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Cómo un anticochista me convenció de que los coches son más necesarios de lo que pensaba
Pues claro que no puede haber un mundo sin coches: hay demasiadas cosas en la sociedad que dependen de que gastemos dinero en ellos, como el precio de la vivienda
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Hoy no hay congreso filosófico que se precie donde alguien no suelte eso de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Subo la apuesta: creo que es mucho más fácil imaginar el fin del capitalismo que un mundo sin coches. Lo primero que hacen los protagonistas de cualquier película apocalíptica es buscar comida y abastecerse de gasolina. Si llega el holocausto zombie, que nos pille motorizados.
Siempre he sido un poco anticochista. Ya he contado en otros artículos por qué no tengo coche ni quiero tenerlo. Me repugna la soberbia de los que no conciben desplazarse en metro o autobús. Gente como Elon Musk, que detesta el transporte público y planea acabar con él. Siempre he pensado que un mundo sin coches sería mucho mejor para todos. Para nuestra salud, para el medio ambiente, para nuestros nervios y para nuestra felicidad.
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Entonces he leído
Es lo que se desprende de un ensayo que muestra el impacto negativo de la acumulación de automóviles (hay ahora mismo alrededor de 1.500 millones de vehículos en circulación en todo el planeta y lugares donde ya hay más coches que personas, incluso en España), pero también cómo gran parte de los equilibrios sociales existentes dependen de su existencia y expansión. El ejemplo más claro es el de la vivienda. La crisis actual de precios sería aún más grave si la gente no tuviese la posibilidad de marcharse a 20, 30, 40 o 100 kilómetros de su lugar de trabajo gracias al automóvil.
Los coches solucionan los problemas que ellos mismos han contribuido a crear
No hay que confundir el huevo con la gallina. No es que el automóvil sea una solución para los problemas de la sociedad, es que muchos de los problemas de la sociedad han aparecido a causa del automóvil, pero parece demasiado tarde para dar marcha atrás. El ejemplo más claro es el del urbanismo. Knowles explica que los automóviles permitieron llevar a la práctica la idea de las ciudades jardín propuesta por el inglés sir Ebenezer Howard a principios del siglo pasado. Los nuevos diseños urbanos de la posguerra europea facilitaron la circulación de automóviles pero dificultaron la de otras formas de transporte que hasta entonces habían prevalecido. Como recuerda Knowles, las ciudades europeas estaban pensadas para ser caminadas o, más tarde, para el uso del tranvía.
Una vez llegados a este punto, el automóvil ha generado dinámicas sociales y brechas que resultan muy difíciles de cerrar, haciendo dependiente a una gran parte de la población de su uso. La facilidad de acceso al automóvil, que por ahora sigue siendo asequible para casi cualquier unidad familiar, atenúa otra clase de problemas residenciales. Si no puedes vivir en Madrid, márchate a Móstoles. Y si no puedes vivir en Móstoles, huye a Arroyomolinos. Siempre habrá un automóvil que cierre la brecha residencial. Lo mismo ocurre con las oportunidades laborales. Que más da que las empresas se marchen cada vez más lejos si el automóvil nos permite acceder a ellas. Una lógica absurda y perversa que lo único que consigue es hacernos cada vez más dependientes de los coches.
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De pequeño jugaba con los cochecitos de una forma muy particular. No montaba carreras, sino que los ponía en una fila india y hacía que los conductores se insultasen. Como todos los niños, me limitaba a imitar lo que veía cada mañana, cuando pasaba horas en el atasco entre Móstoles y Carabanchel, donde mis padres me dejaban con mis abuelos para irse a trabajar. Hoy ese recuerdo adquiere un nuevo significado sociológico. Por mucho que hoy odie los coches, entiendo que era la única manera que disponían mis padres para poder organizarse tras irse a vivir a Móstoles porque Madrid era muy caro. 40 años después, la situación solo ha empeorado.
Muchos padres de aquella generación solían identificar el automóvil con la “libertad”. Es la generación que salió del campo hacia la ciudad, o que se refugió en sus barrios y sus ciudades dormitorio. Entornos construidos entre los sesenta y los noventa pensados para el coche, ciudades residenciales pensadas para albergar a los trabajadores de la capital donde estabas obligado a comprar en centros comerciales situados en polígonos industriales y donde lo primero que hacías al llegar a los 18 era sacarte el carné. El coche, unido a la mejora de las infraestructuras viales y la expansión del turismo interior, se convirtió en parte esencial del panorama sentimental de esas generaciones extrarradiales. Un destierro atenuado por el automóvil.
Hay que tener en cuenta, además, el ángulo muerto que suelen obviar la mayor parte de estos análisis, que se centran en la peculiar geografía americana: la España rural. En un momento en el que ya no solo se vacían los pueblos, sino también las ciudades de pequeño y mediano tamaño, donde cierran comercios y se pierden servicios, es cada vez más necesario tener un automóvil para acceder a un centro médico, incluso a la tienda o el bar más cercano. Sin el automóvil, no sería tan fácil desmantelar los servicios públicos. En el centro de la gran ciudad el coche es prescindible, en la periferia es útil y en el campo, casi obligatorio.
Cuando una sociedad decide construirse en función del coche, es difícil volver atrás
Porque como recuerdan los psicólogos sociales, la gente suele utilizar una forma u otra de transporte cuando le viene mejor, no por una razón identitaria. Tampoco eligen una opción u otra por mera convicción moral. Todos iríamos a trabajar en autobús si tardásemos diez veces menos que en coche. Lo recordaba esta semana Icek Ajzen, creador de la Teoría del Comportamiento Planificado, pero también lo explica Knowles en su libro cuando recuerda que las personas empiezan a cambiar sus costumbres y a utilizar el transporte público cuando les resulta más fácil, sencillo, barato, accesible o cómodo.
El pasado no cambia, pero el futuro depende de él
El problema de este círculo vicioso del automóvil es que todos somos víctimas de la “dependencia de la trayectoria”. Ya que como sociedad decidimos (o unos pocos decidieron) que íbamos a diseñar nuestras ciudades, infraestructuras e industrias en función del automóvil, todas nuestras decisiones posteriores parten de ese punto. Por eso, cualquier abordaje sobre la reducción del automóvil no puede apelar a lo moral sino a lo práctico. Es fácil apostar por la bicicleta como solución cuando uno cobra más de 50.000 euros, vive en el centro de Barcelona y tiene su lugar de trabajo a diez minutos de casa, eso si no teletrabaja.
Los argumentos moralizantes nunca han convencido a nadie, mucho menos a todos aquellos (la mayoría) que se sienten víctimas de un modelo urbano que dispersa a la población cada vez más, como me contaba recientemente el economista urbano de la Universidad de Oviedo Fernando Rubiera. Si algo ha ocurrido después de la pandemia es que la gente tiende a irse a vivir cada vez más lejos del centro de las grandes ciudades, buscando tranquilidad, aire y amplitud: y ello, paradójicamente, obliga a utilizar cada vez más el automóvil. Un centro para guays en bici y una periferia para trabajadores motorizados.
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Es lo que el propio Knowles sugiere cuando recuerda que Jane Jacobs, activista urbana y autora de
Sabemos lo que no queremos, pero no es tan fácil saber qué queremos y cómo ejecutarlo. En un mundo con menos coches, ¿cómo decidimos quién puede tener uno y quién no? ¿Solo aquellos que puedan acceder a los caros vehículos menos contaminantes? ¿Los que tengan una mayor necesidad de uso? ¿Por sorteo? ¿Desaparecerá la propiedad privada del automóvil? La reducción del uso del coche afectará más a unas personas que a otras, pero como suele ocurrir en estos casos, no se distribuirá en función de ningún criterio de justicia social. En realidad, la única respuesta es rediseñar toda nuestra vida de arriba abajo.
Yo me puedo permitir mantenerme en mi posición anticochista. Puedo llegar en transporte público a todos los lugares a los que necesito ir, no tengo hijos ni padres enfermos que necesiten transporte diario y vivo relativamente cerca del centro, por lo que tengo todo al alcance de la mano. Así cualquiera. El problema de los coches no son exactamente los coches en sí, sino el mundo construido a su escala. Y la gran tragedia es que es muy difícil cambiar el diseño de nuestra sociedad de la noche a la mañana. Es más fácil imaginar un mundo donde haya más coches que personas que un mundo sin coches.
Hoy no hay congreso filosófico que se precie donde alguien no suelte eso de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Subo la apuesta: creo que es mucho más fácil imaginar el fin del capitalismo que un mundo sin coches. Lo primero que hacen los protagonistas de cualquier película apocalíptica es buscar comida y abastecerse de gasolina. Si llega el holocausto zombie, que nos pille motorizados.