El saqueo de Constantinopla y la cruel 'venganza catalana': así fue la caída de Bizancio
El largo declive del imperio bizantino comenzó con el saqueo de Constantinopla (1203) en el que tuvo mucho que ver la Compañía de Almogávares del caballero templario y caudillo mercenario Roger de Flor
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"No sé cómo poner algo de orden en mi relato, cómo comenzar, continuar o terminar. Destrozaron las imágenes santas, arrojaron las sagradas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenza siquiera mencionar y esparcieron por todas partes el cuerpo y la sangre del Salvador. Estos heraldos del Anticristo se apoderaron de los cálices y las patenas, les quitaron las gemas y los usaron como copas...”. La crónica del historiador bizantino Nicetas Coniata sobre el saqueo de Constantinopla en 1203 es especialmente demoledora porque precede en dos siglos a la caída definitiva de la ciudad a manos de los turcos y porque es obra no ya de los infieles o herejes, sino de los mismos cruzados cristianos convocados por el papa Inocencio III para la malograda cuarta cruzada.
El resto de crónicas coinciden en mostrar que la peor hora de la ciudad bizantina fue paradójicamente consecuencia de los cristianos francos, flamencos y venecianos, lo que hace díficil poner efectivamente en orden, comenzar, continuar o terminar –tal y como expresaba el bizantino– la descomunal historia del Imperio Romano de Oriente, que sobrevivió diez siglos al de Occidente. Esa tarea es la que ha llevado a cabo el historiador británico John Julius Norwich, cuya trilogía ha editado por primera vez en español
Bizancio, fundado en el 330, sirvió además de puente entre la civilización de la Antigüedad y la de la Edad Media y marcó a su vez el fin de esta, con la caída de Constantinopla en 1453.
Si algo se deduce de la obra de Norwich es que el largo declive del imperio bizantino comienza definitivamente con el saqueo de Constantinopla (1203), en el que confluyen tres de los principales motivos que provocaron su posterior desaparición: la hostilidad constante y traicionera de los venecianos, la propia idea de las cruzadas y la incapacidad de reunificar la iglesia cristiana, dividida entre la de Roma y la ortodoxa griega, con sede esta última en Constantinopla. Fue también decisiva la necesidad permanente de disponer de ejércitos de mercenarios, que fue una constante en el periodo y que Bizancio acabó por no poder pagar. El momento álgido de esta crisis fue la de principios del siglo XIV con la denominada "venganza catalana" de la Compañía de Almogávares de Roger de Flor, como se explica más adelante.
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John Julius Norwich comienza la última parte de la trilogía con el ascenso al trono imperial del general Alejo Comneno en 1081, después de las derrotas contra los turcos selyúcidas que menguaron Bizancio y que precedió a la Primera Cruzada, convocada por el papa Urbano a petición precisamente de Alejo Comneno. Se tiene siempre en la cabeza a Ricardo Corazón de León y a la Tercera Cruzada, pero la era de las guerras en Tierra Santa se inició en Bizancio y se corresponde con su largo declive: las cruzadas acabaron siendo una de las losas del Imperio Romano de Oriente. Son pues cuatro siglos de crueldad, guerras y violencia casi ininterrumpidas en los que prácticamente no se respeta ninguna alianza, ni tratado, las traiciones y las venganzas son constantes y no hay ningún periodo de paz realmente.
No deja de ser paradigmático que la primera vez que las murallas de Constantinopla cedieran a un invasor no fuera ante el Islam, que aún tardaría varios siglos en tomar Santa Sofía, la joya de la cristiandad, sino ante un ejército de cruzados y venecianos que sembraron el horror cuando después de asediar, tomar y asentarse en la ciudad iniciaron el clásico pillaje de tres días que conmocionaría al mundo cristiano y que supuso un punto de inflexión en la Historia: “Destruyeron el altar mayor, una obra de arte admirada en el mundo entero, y se repartieron las piezas entre ellos [...]. E introdujeron caballos y mulas a la iglesia para poder llevarse los vasos sagrados y las incrustaciones de plata y oro que habían arrancado del trono, el púlpito, las puertas, los muebles y de dondequiera que los encontraran; y cuando algunos de esos animales resbalaban y caían, los atravesaban con sus espadas, ensuciando la iglesia con sangre y excrementos. Se entronizó a una prostituta ordinaria en la silla del patriarca para que insultara a Jesucristo, cantara canciones obscenas y bailara sin decoro en el lugar sagrado [...]. Tampoco se mostró piedad hacia las matronas virtuosas, las doncellas inocentes o las vírgenes consagradas a Dios [...]. En las calles, casas e iglesias solo se escuchaban gritos y lamentos”, segun la crónica de Nicetas Coniata que recoge John Julius Norwich en Bizancio, declive y caída.
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El saqueo de Constantinopla es difícilmente comprensible: un magnífico ejército, con una armada formidable fletada por el Dogo de Venecia, Enrique Dandolo, pero que en vez de partir hacia Palestina o Egipto lo hace hacia Zara en la costa del Adriático, que fue capturada y saqueada en lo que se considera el preludio del sitio y saqueo del símbolo cristiano de Constantinopla. El papa los excomulgó al enterarse de la primera incursión en la ciudad bajo protección del Reino de Hungría, pero no sirvió de nada.
Las luchas internas por el trono de Bizancio alteraron además definitivamente los planes de una cruzada muy oscura, propuesta por el franco Teobaldo de Champaña y financiada por el gran Dogo de Venecia, en la que ni siquiera se publicitó el objetivo final, que no era Acre, ni Jerusalén, sino Egipto. Cuando se supo, muchos de los cuzados decidieron ir por su cuenta a Palestina. Sin sus aportaciones todo comenzó a torcerse. Es una tónica del relato del declive de Bizancio del historiador británico: unos cristianos desunidos y entregados a sus propios intereses intentando sin embargo grandes campañas en nombre de la Fe: al final cuando llegaron los otomanos no quedaba casi nada del imperio.
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Como los cruzados francos y flamencos no consiguieron reunir el dinero necesario que había desembolsado Enrique Dandolo, que había ofrecido una flota compuesta de galeras de guerra y transportes “que ningún hombre cristiano había visto nunca tan exquisitas y excelentes”, propuso saqueos a cambio. La ciudad católica de Zara cayó por ese motivo. En esas circunstancias es cuando apareció Alejo IV Angelo, hijo del depuesto emperador bizantino Isaac II Angelo, quien prometió que además de aportar soldados a la nueva cruzada, sería Bizancio quien pagaría la cuenta al Dogo de Venecia si le ayudaban a recuperar el trono a su padre. Según el historiador británico, a ningún cruzado -no digamos ya a los venecianos- le incomodó el plan, que ya no incluía Tierra Santa.
En realidad, lo que ocurría es que la República de Venecia ambicionaba realmente sustituir a Bizancio, en pugna también con los genoveses, lo que a la postre sería una de las claves de su desaparición. Venecia se arrepentiría después de dos siglos y medio de hostigamiento y zancadillas, cuando trataron de enviar una flota que socorriera a los bizantinos frente al asedio de los turcos otomanos, una ayuda que según explica John Julius Norwich, “llegó un siglo tarde”.
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Las intrigas palaciegas bizantinas resultaron también un desastre constante en el contexto de una cristinadad occidental que recelaba absolutamente de la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, cuya sumisión a Roma fue otra de las promesas de Alejo a los cruzados. La capital del imperio, por otra parte, alimentaba además los sueños de riqueza al tiempo que levantaba suspicacias por su refinamiento oriental en el resto de Europa. La simple idea de alcanzar ese mítico puerto en el Cuerno de Oro con sus increíbles murallas y torres, sus ricas iglesias y su sosfisticación, seducían más que Tierra Santa. Primero tomaron la ciudad para coronar a Alejo –ya que Isaac había sido cegado al ser depuesto, una práctica habitual en Bizancio– y cuando este no pudo pagar la cuenta que requería el Dogo de Venecia a los cruzados, estos comenzaron el pillaje.
El brutal saqueo marcó el declive final de Bizancio porque tras la toma de la capital, los cruzados establecieron en Constantinopla el llamado Imperio Latino, que no era más que un estado feudal de los cruzados, al mismo tiempo que el imperio se fragmentaba ya entonces en otros estados y reinos como el imperio griego de Nicea o el Despotado de Epiro. Así, tan pronto como dos siglos antes del ataque turco, Bizancio había sido prácticamente desmembrado. Tuvo, sin embargo una última oportunidad de recuperar su posición en Grecia y Asia menor a principios del siglo XIV. Estuvo en manos de los mercenarios de la Gran Compañía Catalana de Roger de Flor, pero al final, resultaría a la inversa.
El imperio se habia restaurado en 1261 después de 51 años de dominio cruzado en Constantinopla. Miguel Paeólogo habia recapturado la ciudad casi por accidente cuando el ejercito latino estaba fuera. Además, los turcos selyúcidas habían sido destruidos prácticamente por los Mogoles y se escindirían en varios emiratos menores: aún no habían surgido los turcos otomanos y Bizancio tenía la oportunidad de volver a Anatolia y extenderse hacia el este, pero seguían teniendo el problema de carecer de un ejército de verdad. Ya en tiempos de Andrónico Paleólogo, sucesor de Miguel, el emperador que había deshecho la unión religiosa de Lyon volviendo al cisma de las dos iglesias, recuperó terreno terreno gracias a los mercenarios.
La superioridad de Roger de Flor situó a Bizancio ante la posibilidad de reconquistar Anatolia y penetrar en Siria
La mítica Gran Compañía, tal y como define Norwich, “era en esencia un grupo de mercenarios españoles profesionales (la mayoría, aunque no todos, oriundos de Cataluña que el rey Pedro de Aragón había reclutado en 1281 para sus campañas en el Norte de Áfirica y Sicilia”. Es decir, en realidad era un puro ejército de castellanos, navarros, aragoneses y en los que predominaban los últimos, si bien el propio Roger de Flor había embarcado en una galera templaria con ocho años y con 21 era capitán de un barco pirata llamado El Halcón, que luchaba contra el corso berberisco. Una figura extraordinariamente novelesca a todas luces con la que Norwich se deleita, también un comandante con un ejército formidable y sin escrúpulos que había tracionado a la orden del Temple y al Papa y que después de luchar en Sicilia tampoco era bienvenido por Jaime de Aragón.
En 1302 Roger de Flor ofrece su ejército a Andrónico Paleologo por el lapso de nueve meses a un precio elevadísimo. Este acepta por encontrarse ante la espada y la pared. Los almogávares catalanes –que habían tomado ese nombre por las técnicas que habían adoptado de los sarracenos que invadieron la Península en el siglo IX– pusieron en retirada en todas partes a los ejércitos turcos. La superioridad de la compañía de Roger de Flor situó a Bizancio por primera vez en siglos ante la posibilidad de reconquistar Anatolia e incluso de penetrar en Siria y dar un golpe formidable que le podía haber sacado del declive. Sin embargo, los mercenarios catalanes jamás aceptaron el mando griego. De Flor además se emparentó con la familia imperial y abrigó sus propias ambiciones respecto a Constantinopla. En esas circunstancias, los bizantinos decidieron asesinar al comandante.
La historia tuvo que inspirar de alguna forma a George R. R. Martin y su boda roja de Juego de Tronos. El invencible De Flor visitó en Adrianópolis al hijo de Andrónico, Miguel IX, que era coemperador con su padre. Norwich reconoce que no se sabe a ciencia cierta qué llevó al comandante a Adrianópolis, pero sí que Miguel le despreciaba y quería quitarse de alguna forma a la Gran Compañía, que no se comportaba exactamente como un ejército mercenario a las órdenes del emperador. Aunque hay dos versiones de su muerte, la que más visos de veracidad es la del banquete de despedida que ofrece Miguel a Roger de Flor y sus hombres antes de partir hacia Gallípoli a la mañana siguiente: “Miguel se retiró según la costumbre y dejó a los invitados bebiendo a su antojo: al cabo de un rato, las puertas se abrieron de improviso y una compañía de mercenarios alanos, muy bien armados, irrumpió en el salón. Los catalanes –rodeados, superados en número y casi con toda certeza ebrios– no tuvieron oportunidad ninguna. Roger murió asesinado junto a sus hombres”, se lee en Bizancio, declive y caída.
En menos de una década los almogáraves “catalanes” habían inflingido casi tanto daño al Imperio bizantino como los turcos en un siglo
Cuando las noticias llegaron al campamento de la Gran Compañía todo se suspendió y marcharon hacia Tracia cobrándose una terrible venganza: “Cometieron unas masacres tan brutales y unas atrocidades tan indescriptibles que pareció que estaban decididos a no dejar a un solo tracio con vida. Granjas, aldeas y en ocasiones ciudades enteras quedaron abandonadas a medida que millares de refugiados huían aterrorizados a Constantinopla, mientras los campos de trigo ardían a sus espaldas. Adrianópolis y Didimótico se mantuvieron inexpugnables, pero sus guarniciones ya no se atrevían a tomar la iniciativa. La que fuera una de las zonas más ricas y fértiles del Imperio bizantino, se había convertido en un desierto.
En menos de una década, según Norwich, los almogáraves “catalanes” de Roger de Flor habían inflingido casi tanto daño al Imperio bizantino como los turcos en un siglo con el increíble agravante de que el emperador les había pagado por hacerlo. Peor aún: con el fin de reunir el dinero de sus salarios, Andrónico Paleólogo se había visto obligado “a devaluar la moneda e imponer gravámenes todavía más elevados a sus ya desesperados súbditos”.
Bizancio no tendría otra oportunidad similar de volver a reconstruir su imperio y la grandes alianzas cristianas se plasmarían después pero precisamente para combatir a los turcos otomanos, una vez que Constantinopla había caído ya para siempre y el imperio griego bizantino definitivamente destruido.
"No sé cómo poner algo de orden en mi relato, cómo comenzar, continuar o terminar. Destrozaron las imágenes santas, arrojaron las sagradas reliquias de los mártires a lugares que me avergüenza siquiera mencionar y esparcieron por todas partes el cuerpo y la sangre del Salvador. Estos heraldos del Anticristo se apoderaron de los cálices y las patenas, les quitaron las gemas y los usaron como copas...”. La crónica del historiador bizantino Nicetas Coniata sobre el saqueo de Constantinopla en 1203 es especialmente demoledora porque precede en dos siglos a la caída definitiva de la ciudad a manos de los turcos y porque es obra no ya de los infieles o herejes, sino de los mismos cruzados cristianos convocados por el papa Inocencio III para la malograda cuarta cruzada.