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Lobitos del Ibex 35
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Galo Abrain

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Lobitos del Ibex 35

No estoy diciendo que solo los acaudalados tengan que tener la posibilidad de convertir su dinero en una inversión. Solo advierto de los peligros que entraña universalizar la plutocracia

Foto: Un trader en las puertas de Wall Street. (Reuters/Kylie Cooper)
Un trader en las puertas de Wall Street. (Reuters/Kylie Cooper)

Menuda avalancha de sabiduría económica ha asaltado mis conversaciones estos días. De pronto, la bolsa americana cae y descubro que tengo a mi alrededor decenas de inversores. Auténticos lobitos de Wall Street manipulando el mercado a su antojo, que se las ven canutas ante la inestabilidad bursátil. Ellos, que les hablas de la Prima de riesgo y piensan que la hija de tu tía tiene peligro, gozan ahora de un máster apócrifo en la London School of Economics. No veía semejante chupipanda de fantasmas desde la pandemia, cuando hasta el tato sabía más de virología que Fernando Simón.

No quisiera aquí hacerme el longui. Yo mismo he descargado auténticas masterclass crediticias, sin tener muy claro si lo que decía era una valiente estupidez. ¡El petróleo va a subir a consecuencia de la guerra de Ucrania! ¡Invierte en textil, valor seguro! Verdaderas tiradas de dados que, como decía Mallarme, jamás acabarán con el azar. Menos aún cuando tu única credencial es una cuenta en alguna de esas bancas digitales, con las que 'jugar' en bolsa es tan fácil como pedir un Glovo.

Es el poder del espejismo. Te ponen un uniforme, cualquiera, y ya te amorras a la más diminuta tetilla de poder que te ofrece. Antes de que un móvil pudiera arruinarte la vida conteniendo tu vida entera, los traders eran cocainómanos con traje italiano descolgando teléfonos y gritando de forma compulsiva. Comparaban empresas emergentes con pelirrojas cañón recién divorciadas, o con ese monovolumen feo, pero siempre confiable, por el que se debaten las familias numerosas de clase media. Hoy hasta el parroquiano machaca del bar de tu barrio farda de haber ganado 50 euros invirtiendo en criptomonedas, cuando no tienes a tu sobrina instagramer dándote la turra con los fondos indexados. Dios, Paco el Pocero era un valor más seguro.

Esta democratización de la inversión en bolsa me pone los pelos de punta. Lo primero por mí, que me llama como una boina roja a un Carlista, cayendo en el peligroso embrujo de que tengo la suficiente pericia, el necesario instinto natural, como para hacer bailar mi dinero en la dirección correcta sin haber dado nunca ni una sola clase de salsa. Imaginen a Michel Scott, el protagonista de The Office, contoneándose como si pilotara el chachachá. Ahí lo tienen. Ese soy yo dándole mis breves ahorros a una compañía coreana de realidad virtual. Es un hecho, todo se ve más ridículo desde fuera.

Lo peor de la necesaria maldición del dinero es que hace de todo lo demás una minucia. Monopoliza la atención por encima del sentido común. En especial, del sentido humano. Todo cuanto en frío, a pelo, sin doblones intermediarios, podría suponer para alguien un drama de proporciones bíblicas, puede transformarse con pelas de por medio en un festival de la alegría. ‘¡Kalise para todos!’, que decía Iniesta. Pero, cuidado, hay mucha roña en el oro que reluce.

En septiembre de 2001, un avión de American Airlines se estrelló contra el World Trade Center en lo que, hasta la fecha, ha supuesto el único ataque directo en suelo estadounidense desde Pearl Harbor. El mundo entero se estremeció. Lo que parecía una reyerta lejana, atracada en distantes territorios donde la producción de heroína se peleaba con el estraperlo de Kaláshnikov, camellos e integrismos religiosos islámicos, llegó al corazón de la civilización occidental. ¿Quién podría celebrar, aparte de los sanguinarios hijos de perra que orquestaron la masacre, una bestialidad de tal calibre?

Mientras en Nueva York el luto se abalanzaba en la mente de un país entero, hubo oficinas en Londres donde corría el champán. Sé que suena distópico. Propio de una de esas novelas en las que una logia de mil millonarios invocan la carcajada matando a un grupo de pobres diablos a los que han convencido, bajo coacción, de participar en una competición por sus vidas. Pero no. Imaginen a una sala de esos zorros con cara de piraña bien vestida, poniendo el grito en el cielo porque, intuyendo que los acontecimientos del 11-S eran un atentado terrorista, vendieron en corto ganando miles de millones. La peor versión de ese dicho, tan trillado estos últimos días, que clama por hacer de las crisis una oportunidad. Me harían falta demasiadas palabras para describir la cruel indigestión, el agresivo cáncer de culo, que me evoca imaginar la escena. Así que les dejo a ustedes la decisión. Vean el cortometraje Free Fall (2021), de Emmanuel Tenenbaum. En él está todo lo que les cuento. Dicen que delegar es la característica de los grandes líderes. Así que, ale, la pelota en su tejado.

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Imaginen ahora una sociedad plagada de esas viperinas comadrejas salivantes de dinero. Cientos de miles de pequeños inversores que no ganan ni para un menú del día, orgullosos de la hecatombe global porque ellos, como sanguijuelas avispadas, han sabido apostar al desastre colectivo como estrategia del beneficio. Si alguna vez hubo una versión que extremara la crueldad humana hasta sus márgenes más repulsivos, he aquí su encarnación. Todo por la pasta, como decía aquella película de Enrique Urbizu.

Es un hecho que la democratización se nos ha vendido como un síntoma de progreso. Lo que antes era de unos pocos, ahora puede pertenecer a muchos. Y eso está bien. Consigue limar la visible diferencia de clases que, tradicionalmente, ha sesgado a las personas en torno a su poder adquisitivo. Pero no todo debería democratizarse. ¿Saben ese clásico refrán paternofilial que te echaba en cara: ‘coger lo peor’ de un padre, o una madre? Creo que no deberíamos transferir ese mal hábito a cosas como las inversiones. Sobre todo cuando esa yincana bursátil nos empuja a desentendernos del malestar general siempre que se resuelva con un beneficio personal. Qué es exactamente lo que propone una parte de este auge de la inversión en los mercados internacionales.

Seamos claros, los ricos, los de cuenta corriente con más ceros que patas tiene un ciempiés, se han dado poco mal con las consecuencias de sus estrategias económicas a lo largo de la historia. Mal panorama se presenta si esa misma actitud recala en quienes, sin tener un cuarto, se desentienden de los que les rodean, siempre y cuando consigan una pequeña compensación —lo grande queda reservado a los que no les importa palmar cantidades titánicas—. La esperanza del pobre es la más caprichosa. Es inocente. Y confiada. Plagada de sobreentendidos que nacen de un ego en barbecho, constantemente necesitado de rédito, a menudo solventado con la posibilidad de una cuenta corriente saneada. A ese miedo nos dirigimos.

"La esperanza del pobre es la más caprichosa. Es inocente. Y confiada"

Conste, no estoy diciendo que solo los acaudalados tengan que tener la posibilidad de convertir su dinero en una inversión. Solo advierto de los peligros que entraña universalizar la plutocracia, incluso en quienes no van a obtener las sumas necesarias como para que su falta de empatía se vea compensada.

Pero, vamos, ustedes sabrán si les sale a cuenta bajarse del mundo para creer que pueden escalar el obelisco del lujo —seguro un espejismo—, o confiar todavía en que el dinero no lo es todo. Vean el cortometraje que les decía, y saquen conclusiones de su reacción. Dictaminen si ya son hienas dispuestas a pasarse por el forro cualquier atisbo de moral con tal de mejorar su posición, o todavía albergan un poquito de sensibilidad. Hagamos la prueba. ¡Cuéntenmelo! De esa forma, iré o bien montando mi siguiente columna en torno a los beneficios de la confraternización, o metiendo la pasta en el proyecto de Donald Trump de montar un resort en Gaza.

Al fin y al cabo, he hablado de humanidad. Y más vale, para sobrevivir, saber adaptarse a cualquiera de sus formas.

Menuda avalancha de sabiduría económica ha asaltado mis conversaciones estos días. De pronto, la bolsa americana cae y descubro que tengo a mi alrededor decenas de inversores. Auténticos lobitos de Wall Street manipulando el mercado a su antojo, que se las ven canutas ante la inestabilidad bursátil. Ellos, que les hablas de la Prima de riesgo y piensan que la hija de tu tía tiene peligro, gozan ahora de un máster apócrifo en la London School of Economics. No veía semejante chupipanda de fantasmas desde la pandemia, cuando hasta el tato sabía más de virología que Fernando Simón.

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