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El derecho de pernada no existía (y otros bulos que nos han llegado de la Edad Media)
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El derecho de pernada no existía (y otros bulos que nos han llegado de la Edad Media)

Jaume Aurell, catedrático de Historia medieval, desmonta en 'Legado de Gigantes' muchos mitos sobre esta época, incluido el supuesto derecho de los señores feudales de pasar la primera noche de bodas con la esposa de sus vasallos

Foto: 'El derecho del señor', cuadro de 1874  que muestra a un anciano entregando a sus hijas a un señor feudal. (Wikipedia)
'El derecho del señor', cuadro de 1874 que muestra a un anciano entregando a sus hijas a un señor feudal. (Wikipedia)

Si la Edad Media ha sufrido muchas insidias por puro desconocimiento —y muchas otras por mala fe—, la acusación de misoginia es una de las más injustas. Siempre he pensado que una sociedad capaz de generar personalidades tan sublimes como la polímata Hildegarda de Bingen, la poderosa Leonor de Aquitania, la carismática Catalina de Siena, la mística Brígida de Suecia, la guerrera Juana de Arco o la intelectual Christine de Pizan no puede ser misógina. Es posible que la sociedad medieval condenara a la mujer a desempeñar un papel subordinado al varón, como ha ocurrido hasta muy recientemente. Es seguro, también, que sufriera muchos abusos, como los ha sufrido durante toda la historia. Pero en la Edad Media no encontramos una actitud de sistemático menosprecio hacia la mujer o, mucho menos, de discriminación sistemática, que es más manifiesta en los siguientes siglos modernos y que, desgraciadamente, todavía se experimenta en tantos lugares del mundo. La prueba es que algunas de ellas supieron encontrar el hueco para desarrollar su personalidad arrolladora.

Sin embargo, una y otra vez el cine y la literatura han explotado hábilmente un tema que vende más porque tiene morbo, distorsionando la realidad de las cosas. Por ejemplo, se han cebado con el popular "derecho de pernada", que supuestamente consistía en la potestad del señor feudal de pasar la primera noche de bodas con la esposa de un vasallo suyo. Leí de un tirón, con mucha atención, el superventas de Ildefonso Falcones, La catedral del mar (2006). Me atrajo desde el principio su impecable y galopante trama, pero sobre todo me interesó la temática, puesto que era muy parecida a la de mi tesis doctoral, que publiqué años después, en colaboración con Alfons Puigarnau, como La cultura del mercader de la Barcelona del siglo XV (1998). Pero me desalentó mucho que la primera escena describe —y da por supuesto— cómo un señor feudal hace realidad el derecho de pernada con la novia de uno de sus vasallos, lo que precipita la venganza de Bernat Estanyol y está en la base de toda la trama del libro.

La falta de historicidad de Falcones tiene atenuante, pues no ha sido el primer literato o cineasta —ni, desgraciadamente, será el último— en aprovecharse de esta escabrosa leyenda para atraer desde el principio la atención del lector. Pero incluso en la mayor parte de los casos —pienso en las sublimes Fuenteovejuna, de Lope de Vega, y El alcalde de Zalamea, de Calderón— se hace de un modo genérico, no apelando específicamente a este derecho del señor feudal. Es cierto que La catedral del mar es ficción, pero los autores, en especial los superventas, saben perfectamente que la mayor parte de sus lectores tomarán por ciertas algunas de las costumbres que se dan por hecho en las novelas históricas, como es el caso del "derecho de pernada". Sin embargo, a nadie parece interesarle —ni siquiera a los supuestos especialistas— que un consumado historiador como Alain Boureau dedicara diez años de investigación y trescientas veinticinco páginas a un análisis pormenorizado de esta supuesta costumbre feudal para llegar a la conclusión de que en realidad nunca existió ni se practicó. Para que mis lectores me comprendan, es como si uno de esos premios Nobel que hacen un hallazgo científico (pongamos por caso el descubrimiento de la estructura molecular en forma de doble hélice del ADN por James Watson y Francis Crick) fuera ignorado o tergiversado por los futuros científicos o, más lamentablemente, por sus propios colegas especialistas. Basta con echar una ojeada a la Wikipedia sobre el derecho de pernada para comprobar que el autor de la página en francés (que sí ha tenido en cuenta las conclusiones de Boureau) habla abiertamente de esta costumbre como "leyenda", mientras que el autor de la página en español (que conoce a Boureau, pero lo cita solo tangencialmente) habla de "presunto derecho", y aunque afirma claramente que "los investigadores no han encontrado ninguna ley medieval que recogiera la prerrogativa del Ius primae noctis [derecho de la primera noche]", confunde este derecho con los abusos sexuales de los señores feudales, que, como en todas las épocas, sucedieron.

placeholder Cubierta de 'Legado de gigantes', de Jaume Aurell.
Cubierta de 'Legado de gigantes', de Jaume Aurell.

¿Por qué empiezo el apartado de las mujeres en la Edad Media con este tema tan desagradable? Porque es obvio que reconocer el derecho de pernada es bajar el listón del reconocimiento de las mujeres en la Edad Media hasta el subsuelo. Concedido esto, es imposible reconocer que la modernidad ha sido mucho más misógina que lo fue el Medievo. De hecho, el estatuto de la mujer se deterioró en las épocas subsiguientes, desde el Renacimiento hasta la época victoriana. Hasta bien entrado el siglo XX no se rescataron algunos de los valores que estas mujeres habían contribuido a consolidar.

La mujer medieval permaneció ciertamente en una especie de limbo, pero quedó liberada del purgatorio y del infierno de algunas de las épocas previas o posteriores. De entrada, a mí siempre me inspira sucesivas relecturas La ciudad de las damas, de la intelectual veneciana Christine de Pizan. Hacia 1405, esta feminista pionera declaraba solemnemente: "Si fuera costumbre mandar a las niñas a la escuela e hiciéranles luego aprender las ciencias, cual se hace con los niños, ellas aprenderían a la perfección y entenderían las sutilezas de todas las artes y ciencias por igual que ellos, pues aunque en tanto que como mujeres tienen un cuerpo más delicado que los hombres, más débil y menos hábil para hacer algunas cosas, tanto más agudo y libre tienen el entendimiento cuando lo aplican".

Sobre al autor y la obra

Jaume Aurell es Premio Extraordinario de doctorado en Historia Medieval por la Universidad de Barcelona (1995). La publicación de su tesis, sobre cultura mercantil mediterránea bajomedieval, le valió el Premio internacional Finale- Ligure Storico (Italia, 1997). Fue profesor de la Universidad de Barcelona y, desde 1998, de la Universidad de Navarra, donde actualmente es catedrático. Ha sido Visiting Scholar de los departamentos de Historia de las universidades de Cambridge (1998), Berkeley (1999), Sorbona (2000) y UCLA (2007). Es autor de numerosos libros, el último de los cuales es Legado de Gigantes (Rosamerón), donde hace pedazos el mito que la Edad Media fue una etapa oscura e irracional y rescata las aportaciones fundamentales de este período histórico, proponiendo al lector un decálogo de enseñanzas para nuestro tiempo. 

Si la Edad Media hubiera sido tan retrógrada, los "modernos" se habrían tomado por lo menos la molestia de recuperar esta idea y ponerla en práctica, pero se tardó más de seis siglos en conseguir que la mujer se incorporara de modo convencional a los estudios secundarios y universitarios. Lo que hay entre Christine de Pizan y Emmeline Pankhurst, la líder de las sufragistas —con algunas honrosísimas excepciones, como la ilustrada Mary Wollstonecraft—, son cinco siglos de un silencio sobrecogedor propiciado por la hipocresía de una modernidad descaradamente misógina.

La mujer no estaba, ciertamente, en el paraíso durante la Edad Media. Sin embargo, la estructura cristiana de la sociedad la colocaba en un lugar prominente de la comunidad, uno al que siempre se podía regresar sin temor a represalias, violencias o deberes feudo-vasalláticos, aunque sin especiales privilegios ni notoriedad desde el punto de vista social, a pesar de su función esencial. Más allá de los estereotipos, lo cierto es que la Edad Media dejó intersticios en los que las mujeres más extraordinarias pudieron brillar en algunos aspectos que finalmente fueron esenciales para el desarrollo de esa misma sociedad que las soslayaba.

Si la Edad Media ha sufrido muchas insidias por puro desconocimiento —y muchas otras por mala fe—, la acusación de misoginia es una de las más injustas. Siempre he pensado que una sociedad capaz de generar personalidades tan sublimes como la polímata Hildegarda de Bingen, la poderosa Leonor de Aquitania, la carismática Catalina de Siena, la mística Brígida de Suecia, la guerrera Juana de Arco o la intelectual Christine de Pizan no puede ser misógina. Es posible que la sociedad medieval condenara a la mujer a desempeñar un papel subordinado al varón, como ha ocurrido hasta muy recientemente. Es seguro, también, que sufriera muchos abusos, como los ha sufrido durante toda la historia. Pero en la Edad Media no encontramos una actitud de sistemático menosprecio hacia la mujer o, mucho menos, de discriminación sistemática, que es más manifiesta en los siguientes siglos modernos y que, desgraciadamente, todavía se experimenta en tantos lugares del mundo. La prueba es que algunas de ellas supieron encontrar el hueco para desarrollar su personalidad arrolladora.

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