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El antitrabajismo que quiere volver a mandar a las mujeres a la cocina
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Héctor G. Barnés

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El antitrabajismo que quiere volver a mandar a las mujeres a la cocina

Debajo del "demasiado guapa para trabajar" y el movimiento antitrabajo cool se está empezando a colar una mentira conservadora: que donde mejor se está es en la cocina

Foto: No es una mujer real, es una foto de stock. (iStock)
No es una mujer real, es una foto de stock. (iStock)
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Es una imagen que define una época. Dos cubículos vacíos, separados por una mampara central salida de las peores pesadillas de Herman Miller. En cada uno de ellos, una silla con ruedas. Los bloques de cajoneras y estantes son tan altos que impiden que los dos hipotéticos trabajadores que los ocupen puedan verse mutuamente. En el bajísimo techo, fluorescentes blancos de hospital. El suelo es de un material que se asemeja a una moqueta gris. La sensación que produce al espectador esta imagen es la de encontrarse en un espacio liminal e inhóspito, como salida de la serie de televisión Severance.

76 mil likes y 5 mil retuits porque claro, ¿quién va a querer experimentar la miseria del trabajo de oficina? Y, entonces, zas, la frasecita: “Todavía me hace explotar la cabeza que las mujeres luchasen por el derecho a vivir esto”. Ahí está el salto argumental del nuevo conservadurismo, que está dedicando mucho tiempo y esfuerzo a promover la idea de que la emancipación femenina solo ha conseguido su esclavitud autoinfligida. El meme de moda es que el feminismo ha conseguido que las mujeres se equiparen a los hombres en todo lo malo. Qué tontas.

Según la lógica de este nuevo machismo conservador, la incorporación de la mujer al mundo laboral ha sido una estafa para todos. Los sueldos han aumentado tan poco durante las últimas décadas, a pesar de que los precios de los productos básicos y de la vivienda han crecido sin parar, que ahora una pareja no puede vivir con un único sueldo como antes. Si lo hemos aceptado es porque esa pérdida de poder adquisitivo se ha compensado con la incorporación de la mujer al trabajo. El razonamiento no es completamente falso, pero sí es tramposo, porque confunde causas y efectos: los salarios reales se han estancado por otros motivos.

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Cuidado. Detrás de ese antitrabajismo que empezó a popularizarse desde la izquierda anticapitalista y en el que el “no al trabajo” era una rebelión contra la explotación del capital, están empezando a colarse discursos cada vez más retrógrados. Entre ellos, el de que ya que el trabajo es alienante, la mujer sería mucho más feliz en su rol tradicional de cuidadora, como esposa y madre. Un discurso que pasa por la idealización de una figura (el ama de casa o, en su versión más caricaturesca, la tradwife) que oculta su lado oscuro. Pura ideología.

Hay un discurso antitrabajo supuestamente cool que le habría encantado a Pilar Primo de Rivera. “Demasiado guapa para utilizar Microsoft Excel”; “estoy demasiado buena para tener trabajo”; “esta es a la que estás pidiendo que trabaje 30 horas a la semana” son mensajes que aparecen cada vez más a menudo en las camisetas destinadas a las tías chulísimas. Como explicaba una usuaria de X, “la coquetificación del antitrabajo está dejando bastante claro que muchas de estas mujeres solo odian el trabajo porque fantasean con formar parte de la aristocracia y no porque se vean como parte del proletariado”.

Se trata de un discurso aún muy yanqui, pero como todos los memes y los discursos son globales, van calando poco a poco en el panorama emocional español. Medio en broma, medio en serio, cada vez escucho más ese anhelo de casar bien y vivir como una mantenida que habría sido impensable en ciertos entornos de gente joven hace no tanto. Incluso mujeres con estudios que no ven con tan malos ojos quedarse en casa después de la universidad. A través de ese sentimiento de “nos han arrebatado todo lo bello” o “el mundo en el que crecimos ha desaparecido” se va colando el machismo, el clasismo y el racismo. Qué bonito era el metro cuando no había inmigrantes y qué bien vivíamos cuando nuestra mujer se quedaba en casa para encargarse de los críos.

La desacreditación de la universidad anima a las mujeres a no estudiar

Todos estos memes y discursos familiaristas aprovechan la demonización del trabajo para revindicar los placeres del ama de casa cuidadora. Mientras tanto, el hombre emerge de nuevo como el proveedor material. Como el trabajo es malo malísimo, él se encarga de realizar todos los sacrificios necesarios, de pasar el día fuera de casa y de acudir a luchar al frente en caso de guerra (que vivimos en tiempos militarizados), mientras la mujer puede quedarse en casa haciendo sus cositas, disfrutando de la compañía de sus hijos y descansando. Ya voy yo a la tercera guerra mundial, cariño.

El hombre como salvador de una mujer que nunca debería haber abandonado el hogar. Como recuerda Aida dos Santos en Hijas del hormigón (Debate), a la cultura masculina siempre le dio miedo la incorporación de la mujer a puestos donde pudiese hacerles competencia. “El varón heterosexual educado para ser el proveedor principal tiene la sensación de que la emancipación femenina, y en particular que su pareja tenga un trabajo remunerado, atenta contra su identidad y lo mantiene célibe contra su voluntad”, escribe. “Los roles de género se han definido desde y para la familia”.

El acceso de la mujer a la universidad, de ser solo un 20% en los años sesenta a mayoría abrumadora hoy, era sinónimo del acceso al mundo del trabajo, y por extensión, a la independencia económica, pero también mental. La desacreditación de todas las instituciones por parte de este nuevo conservadurismo antiwoke (la universidad que no da trabajo, el colegio que ya no enseña, el trabajo que nos explota, la cultura que no sirve para nada) apunta en la misma dirección: el retorno ideológico a una sociedad en la que la mujer estaba supeditada al hombre.

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Anuncio de los años 50.

Un discurso que saca a la mujer de la oficina, pobrecita explotada, y la devuelve a la cocina como espacio de esparcimiento. Cuando esta semana publiqué un artículo sobre la desaparición de las cocinas en las viviendas (o su redacción de tamaño), algunas de las reacciones lo interpretaron como un síntoma más de ese apocalipsis en el que las mujeres han sido extraídas cual Helena de Troya de su lugar feliz, los fogones, y enviadas a la galera de la productividad empresarial. Por eso se ha disparado la venta de comida precocinada. O lasaña congelada o amas de casa que pasen el día delante de la olla, ¿qué prefieres?

La habitación propia de la mujer es para este nuevo conservadurismo la cocina, no la que definió Virginia Woolf en su popular ensayo, que se basaba en aquella idea de que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”. La independencia económica era clave para la libertad femenina. De lo contrario, la mujer seguiría supeditada al hombre. Y ahí hay pocas alternativas: o ser aristócrata o trabajar, y por estadística, no todos podemos ser aristócratas.

¿Y en España, qué?

Afortunadamente, parece que en nuestro país no ha calado (aún) tanto la idea, quizá porque como bien sintetizaba la compañera Marta Casais, “aún quedan abuelas que vivieron la posguerra y que nos dicen lo de ‘hija, por favor, trabaja, no dependas de un hombre”. Un argumento, por cierto, también repetido por Dos Santos en su libro. Las mujeres no podían ni trabajar ni firmar contratos ni abrirse una cuenta corriente sin autorización de su marido hasta 1975.

Cada vez escucho a más abuelas animando a sus nietas a no casarse precipitadamente

El ensayo recoge el testimonio de Carmina, cuya madre se puso a trabajar como sirvienta en la calle de Alcalá durante los años setenta, sin decírselo a su marido. Este se gastaba gran parte del sueldo en vino, así que no llegaban a final de mes. “Cuando se enteró, cogió una mañana y no se levantó de la cama”, explica su hija. “‘No voy a ir a trabajar, porque ya me he enterado de que trabajas tú’, le dijo a mi madre. A los machirulos no los necesitamos, pero ellos se creen imprescindibles”.

En los últimos años, lo que más he escuchado es a madres (y abuelas) animando a sus hijas a que no se casen precipitada o forzadamente, como les ocurrió a ellas. Que disfruten de la soltería, porque ya habrá tiempo para todo, y que sobre todo sean independientes. Que trabajen si pueden y puedan echar mano de sus ahorros, incluso en el caso de que encuentren a un hombre que les prometa que las cuidará toda su vida. Que tengan, en definitiva, su habitación propia, y que esta no sea la cocina. Que mejor una oficina donde puedes dar un portazo cualquier día que en una casa que no es tuya.

Yo, personalmente, como hombre heterosexual cis, he llegado un momento en la vida en el que no quiero que nadie me haga la comida. Si algo aprecio en una posible pareja es, sobre todo, su independencia; económica, emocional y laboral. La dependencia y la sumisión no son buenas consejeras para tener relaciones sanas ni deseables. Pero, sinceramente, lo que yo prefiera en este caso da igual.

Es una imagen que define una época. Dos cubículos vacíos, separados por una mampara central salida de las peores pesadillas de Herman Miller. En cada uno de ellos, una silla con ruedas. Los bloques de cajoneras y estantes son tan altos que impiden que los dos hipotéticos trabajadores que los ocupen puedan verse mutuamente. En el bajísimo techo, fluorescentes blancos de hospital. El suelo es de un material que se asemeja a una moqueta gris. La sensación que produce al espectador esta imagen es la de encontrarse en un espacio liminal e inhóspito, como salida de la serie de televisión Severance.

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