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Cara a cara en la cárcel con José Bretón, el asesino de sus hijos: "Me pudo la impaciencia"
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Cara a cara en la cárcel con José Bretón, el asesino de sus hijos: "Me pudo la impaciencia"

El escritor Luisgé Martín se adentra en las profundidades del mal en 'El odio' (Anagrama). Para eso se carteó y visitó en prisión a José Bretón, que mató a sus hijos pequeños en 2011. Esta es aquella conversación

Foto: José Bretón, al escuchar el veredicto del juicio que le condenó a 25 años de cárcel. Saldrá en 2036 (EFE/Salas)
José Bretón, al escuchar el veredicto del juicio que le condenó a 25 años de cárcel. Saldrá en 2036 (EFE/Salas)

Escribí la primera carta a José Bretón en julio de 2021 y desde esa fecha intercambiamos –con frecuencia variable, pero con constancia– alrededor de sesenta cartas. En el verano de 2022 mantuvimos por primera vez una conversación telefónica: él me llamó a mi móvil mientras yo paseaba por Berlín y charlamos de asuntos banales ocho minutos exactos, que es el tiempo que duran las llamadas autorizadas.

Casi dos años y medio después de la primera comunicación, en diciembre de 2023, fui a visitarle por fin a la prisión de Herrera de la Mancha, donde estaba recluido desde 2016. Durante los últimos quince meses, yo había estado viviendo en California y esa cita personal, cara a cara, de la que habíamos hablado varias veces, había tenido que ir posponiéndose. Cuando decidí que viajaría a España para pasar las vacaciones de Navidad, le pedí que iniciáramos las gestiones para solicitar ese encuentro. El libro estaba casi acabado, pero no podía darlo por cerrado sin ver a Bretón frente a frente y conversar con él de todo lo que ya habíamos hablado en nuestra larga correspondencia.

El día veintiséis de diciembre recorrí por carretera la distancia entre Madrid y Herrera de la Mancha. Durante todo el trayecto hubo una niebla rasante que impedía ver el paisaje austero de Castilla. Yo, además, había pasado el día de Navidad en cama, enfermo de alguna dolencia que los médicos no sabían identificar y que cada tarde, desde una semana antes, me obligaba a adormilarme entre la fiebre. El viaje, por lo tanto, tuvo un aire casi místico o metafísico: con el cuerpo mal templado, tembloroso por el frío y rodeado por blanquísimas nubes bajas, fui al encuentro del hombre que había asesinado a sus dos hijos y que representaba el mal absoluto.

placeholder 'El odio', de Luisgé Martín. (Anagrama)
'El odio', de Luisgé Martín. (Anagrama)

La cita me inquietaba, me producía un disgusto irracional. Quizá la había ido retrasando –con buenos pretextos– hasta que se había hecho impostergable. En algún momento llegué a pensar incluso si aquella entrevista era necesaria: tenía ya toda la información que quería o que iba a ser capaz de conseguir, de modo que el libro podría quedar cerrado sin que yo viera a Bretón. Sin embargo, esa renuncia me hacía sentir siempre cobarde y mediocre, pues lo que yo había tratado de escribir –lo que había escrito– no era una crónica del crimen o un relato explicativo de motivaciones y actos, sino sobre todo un retrato oscuro del asesino y una cavilación temerosa acerca de la miseria humana y de los límites de la crueldad. Tal vez el encuentro con Bretón no me aportara datos nuevos, pero ver sus ojos mirando a los míos me serviría sin duda para entender algo mejor lo que había ocurrido.

En las dos horas de viaje hacia la cárcel volví a repasar el dilema con el que me enfrentaba: ¿debía aborrecer incondicionalmente a José Bretón, que había perdido sus atributos humanos cometiendo el peor crimen de entre todos los posibles, o debía aceptar la compasión que sus cartas me habían acabado inspirando? ¿No estaba, tal vez, cumpliendo el augurio de ese amigo que me advirtió del peligro de que Bretón manipulara mis sentimientos?

Había tratado de escribir un retrato oscuro del asesino y una cavilación temerosa acerca de la miseria humana y de los límites de la crueldad

A principios de diciembre, al llegar a España, les había contado a mi madre y a mis hermanas que estaba escribiendo un libro sobre José Bretón. A pesar de mi primer temor, no se escandalizaron. Mostraron curiosidad por entender y me hicieron preguntas que en muchos casos no supe ni sabré nunca responder.

Cuando Bretón, unos días después, me telefoneó para pedirme que le llevara a la cárcel algunas prendas de ropa –ya me había pedido antes unos libros de historia y prehistoria de la Universidad a Distancia–, le encargué a mi madre que las comprara, dado que yo no iba a tener tiempo de hacerlo. Unas zapatillas de deporte, dos camisas, un gorro de lana y algún abrigo que le protegiera del frío en el patio helado de La Mancha. Mi madre no sintió ninguna vergüenza por comprarle ropa a un asesino. Fue a las tiendas del barrio y, además de lo que le había encargado, compró una sudadera. Mi hermana mayor pasó por una tienda en busca de regalos navideños y añadió unos calcetines al paquete.

Ninguna de ellas había leído las cartas de Bretón ni había sido sugestionada por sus palabras o sus supuestas argucias de psicópata, pero a pesar de ello sentían compasión. Les daba igual que fuera un monstruo, un asesino feroz que había acabado con la vida de sus propios hijos. Veían únicamente, como yo, al hombre desamparado. Imaginaban su soledad, el frío de la cárcel royéndole los huesos, su desnudez.

Durante el viaje pensé en los calcetines que había comprado mi hermana –unos calcetines modernos, de rayas coloridas– y sentí cierta ternura. Tal vez era la educación que nos habían dado mis padres lo que nos protegía del cinismo y de la insensibilidad. Recordé entonces la célebre fórmula de Blackstone, que fundamenta todo el derecho penal moderno: "Es preferible que cien personas culpables puedan escapar a que un solo inocente sufra". A pesar de mi visión sombría de la naturaleza humana, siempre he elegido confiar en la buena fe de los otros, incluso en la de aquellos cuya fama lo desaconseja. Es preferible que cien farsantes o manipuladores te engañen a que un solo hombre bueno –o arrepentido– se sienta abandonado. No sé si José Bretón sigue siendo hoy un farsante que trata de engañarme en sus cartas para su beneficio, como ya engañó a otros antes, o si se ha convertido en un hombre al que la vida le ha pasado por encima, arrollándole, y le ha vuelto dócil y penitente. Pablo de Tarso caído del caballo, ciego durante tres días, rehabilitado para la bondad. Nadie puede asegurar que esa rehabilitación es imposible. Nadie puede asegurar, tampoco, que se ha producido ya. Nadie puede asegurar, en fin, que se produzca.

Nadie puede asegurar que esa rehabilitación es imposible. Nadie puede asegurar que se ha producido ya. Ni asegurar que se produzca

Llegué a la prisión a media mañana y atravesé el largo corredor alambrado que lleva hasta los edificios públicos. Allí me recibió un funcionario que me estaba esperando. Pasé por el arco de seguridad, entregué el paquete que traía para Bretón y guardé en una taquilla el resto de mis objetos personales, salvo un cuaderno y un bolígrafo. Después, atravesando un patio, otro funcionario me condujo hasta la sala de comunicaciones, que estaba recién reformada. Me asignaron un locutorio y allí, aliviado por la calefacción, esperé a que trajeran a Bretón.

Tardó apenas un minuto. Lo vi entrar desde lejos: un hombre bajo, vestido con un mono de obra, más grueso de lo que era cuando mató a sus hijos. Me miró con una sonrisa amable y se sentó al otro lado del cristal donde yo estaba. Su cara se había ensanchado y el pelo le había menguado un poco. Tenía una perilla mal cortada.

–Creí que tenías barba –me dijo–. Solo te había visto en las fotos de tus libros.

El intercomunicador del locutorio no funcionaba bien: acababa de ser instalado y las voces reverberaban como si hubiera un eco metálico. Hicimos varias pruebas y al final decidimos apagarlos y hablar subiendo la voz a través del cristal. En el resto de los locutorios no había nadie y podíamos gritar sin causar molestias.

–Nunca te he preguntado por qué aceptaste colaborar conmigo para hacer este libro, José. Cuál es tu interés.

Necesitaba decir que me arrepiento –respondió sin titubear–, que el hombre que mató a Ruth y José quiere pedir perdón por el daño que hizo.

Me quedé callado. Me estaba mirando con un gesto dócil, frotándose los dedos de las manos.

–Me pareciste una persona seria y confié en que podrías ayudarme –añadió antes de que yo respondiera–. Eres escritor, no periodista. No he tenido muy buena experiencia con los periodistas. Ellos creen que su obligación es destruirme y no tienen necesidad de escuchar lo que les digo.

–Pero tienes que admitir que es difícil confiar en ti –dije para apartarme rápidamente del encantamiento.

–Lo sé. No espero que nadie me perdone.

placeholder José Bretón, durante el juicio. (EFE)
José Bretón, durante el juicio. (EFE)

Todo el mundo espera ser perdonado de sus pecados. El catolicismo nos ha convencido de que es un trámite sencillo: basta con arrepentirse, hacer propósito de enmienda y confesar la falta ante el propio Dios. Pero la misericordia humana es mucho más medrosa y menguada que la divina. Tal vez porque Dios no existe y nosotros sí.

–¿Te atreverías a sentarte algún día con Ruth para pedirle perdón?

Por primera vez, se sintió desconcertado. Agachó los ojos e hizo un ademán de fragilidad, como si en un instante pudiera recordar cosas que le hacían daño.

–No existe esa posibilidad ni va a existir –dijo después–. La sentencia me prohíbe acercarme a ella durante el resto de mi vida. Y además Ruth no puede perdonarme, es imposible que lo haga. Tampoco creo que yo me atreviera ahora a sentarme delante de ella. Pero sí me gustaría poder pedirle perdón, claro. Leí en un periódico una entrevista con ella en la que decía que tenía miedo de que yo saliera de la cárcel porque podría querer hacerle daño, matarla a ella también. Y eso me entristeció. Es ella la que tendría razones para matarme a mí, no al revés.

Hizo una pausa breve y volvió a perder la mirada en el fondo de la memoria.

–No sabría qué decirle. Ni siquiera sé qué decirme a mí mismo, cómo entender lo que pasó. Yo he tenido que perdonarme, porque si no no podría seguir viviendo, pero nadie más puede hacerlo. Si hubiera sido al revés, si Ruth hubiera matado a nuestros hijos, yo la habría perdonado, porque es un sentimiento que me sale con naturalidad. Pero entiendo que ella no me perdone jamás y que me desee todo el mal del mundo. Me lo he ganado con creces.

–¿Puedes tratar de explicarme a mí lo que pasó? ¿Puedes contarme todo lo que aún no me has contado?

–Te lo he contado todo. Todo lo que es posible contar –dijo.

"Si hubiera sido al revés, si Ruth hubiera matado a nuestros hijos, yo la habría perdonado, porque es un sentimiento que me sale con naturalidad"

–¿Cuándo tomaste la decisión de matarlos? –pregunté–. El quince de septiembre, Ruth te dice que no podéis seguir juntos. El ocho de octubre, matas a tus hijos. En algún momento de esas tres semanas se te pasó por la cabeza que tenías que matar a Ruth y a José. ¿Cuándo fue?

–No lo sé –dijo casi sin pensarlo–. No lo sé.

Y comenzó entonces a hacer el relato completo de los hechos de aquellos días, que coinciden básicamente con los recogidos en las investigaciones policiales y en el sumario.

–Un día vi a Ruth muy triste y le pregunté qué le pasaba. No quiso contármelo, pero insistí y acabó confesándome que estaba triste porque se había enterado de que su antiguo novio, Alfonso, el chico con el que estaba cuando me conoció a mí, se había casado. Yo me quedé estupefacto. Me enfadé mucho y dije que me iba de allí. Ella intentó detenerme, me pidió que habláramos, pero yo estaba furioso y me fui a Córdoba ese mismo día.

"A la mañana siguiente ya estaba más tranquilo. Me llamó su hermano para preguntarme qué pasaba, pero no hablé con Ruth. Comencé a echar de menos a mis hijos. No podía quedarme en Córdoba, había que solucionar el problema de algún modo. Por fin hablamos por teléfono. Ella me pidió que hiciéramos una terapia de pareja y yo acepté. Pero nunca llegamos a empezar, porque Ruth fue a un psicólogo (al mismo que estaba yendo su hermano después de separarse de su mujer, la que había echado sal en los biberones de mi hijo José) y el psicólogo le dijo que nuestra relación no tenía ningún arreglo. Sin conocerme, sin hablar conmigo. Le dijo que la gente no cambia y que yo no iba a cambiar. Y ella decidió que era así. Quiso creerle. Cuando llegué a casa y no había nadie, la telefoneé. Me dijo que ni ella ni los niños iban a volver. Ahí se acabó todo.

"Yo hablé en los siguientes días con el cura que nos había casado, con familiares y con amigas de ella para intentar encontrar una solución, para conseguir que me diera una oportunidad. Pero Ruth se mantuvo firme. Se empecinó en que no había ninguna posibilidad de cambiar y en que no tenía sentido por lo tanto volver a intentarlo.

"Me imaginaba a mi hija Ruth y a mi hijo José con mi suegra o con mi cuñada, la que había estado detenida en Portugal. Y me ponía enfermo"

"En aquellos días yo empecé a sentir mucha angustia. No por la separación de Ruth, que me parecía lógica y aceptable, sino por mis hijos. Una separación siempre tiene consecuencias con los hijos. Incluso si todo va bien, dejas de verlos mucho tiempo. Y yo no quería dejar de ver a mis hijos. La distancia es el olvido.

"Pero además me obsesionaba la idea de que se educaran al lado de la familia de mi mujer, que a mí me parecía una familia tóxica. Después del asunto del biberón yo me había alejado mucho de ellos, solo veía problemas allí dentro. Y me deprimía la idea de que mi hija Ruth y mi hijo José crecieran entre ellos sin estar yo delante. Ahí fue cuando empecé a volverme loco.

El cristal grueso que separaba los dos espacios del locutorio tenía aún en los laterales los precintos de la instalación y estaba sucio. Yo veía el rostro de Bretón un poco desfigurado por esa mugre, que eran seguramente huellas de los operarios y restos del yeso de la obra. Pero, a pesar de eso, distinguía con claridad sus gestos, y me di cuenta de repente de que sus ojos estaban húmedos. Los abría mucho para que las lágrimas no se espesaran y no cayesen: no quería llorar delante de mí.

–¿Volverte loco? –le pregunté para que no perdiera el hilo.

–No paraba de pensar en ello día y noche. Me imaginaba a mi hija Ruth y a mi hijo José con mi suegra o con mi cuñada, la que había estado detenida en Portugal. Y me ponía enfermo. No podía aceptarlo, pensaba que iba a salir todo mal.

placeholder Bretón, durante el juicio. (EFE/Rafa Alcaide)
Bretón, durante el juicio. (EFE/Rafa Alcaide)

Hizo una pausa y trató de buscar otras palabras, de decirlo más expresivamente, pero no supo.

–Hay muchas parejas que se separan y al cabo de un tiempo se dan cuenta de que no pueden vivir uno sin el otro. O de que pueden vivir, pero mucho peor. Y entonces se reconcilian. ¿Por qué no pensaste eso?

–No lo sé. Ruth tenía muy claro que no había ninguna posibilidad. Pero yo también lo pensaba. Nuestra relación sentimental se había acabado, por eso yo le propuse que conviviéramos en la misma casa, que siguiéramos juntos, aunque cada uno hiciese su vida. Ella podría estar con Alfonso, si es lo que quería, y yo podría encontrar otra mujer, pero los dos tendríamos a nuestros hijos. Eso es lo que yo deseaba, que no se perdiera para ellos esa idea de hogar y que pudiésemos vernos todos los días. -Dudó durante un instante y se corrigió–: Se lo propuse en la carta que le escribí, pero no me atreví a proponérselo en persona cuando nos reunimos aquellos días, porque solo con verle la cara me daba cuenta de que me iba a responder con una negativa rotunda. Estaba claro que no quería negociar nada conmigo, se tenía que hacer todo como ella había decidido que se hiciera. Por eso poco a poco me fui convenciendo de que la única salida era acabar con la vida de mi hija Ruth y mi hijo José.

Bretón le propuso eso a Ruth –tácitamente– en la larga carta que le entregó el día antes de matar a los niños: "Nombro tanto a ese hombre porque es muy importante en tu vida y, por tanto, en la mía. Y no sé si es una comparación buena. Pero yo voy a luchar por nuestra familia, como tú has hecho a lo largo de tu vida por él. [...] Tú y él sois muy importantes el uno para el otro, pero... yo lo acepto y lo admito así". No nombraba a Alfonso, pero aceptaba que siguiera presente en su vida. Aunque ese consentimiento estaba tan entreverado en promesas de amor y en ruegos de todo tipo que no parecía muy decidido.

–En aquella carta tú le prometías a Ruth que ibas a cambiar completamente y que ibas a ser el marido perfecto que no habías sido hasta entonces.

Bretón no se arredró: todo lo que iba diciendo tenía un sentido coherente que solo podía provenir de la verdad, de la verdad inventada o de un argumentario criminal muchas veces repasado y aprendido para que fuera convincente.

–En aquella carta le ofrecía muchas cosas para que ella pudiera elegir. Para que no me dijera que no. Le ofrecía convertirme en otra persona y amarla. Pero le ofrecía también que ella amara a Alfonso y me dejara simplemente estar a su lado, o al lado de mi hija Ruth y mi hijo José. A mí me habría valido cualquier solución. Lo que quería era estar al lado de mis hijos. Necesitaba estar al lado de mis hijos.

Muchas de las mentiras de un ser humano son sinceras: quien las repite las cree con convencimiento. Es lo que pensé de José Bretón

Muchas de las mentiras de un ser humano son sinceras: quien las repite las cree con convencimiento. Es lo que pensé de José Bretón al oírle hablar. Ya me había contado antes en sus cartas ese relato de los hechos, pero en la cárcel, al ver cómo lo explicaba personalmente, gesticulando, con los ojos enrojecidos, tuve la certeza de que lo creía de verdad. Tal vez se lo ha contado a sí mismo tantas veces desde el ocho de octubre de 2011 que ha acabado pensando que esa es la verdad.

A menudo no somos capaces de soportar nuestros errores o nuestros actos miserables e inventamos argumentos decorosos para justificarlos. Si el día en que nuestra madre murió dejamos de visitarla en el hospital para ir a un hotel con un amante insustancial que estaba de paso en la ciudad, seguramente inventaremos que sentíamos por él un amor romántico imperioso y que no había lujuria, sino pasión. Después, en los siguientes meses y años, nos repetiremos la historia de ese amor grandioso cada vez que imaginemos a nuestra madre muriendo sola en el hospital, se la contaremos a otros, y al cabo del tiempo estaremos convencidos de que las cosas ocurrieron así.

–Nadie puede creer que mataras a tus hijos para que no se educaran con la familia de tu mujer, José –le dije con sequedad–. Yo tampoco. Estoy seguro de que no quieres mentirme, de que tú mismo crees que lo hiciste por esa razón. Probablemente has necesitado esa reconstrucción mental para poder perdonarte lo que hiciste.

–Me cabrea mucho que creas eso –dijo sin demasiada irritación–. A estas alturas de mi vida no tengo ninguna necesidad de mentir, y mucho menos a ti. Decir la verdad es lo único que me puede salvar, y voy a seguir haciéndolo porque me viene muy bien para mi bienestar emocional. No puedo aceptar que hay una reconstrucción mental mía que falsea la realidad. Yo soy el que conoce esa realidad, el que conoce todo el mal que hice. Los demás son víctimas. Por supuesto, y antes que nadie, mi hija Ruth y mi hijo José. Y luego su madre, Ruth, su familia y también la mía.

Mataste a tus hijos para hacerle daño a Ruth, para vengarte de ella.

Lo negó con un mohín asustadizo. Golpeó con la punta de los dedos la parte inferior del cristal.

–¿De qué iba a vengarme? Yo estaba de acuerdo con la separación. Me parecía bien. Incluso empecé a buscar a otra mujer, llamé a Conchi y estuve a punto de quedar con ella. A mí no me parecía mal el divorcio, pero me atormentaba esa incertidumbre, el hecho de no saber qué iba a pasar con mis hijos.

–Acababas de separarte de Ruth, podía ocurrir cualquier cosa: que volvierais a estar juntos, que te dieran la custodia, que encontrarais otra normalidad más plácida enseguida. Aunque te atormentara la idea de que tus hijos crecieran al lado de la familia de tu mujer, ¿por qué no esperar a ver qué ocurría? ¿Por qué matarlos tan solo tres semanas después?

Por la impaciencia –dijo con solemnidad casi religiosa. Y después se calló, como si hubiera revelado un secreto guardado durante mucho tiempo.

Por la impaciencia. Le miré durante unos segundos y esperé a que me explicara qué quería decir.

–Por la impaciencia –repitió–. Necesitaba que esa situación se acabara, que desaparecieran las dudas y la incertidumbre. Es como si se me hubiera metido un monstruo dentro de la cabeza que no me dejara dormir ni pensar en otra cosa. No podía encontrar soluciones. Y cada día era peor que el anterior.

–Por la impaciencia –repitió–. Necesitaba que esa situación se acabara, que desaparecieran las dudas y la incertidumbre

Era una explicación criminal deslumbrante, con hilos de realismo mágico. Miré el rostro de Bretón –un rostro calmado, afable, con los ojos llorosos– y tuve la certeza de que no estaba tratando de engañarme. Llevaba años contándose esta historia a sí mismo y la creía. Había convertido el odio que sintió por Ruth en preocupación desinteresada por sus hijos y en impaciencia.

La impaciencia es, según la Real Academia, la "intranquilidad producida por algo que molesta o que no acaba de llegar". Bretón recuerda que en aquellos días comenzó a sentir una angustia cada vez más grande, que se convirtió enseguida en una especie de alucinación aterradora. Y entonces apareció una imagen que le dio alivio: la de sus hijos muertos.

–¿Cuándo apareció esa imagen?

–No lo sé, no lo recuerdo. Cuando Ruth me abandonó entré en cólera. Al principio no tuve pensamientos extraños, pero después se fue abriendo paso la idea del asesinato. No recuerdo más. La última semana, quizá. La última semana.

placeholder José Bretón, durante el juicio. (EFE/Salas)
José Bretón, durante el juicio. (EFE/Salas)

A partir de ese momento, la idea de asesinarlos le producía consuelo. Podría haberse suicidado –ya lo había intentado antes– o haber matado a su esposa, pero ninguna de esas cosas le calmaba. Podría haber secuestrado a Ruth y José y habérselos llevado a algún país remoto, a Rusia o a Brasil, pero ese plan no le parecía razonable.

–Lo pensé, pero no tuve dudas: me habrían encontrado enseguida, no habría podido salir de España. Y al final habría acabado en la cárcel, sin poder ver a mi hija Ruth y a mi hijo José.

Se fue convenciendo de que tenía que matar a sus hijos. Y entonces empezó a maquinarlo todo.

–Pero hay algunos hechos que contradicen esta cronología –le dije–. Habías ido ya al psiquiatra para conseguir el Orfidal.

Volvió a responder inmediatamente, sin vacilar:

–El Orfidal no lo había comprado para matar a mis hijos. Yo tengo muchas manías, ya lo habrás leído en alguna parte. Una de ellas es la de no soportar el ruido que hace la gente al masticar. Había tenido varias discusiones con Ruth por esa razón. Yo comía con tapones en los oídos para no oír a nadie. Y cuando le prometí que íbamos a ir a una terapia de pareja y que yo iba a cambiar, pensé que una de las primeras cosas que tenía que hacer era corregir esa manía. Por eso fui al psiquiatra y por eso tenía el Orfidal: para poder empezar a afrontar todas las cosas malas que había en mí y que le causaban infelicidad a Ruth. Luego, cuando me volví loco, se me ocurrió que podía usarlo con los niños.

El plan de Bretón, a pesar de sus numerosos errores de ejecución, parecía haber sido calculado con precisión matemática y con frialdad: los medicamentos, la leña, el gasóleo. Él asegura, sin embargo, que fue todo improvisado.

–No busqué información en ninguna parte, no hice ninguna investigación –me dijo con un gesto abrumado cuando le pregunté si indagó en la deep web o utilizó algún método semejante para preparar el crimen–. Todos hemos visto muchas películas y somos capaces de imaginar algo así. Había dos condiciones que tenían que cumplirse: que murieran sin sufrimiento y que los cuerpos desaparecieran luego para que no los encontraran. Sin cadáveres no hay crimen, eso está en cualquier novela policiaca. Tenía los medicamentos y tenía la leña en la finca, solo tuve que comprar el gasóleo.

–¿Estás seguro de que los niños no sufrieron?

Es una pregunta que nunca le había hecho por carta. Me daba miedo escuchar su respuesta, pero su expresión fue tranquilizadora y habló, como siempre, con firmeza. Sus ojos seguían húmedos por las lágrimas.

–Absolutamente seguro. Disolví las pastillas machacadas en agua con azúcar y se la di para que bebieran. Antes de poner los cuerpos en el fuego comprobé que no respiraban, estaban ya muertos. No se enteraron de lo que iba a pasar. Confiaron en mí. No hubo miedo ni dolor ni ningún tipo de sufrimiento.

"Antes de poner los cuerpos en el fuego comprobé que no respiraban, estaban ya muertos. No se enteraron de lo que iba a pasar"

Sentí un alivio extraordinario, como si hubieran sido mis propios hijos. Más tarde, regresando en el coche a Madrid de nuevo entre la niebla, me di cuenta de que en todo el tiempo que había estado investigando sobre José Bretón y su crimen, no había averiguado nada sobre los niños. Tenía de ellos la imagen arcangélica que se tiene –sin razón– de casi todos los niños. Ruth era más tímida y José era travieso y sonriente. Nada más. Encarnaban la inocencia, la pureza, la fragilidad.

–Muchas veces he imaginado tus últimos viajes en coche con Ruth y José –le dije–. Cuando fuiste desde Huelva a Córdoba el día antes de matarlos. O incluso el mismo día, cuando los llevabas a la finca. ¿Qué hablaste con ellos? ¿No sentiste compasión?

–La mañana del día ocho fui a despertarlos, pero cuando llegué a la cama mi hijo José ya estaba despierto y me echó los brazos para que lo cogiera. Al hacerlo pensé: "Vaya tela que sea hoy el último día que te vea, pero no puedo soportar la idea de que pases momentos allí". No recuerdo nada más. No sé si hablé con ellos, pero no hubo palabras especiales. No hubo despedidas ni sentimentalismo. Yo estaba ido. Solo pensaba en que todo acabara.

–La impaciencia –dije, sin burla.

Él lo repitió, asintiendo:

–La impaciencia.

–¿No recuerdas lo último que les dijiste? ¿Lo último que te dijo tu hija Ruth?

–No recuerdo nada. Estaba poseído, no era capaz de pensar en nada, de fijarme en nada. Solo en cumplir con el plan.

Para vengarte de Ruth –dije una vez más, con miedo de que la insistencia le irritara.

–Si quieres llamarlo venganza, puedo reconocerlo –aceptó mansamente–. Pero yo no tenía el sentimiento de venganza, creía que estaba protegiendo a mis hijos de un futuro terrible.

"Nunca sucederá que yo entregue a mis hijos a los enemigos para recibir un ultraje", dice Medea antes de matar a sus hijos. "Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que lo es, los mataré yo que les he dado el ser. Está completamente decidido y no se puede evitar". Y poco después añade: "Sí, conozco los crímenes que voy a realizar, pero mi pasión es más poderosa que mis reflexiones y ella es la mayor causante de males para los mortales".

Resulta extravagante que en la obra más famosa de toda la historia de la literatura sobre la violencia vicaria –aunque muchos lectores negarían que este sea el asunto de Medea– la asesina sea una mujer. Y resulta más extravagante aún que Medea simbolice no la monstruosidad criminal, sino la pasión desbocada, la resistencia ante el abuso y la independencia femenina.

Las palabras de Eurípides son estremecedoras y podrían ser puestas en boca de José Bretón: "Mi acción está decidida: matar cuanto antes a mis hijos y alejarme de esta tierra; hoy no deseo, por vacilación, entregarlos a otra mano más hostil que los mate. Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es preciso, los mataré yo que los he engendrado. Así que, ¡ármate, corazón mío! ¿Por qué vacilamos en realizar un crimen terrible pero necesario? ¡Vamos, desdichada mano mía, toma la espada! ¡Tómala! ¡Salta la barrera que abrirá paso a una vida dolorosa! ¡No te eches atrás! ¡No pienses que se trata de tus hijos queridísimos, que tú los has dado a luz! ¡Olvídate por un breve instante de que son tus hijos y luego... llora!".

El odio de Bretón hacia Ruth Ortiz es semejante al que siente Medea por Jason: un odio cegador, oscuro, temerario; un odio indomable

El odio de Bretón hacia Ruth Ortiz es semejante al que siente Medea por Jason: un odio cegador, oscuro, temerario; un odio indomable. "A tu corazón, como debía, he devuelto el golpe", le dice Medea a Jason después de la muerte de sus hijos. E insiste: "Ellos ya no viven. Esto te morderá". Y cuando Jason le pregunta por qué los mató, ella responde sin titubeo: "Para causarte dolor".

A menudo se dice que el amor, el poder y el dinero –en ese o en otro orden– mueven el mundo. Pero yo me inclino a pensar que es más frecuentemente el odio quien lo hace. Es el que exige menos constancia, el que puede cambiar el rumbo de la vida con un solo acto. El amor necesita persistencia. El poder y el dinero –más aún– son laboriosos, incluso cuando se heredan, y requieren también de perseverancia. El odio, en cambio, hace saltar en pedazos todo lo que se pone a su paso. Las guerras duran cien años. Los cadáveres nunca vuelven a ser seres humanos. Construir una catedral lleva un siglo, pero puede ser derruida en pocas horas.

–¿Cuándo te diste cuenta de que lo que habías hecho era una monstruosidad? –le pregunté después de un silencio que resonó a través del cristal.

–Allí mismo, al pie de la hoguera, en cuanto los cuerpos empezaron a arder. "¡Pero qué has hecho!", me repetía una y otra vez. "¡Pero qué has hecho! ¡Qué has hecho!" Ojalá hubiera podido dar marcha atrás en ese momento. Pero ya no había remedio. –Hizo una pausa y miró hacia dentro, hacia su propia memoria. Repitió–: Fue allí mismo, delante del fuego. Como si las llamas rompieran el hechizo.

placeholder La finca de Las Quemadillas donde fueron asesinados los niños. (EFE/Salas)
La finca de Las Quemadillas donde fueron asesinados los niños. (EFE/Salas)

Quería preguntarle si lloró al darse cuenta de lo que había hecho realmente, pero no me atreví. Ahora, mientras lo contaba, estaba llorando con vergüenza. Se secó las lágrimas antes de que cayeran. Apartó los ojos, los escondió detrás de un cristal en el que no podía esconderse nada. Yo, mientras le observaba, me sentí reconfortado por su llanto seco y silencioso, que justificaba o salvaba mi compasión por él, mi confianza crédula en lo que me estaba contando, mi afecto por el monstruo.

Los actores emplean métodos profesionales para llorar: se ponen aceite de menta en los ojos o usan labial de lágrimas, un producto creado específicamente para ese propósito. A algunos les basta con no pestañear durante un rato. Otros, los más teatrales, los que leyeron a Stanislavski o estudiaron en Actors Studio, son capaces de llorar sin estímulos fisiológicos, mediante la evocación de un recuerdo doloroso: la muerte de alguien muy querido o una ruptura sentimental. No creo que José Bretón usara ante mí ninguna de esas técnicas de estudio cinematográfico. Pero las personas diagnosticadas con un trastorno narcisista de la personalidad, como él, tienen siempre la marca de la duda. Quizá no lloró por sus hijos muertos, sino por sí mismo, por el hombre que dejó de ser aquel día, delante del fuego. Yo estoy seguro de que lloró sin impostura, pero tal vez logró engañarme. O tal vez la impostura es, en él, una piel que no puede separarse de la carne.

–¿No sentiste la necesidad en ese momento de confesarlo todo?

–No podía hacerlo –respondió casi antes de que yo hubiera terminado la pregunta–. Eso significaba ir de cabeza a la cárcel, y yo no quería ir a la cárcel.

–¿De verdad pensaste que ibas a librarte?

–Por supuesto que lo pensé –dijo con vehemencia–. Si no había cuerpos, no podían acusarme de nada. No podían condenarme. Estuve a punto de conseguirlo. Me faltó solo un poco más de suerte.

"Si no había cuerpos, no podían acusarme de nada. No podían condenarme. Estuve a punto de conseguirlo. Me faltó solo un poco más de suerte"

Estas últimas palabras me desagradaron. Por primera vez desde que estábamos hablando, vi en él al asesino frío y calculador que había matado a sus hijos. Me dio la impresión de que había desaparecido de su expresión durante un instante el remordimiento. La culpa. Más tarde, mientras regresaba a Madrid entre la niebla, pensé que debería haberle preguntado por ese sentimiento: la culpa. En estos años habíamos hablado del dolor, del arrepentimiento, de la penitencia y del perdón, pero nunca habíamos usado esa palabra tan católica: culpa. ¿Cree Bretón, como Medea, que la culpa en realidad es de Ruth, que le obligó a actuar así? "¡Oh, hijos, qué madre malvada os cayó en suerte!", grita desgarrado Jason. "¡Oh niños, cómo habéis perecido por la locura de vuestro padre!", responde Medea.

–¿Y en aquellas semanas, antes del crimen, llegaste a pensar cómo sería el resto de tu vida si te librabas de la cárcel? –Esta vez me miró como si no entendiera–. Cómo podrías seguir viviendo sin tus hijos –le explico.

–No pensé en nada de todo eso –repitió una vez más–. Estaba obsesionado con la idea de cerrar ese capítulo y pasar página. Romper todo el pasado y centrarme únicamente en el futuro. Ojalá me hubiera dado cuenta de lo que iba a ocurrir. Ojalá hubiera tenido un poco de sentido común.

Me dijo –como me había dicho ya otras veces en sus cartas– que a menudo pensaba en cómo serían sus hijos ahora, qué estarían haciendo, qué amores tendrían. Yo estoy seguro de que también piensa en sí mismo, en la vida que podría llevar si no hubiera drogado a sus hijos hasta matarlos y hubiera quemado luego los cuerpos para hacerlos desaparecer. Sería probablemente un hombre vulgar, insignificante, quizá bienaventurado. Tendría un trabajo corriente, viviría en un piso de Córdoba, tal vez habría vuelto a enamorarse de una mujer –de Conchi o de otra distinta–, recogería a sus hijos en semanas alternas para llevarlos a su casa, discutiría con ellos por los conflictos banales de la adolescencia, pasaría seguramente apuros para llegar a final de mes (pagar el alquiler y las pensiones compensatorias o la parte correspondiente de los gastos generales de Ruth y José), visitaría algunos días a sus hermanos e iría envejeciendo, como casi todos los seres humanos, con una melancolía áspera. Es probable también que hubiera seguido siendo un hombre atrabiliario y cada vez más aislado dentro de sí mismo; un macho herido entregado a la tarea de vengar en otras mujeres el abandono de Ruth.

Yo estoy seguro de que también piensa en sí mismo, en la vida que podría llevar si no hubiera drogado a sus hijos hasta matarlos

Bretón imagina también con frecuencia, sin duda, cómo habría transcurrido su vida si la policía no le hubiera atrapado. Quizá sus fantasías no cambien mucho: un trabajo sin brillo, un piso en Córdoba, una mujer devota y unas costumbres rutinarias pero placenteras. Habría podido estar presente en la muerte de sus padres, acompañarlos en los últimos momentos, ir al cementerio y echar el puñado simbólico de tierra que sirve para cubrir el corazón, lo primero que uno desea olvidar. Quizá tendría ese sentimiento de culpa cada noche y el insomnio le haría perder la razón. Es ya imposible saberlo.

Había pasado algo más de una hora y teníamos que terminar nuestro encuentro. El cuaderno en el que había ido anotando la conversación estaba lleno de garabatos y de abreviaturas que tendría que repasar esa misma noche para no olvidar nada.

–Tengo que irme, José –le dije.

Hizo un gesto de resignación. Es un hombre solitario. No recibe visitas, está atrapado en esa prisión manchega sin ningún hilo que le una al mundo. Está al tanto de lo que ocurre fuera por las noticias de la televisión y por lo que le cuentan otros presos. Nada más. Ningún afecto, ningún nudo. Es, de alguna forma paradójica, el hombre más libre: no tiene obligaciones ni ligaduras con nadie.

placeholder Una concentración por los niños cuando aún se hallaban desaparecidos en 2012. Bretón ya estaba detenido por sospechoso. (EFE/Salas)
Una concentración por los niños cuando aún se hallaban desaparecidos en 2012. Bretón ya estaba detenido por sospechoso. (EFE/Salas)

–¿Y a partir de ahora? –preguntó.

En una carta le prometí que no me olvidaría de él cuando hubiéramos terminado el libro. Quiero cumplir esa promesa, pero no sé cuál es el vínculo que podemos tener en el futuro. Seguiré escribiéndole. Quizá vaya a verle de nuevo a la cárcel. Él deberá salir de prisión en 2036, cuando se cumplan veinticinco años de sus crímenes, y en esa fecha, todavía lejana, nadie sabe qué habrá sido de nosotros.

–Te escribiré –respondí–. No voy a olvidarme de ti.

–Quiero pedirte un favor –dijo–. Me gustaría que incluyeras en el libro una carta mía de arrepentimiento. Solo si te parece bien.

–Envíamela –le pedí sin saber todavía qué pensar. El arrepentimiento es una condición para poder obtener permisos penitenciarios antes del final de la condena, pero Bretón sabe que a él no le serán concedidos esos permisos: no tiene a nadie que le avale ni le acoja; no tiene una casa a la que ir.

Al despedirnos, hice un gesto melodramático que había visto en las películas carcelarias muchas veces: puse la palma de la mano abierta en el cristal. Bretón no lo hizo. Me sonrió con cierta tristeza. Luego recogí el cuaderno y le di la espalda. Él salió también del locutorio y regresó a los corredores de la cárcel.

En el patio del edificio me detuve durante un instante y repetí en voz alta algo que Bretón me había dicho, una palabra: impaciencia. Pensé una vez más, antes de marcharme de allí, que los seres humanos somos siempre despojos, pero cuando soñamos con convertirnos en dioses en realidad nos convertimos en lobos feroces.

* 'El odio', de Luisgé Martín (Anagrama): En un ejercicio literario similar al que hace Emmanuel Carrère en 'El adversario', Luisgé Martín –que durante más de tres años estuvo en contacto con José Bretón– transita en esta crónica por el filo oscuro de la vileza humana, esa que hace saltar en pedazos la vida entera. Bretón, que hasta muchos años después no reconoció el crimen, culpó a su mujer de su propia desdicha sentimental y mató a sus hijos para que el daño fuera duradero y la acompañara siempre: «Si yo no puedo tenerlos, ella tampoco los tendrá». Se trata de un odio bíblico, cegador y oscuro, semejante al que siente Medea por Jasón, de ahí que el autor se pregunte constantemente por el mecanismo cerebral que lleva a esta tragedia. Saldrá publicado el 26 de marzo y aquí (y en el enlace del libro) puede hacer la reserva.

*Luisgé Martín (Madrid, 1962) es escritor y ha sido también director del Instituto Cervantes en Los Ángeles hasta el pasado mes de diciembre. Entre sus novelas se encuentran 'La mujer de sombra', 'La misma ciudad', 'La vida equivocada', 'Cien noches' (Premio Herralde de Novela 2020), así como el libro autobiográfico 'El amor del revés' y los ensayos 'El mundo feliz' y '¿Soy yo normal?'.

Escribí la primera carta a José Bretón en julio de 2021 y desde esa fecha intercambiamos –con frecuencia variable, pero con constancia– alrededor de sesenta cartas. En el verano de 2022 mantuvimos por primera vez una conversación telefónica: él me llamó a mi móvil mientras yo paseaba por Berlín y charlamos de asuntos banales ocho minutos exactos, que es el tiempo que duran las llamadas autorizadas.

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