamberrada y este es un bocazas.
—No es nada de eso. Es una sentencia de muerte. Y, como tú mismo dijiste, ni yo ni nadie te podemos proteger.
—Ya me protejo yo solo.
—No seas infantil, no te lo puedes permitir. ¿Quieres acabar como Nino? El tipo de la UVI va a morir con toda seguridad. Y, aunque logre vivir, no será más que un vegetal. Nunca podrás dejar de vigilar tu espalda y te atraparán. En tu casa o en el gimnasio. Y si no llegan a ti, volverán a por Hanna y quién sabe si la próxima vez será peor. Tienes que irte lejos, József. Tienes que salir de Hungría. Esta misma noche.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso? ¿De dónde voy a sacar dinero para el billete y autorización para salir del país?
—De eso ya me he encargado. Tengo un amigo que está de turno esta noche en la estación de Keleti. El Orient Express para allí a las ocho de la tarde durante veinte minutos. Solo tienes que esperar en el andén hasta que mi amigo te haga una señal. Entre los vagones hay una trampilla que da acceso a un falso techo. Tienes que encajarte ahí lo mejor que puedas y esperar a llegar a París.
—¿A París? ¿Y qué coño voy a hacer en París? No sé francés, no tengo adónde ir ni documentación para poder quedarme.
—Cuando bajes del tren tienes que irte directo a un policía y decirle que te quieres alistar a la Legión Extranjera. Es tu única oportunidad.
—¿Y qué pasa con el Fortuna? ¿Y con Hanna?
—Si te quedas, los pones en peligro. Te quieren a ti y van a hacer todo lo que haga falta para sacarte del agujero donde te ocultes. Irán a por todo lo que te importa sin piedad. Cuando desaparezcas, Kovács pactará y los dejarán en paz. Esto es algo que ni tú ni nadie podía evitar. Son demasiado poderosos.
—¿Y qué pasa con mi vida? ¿Qué quieres? ¿Que lo deje todo y huya como un conejo?
—József, escúchame bien. Este jueves ya no habrá "tu vida". Y salvarte tú y proteger a los que te importan es lo que has hecho toda la vida. Y no es huir. Si ahora no lo entiendes, hazlo solo porque confías en mí. Te aseguro que en el futuro te alegrarás de esta decisión. —Tras una pequeña pausa, Markus continuó—: Voy a estar en tu casa a las siete para recogerte. Hasta entonces escóndete y no hables con nadie. Con nadie, ¿me oyes? Y no hagas ninguna estupidez. —Después se dirigió a Nick—: No lo pierdas de vista ni un minuto.
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Cuando Markus los dejó solos, József no la emprendió con Nick. Entendía perfectamente sus motivos y simplemente se limitó a reflexionar consigo mismo usando a aquel pobre chico como sparring. Mientras rechazaba los argumentos de Markus, se veía reflejado en Nino. Un tiro por la espalda, una cuchillada a la entrada de un concierto. Demasiado fácil. Él tenía una vida que llevar y ellos todo el tiempo del mundo. Y por encima de todo estaba Hanna, una víctima aún más fácil que él. Cuando no encontró más motivos, se quedó mirando a Nick y le dijo: "No quiero ser Nino".
Para poder cumplir con el plan de Markus, tenían que encontrar un lugar donde esconderse hasta las siete. Su casa y el Beckett’s eran los primeros sitios donde los gitanos buscarían, así que a József se le ocurrió que podían pasar las horas restantes en la acería. Mientras las sirenas anunciaban los cambios de turno y los que habían sido toda la vida compañeros de su padre desfilaban hacia sus hogares, József recordó la última conversación de más de dos minutos que tuvo con él. Quería una vida mejor, más interesante. No quería terminar con un trabajo gris, un sueldo insuficiente y la televisión como única vía de escape. Y ahora su vida, de un modo u otro, se había terminado. Dentro de unas horas se iba a convertir en fugitivo sin porvenir y sin raíces. Y en ese momento sintió el sudor frío del miedo.
A las seis en punto, salieron de la acería y se encaminaron a casa de József. Comieron algo y Nick lo ayudó a hacer una maleta con algo de ropa, dinero, un neceser y el pasaporte. A las siete en punto Markus hizo sonar el claxon de su coche y József salió con el macuto.
—¿Adónde vas con eso? No necesitas nada más que lo puesto y el pasaporte.
—¿Y el dinero?
—Si llegas a poder gastarlo es que todo habrá salido mal.
Nick hizo ademán de acompañarlos, pero Markus se lo impidió.
—Encárgate de vender la casa y lo que saques más este dinero dáselo a Hanna —le pidió József—. Y asegúrate de que no le pase nada. Si tengo la oportunidad, te llamaré al club. Y no te olvides de darle esto. Y, abriéndole la mano con una delicadeza impropia de él, depositó sobre la palma un pequeño pájaro metálico.
En la despedida se abrazaron como dos hermanos y Nick se quedó de pie junto a la verja oxidada mientras el coche se alejaba por Károli Gáspár.
En el trayecto, Markus continuó dando instrucciones a József:
—Tienes que encontrar el andén del Orient Express. Es un tren azul y dorado. El más lujoso que hayas visto en tu vida. Mi amigo estará fumando al borde del tren. Obsérvalo. Cuando se agache a atarse un zapato pasa tras él y sube por la escalinata del vagón. La trampilla del falso techo estará abierta. Vas a estar incómodo y hará frío. ¿Has meado? —József negó con la cabeza—. Pues hazlo en cuanto llegues a la estación. Va a ser tu última oportunidad en las próximas catorce horas. —Mientras József trataba de asimilar toda aquella información, Markus continuó—: En la guantera hay un bolígrafo. Escríbete en el antebrazo lo que te voy a decir: "Je veux rejoindre la Légion Étrangère".
—¿Cómo se escribe? —dijo József como si le hubiera hablado en chino.
—Como mejor recuerdes el sonido de mi voz. Escríbelo tal y como te suena. Cuando llegues a París, esperas a que todos los pasajeros se hayan bajado y te deslizas por la rejilla de ventilación. No muevas la trampilla del vagón, porque no queremos que te sorprendan antes de tiempo. Al salir, busca a un policía y te entregas. Dale el pasaporte y dile lo que acabas de escribirte en el brazo. Es importante que te entregues antes de que te pongan las manos encima, ¿me oyes?
A esas alturas, József estaba tan aturdido que apenas escuchaba y asentía por instinto.
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La estación Keleti estaba en el barrio de Erzsébetváros, a pocos minutos del estadio Népstadium, donde József había pasado uno de los mejores días de su vida. Pero aquella tarde ni siquiera se dio cuenta. Cuando el coche de Markus se detuvo frente al imponente arco de cristal flanqueado por dos columnas que guardaban las estatuas de James Watt y George Stephenson, Markus repasó una vez más las instrucciones que le había dado en el trayecto y le deseó suerte.
—Algún día volveré y te pagaré todo lo que has hecho por mí, te doy mi palabra.
Y dejó atrás el coche de Markus y su vida tal y como la había conocido hasta esa tarde.
Una vez dentro de la estación buscó en los paneles el andén de la parada del Orient Express y, confundiéndose entre los viajeros, se hizo un ovillo junto a un banco y se dispuso a esperar. No habían pasado más de cinco minutos cuando se dio cuenta de que había incumplido la primera instrucción de Markus: "Tengo que mear". Regresó a la terminal principal y, cuando hubo acabado, repitió la maniobra una segunda vez para recuperar su puesto de vigilancia. Al cabo de quince minutos apareció un policía de uniforme que iba haciendo la ronda junto a la vía. Lo único que fallaba en los planes de Markus era que aquel hombre no estaba fumando.
A las ocho menos cuarto en punto el bullicio de los pasajeros y un pitido agudo anunciaron la llegada del tren. En ese momento, el policía, al que József no quitaba ojo, se encendió un pitillo que resultó tranquilizador. A József el tren, que hizo su entrada en la estación de forma parsimoniosa pero apabullante, le pareció un sueño. No había visto nada más elegante en su vida. Azul acero y oro, tenía enormes ventanales opacos sobre los que estaban escritos en letras mayúsculas doradas los nombres de las ciudades del recorrido: París, Múnich, Viena, Bucarest… Para todos aquellos pasajeros, el Orient Express era el viaje al mundo libre en primera clase. Para él, en cambio, era un modo ilegal de huida hacia la nada. Estaba a punto de viajar hacia el Occidente con el que llevaba soñando toda su vida. Aunque jamás pudo imaginar que sería de aquel modo.
Todos los pasajeros estaban ya instalados en sus vagones cuando el policía se agachó a atarse un zapato. József pasó por su espalda y trepó por la escalerilla. Tal y como Markus le había anticipado, la trampilla estaba abierta, pero, al intentar entrar, comprendió que iba a pasar las siguientes catorce horas en un agujero del tamaño de un ataúd.
Para aliviar la probable claustrofobia, se colocó de cara a la trampilla del techo del vagón y procuró atender a las conversaciones de los viajeros. Pero nada le interesaba. Tenía la mente en blanco. Con su vida del revés y en escapada, era incapaz de entretenerse o tan siquiera de planificar. Y si tenía que vivir el presente, era mejor así.
Tras un pitido idéntico al de la llegada del tren, el inicio del movimiento lo mareó un poco, pero, al cabo de pocos segundos, la sensación de náusea remitió y su cabeza dejó de dar vueltas. El traqueteo lo fue adormeciendo mientras repasaba rostros en su cabeza: su padre, Nino, Declan, János, Markus, Nick, Hanna… Los párpados se le caían. ¿Y si nunca volvía a verlos? Estaban cerrados ya. ¿Y si…?
József 'el húngaro' existe. O, al menos, ha existido. Llegó a las puertas del Irish Rover, un garito muy popular en el Madrid de los años noventa, de parte de su compañero de celda en Carabanchel. József tenía experiencia como portero de discoteca y era corpulento, lo cual resultaba conveniente como factor disuasorio en las madrugadas de Madrid, cuando el alcohol engrandece el carácter de los veinteañeros a la vez que les achica la paciencia. Era reservado del modo en que solo pueden serlo aquellos que han vivido mucho y saben que nadie nunca se metió en problemas por callar demasiado. Su cara desfigurada de boxeador, nariz rota incluida, estaba suavizada por sus ojos extrañamente azules, pero cualquier rasgo físico resultaba irrelevante si uno reparaba en sus manos: en vez de nudillos parecía que le hubieran injertado dos puños americanos.